Usualmente la compasión ha sido tratada como una categoría religiosa. Poco interesante desde el punto de vista filosófico, Ferrater Mora le consagra una entrada liviana; el diccionario de Stanford, ni eso. Menos aún tiene apariencia de encajar bien con el léxico político; parece una categoría blanda, apta para la vida privada y las relaciones personales asimétricas. La vena de los promotores contemporáneos de la compasión parece confirmar esa adscripción: Juan Pablo II y Karen Armstrong, la escritora de temas religiosos. A ella le debemos que el término tenga más peso.
Armstrong se aleja un poco de la definición tradicional de compasión como la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Por supuesto, rechaza el uso común de que compadecerse es sentir lástima por otra persona y, también, el de mantener la corrección cortés y el lenguaje delicado. Ella basa su concepto de compasión en la llamada regla de oro; aquella que formulada en términos positivos dice “trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti” y en términos negativos dice “no trates a los demás como no quisieras que te trataran”. La señora Armstrong ha puesto sus energías en un proyecto ecuménico alrededor de la compasión, que busca el entendimiento entre religiones y culturas, y, la paz como una consecuencia.
Sin embargo, las referencias más antiguas que tenemos sobre la compasión son políticas. En la tradición judeocristiana, la regla de oro aparece en el Levítico (19:18) formulada como “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No se trata del amor comúnmente entendido sino de un compromiso particular de lealtad y apoyo. En Oriente, la regla de oro está asociada al nombre de Confucio (551-479 ac) y fue formulada como recomendación para los gobernantes.
Una definición más indirecta viene del rey Salomón (1 Reyes 3:9). Sucesor del gran David, el joven Salomón pide a Dios que le dé “un corazón comprensivo” (Rey James) o “un corazón con entendimiento” (Nueva Biblia Latinoamericana) o “un corazón dócil” (Reina Valera). En todos los casos, se busca una facultad para juzgar al pueblo y para distinguir entre el bien y el mal; Salomón no pidió una virtud personal sino pública. El marco mental del padre estricto ha hecho suponer que el buen gobernante es duro e inflexible. La sabiduría antigua lo entendía de modo opuesto.
Lo más interesante del giro salomónico es que conecta el entendimiento con el sentimiento, la razonabilidad y la afectividad. Indica un equilibrio requerido para el gobernante, autocontrol emocional, mesura en el lenguaje. Propugna por el conocimiento de las condiciones del prójimo, que son todos los gobernados. Como dijo Laotzi, antes de Confucio, convierte en una obligación del gobernante encarnar el espíritu del pueblo.
Armstrong dice que “la imaginación es crucial para la vida compasiva”, pero el aislamiento y el miedo la paralizan (Lederach).
El Colombiano, 7 de junio
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