La convergencia de crisis económica y social, acelerada por la pandemia, está incubando una crisis política en gran parte del mundo. Este es un tema ampliamente analizado y previsto en las ciencias sociales en la última década. El reciente artículo de Nouriel Roubini, el afamado predictor de la crisis de 2008, es una alerta más, esta vez situada en Estados Unidos (“The Main Street Manifesto”, Project Syndicate, 24.06.20). El dato no es menor porque cuando Estados Unidos estornude Colombia y México, entre los países grandes de América Latina, entrarán en cuidados intensivos.
En este contexto, la propuesta del Consejo Privado de Competitividad —uno de los organismos más representativos del gran empresariado— no podía ser más inoportuna. En efecto, el Informe Nacional de Competitividad 2019-2020 trae una serie de recomendaciones que destruirían la poca clase media que dejen las medidas tomadas para atajar el Covid-19. Las líneas gruesas del capítulo sobre la eficiencia de los mercados indican que la meta sería bajar el salario mínimo, flexibilizar más la contratación, facilitar los despidos (en especial, los relacionados con problemas de salud), eliminar los intereses a las cesantías y eliminar la contribución patronal al sistema de compensación familiar.
Los principales argumentos le achacan la alta informalidad al salario mínimo y al contrato de trabajo, y le quieren cobrar a los empleados la baja productividad nacional. Los dos problemas son ciertos, pero las soluciones estratégicas no están en sus recomendaciones. La informalidad estructural del país está asociada primordialmente a la inseguridad de los derechos de propiedad y a la debilidad del estado de derecho. La baja productividad se debe al proteccionismo imperante, al rentismo y a la baja inversión nacional en ciencia y tecnología. (En los último 90 años el único nuevo sector importante en generación de divisas son las remesas.)
En estos puntos estratégicos, un gran segmento empresarial ha sido frío respecto a estas iniciativas estratégicas. Por ejemplo, la tarea del catastro rural se recibió con desgano solo porque había sido acordada con las Farc. Y la connivencia con lo peor de la clase política tradicional impide la modernización estatal. Lanzarse contra el salario mínimo y la compensación familiar es una prueba de que, a la hora de buscar alternativas, la tecnocracia privada solo se propone tareas fáciles, solo escoge peleas que les parecen fáciles; pero esta no la será: es una que se puede llevar por delante a la democracia liberal y sus pilares económicos.
Una flexibilización como la que se propone solo debería ponerse sobre la mesa cuando Colombia construya un sistema de protección social universal en el que un nivel básico de subsistencia no dependa del empleo. Agitarla y presentársela al gobierno nacional es inoportuno, contraproducente, pero, sobre todo, indecente.
*Soy miembro del Consejo Directivo de Comfama, pero mis opiniones solo me comprometen a mí.
lunes, 29 de junio de 2020
lunes, 22 de junio de 2020
Renta básica
Hace un par de meses, en un foro convocado por la Universidad del Rosario, defendí la propuesta de renta básica universal para afrontar las consecuencias sociales de la cuarentena. Mientras mis contertulios guardaban silencio, en el foro de estudiantes se escuchan comentarios reprobatorios. Ninguna de las dos actitudes me extrañó a pesar de que el objetivo y el mecanismo de la renta básica son antiguos y plurales.
En el año 800, Carlomagno había dictado “que se tenga sumo cuidado con todos los que nos incumben, y que no sean reducidos a la pobreza por nadie” (Capitular De Villis). En Inglaterra, la Carta del Bosque (1217) consagró el usufructo general de la propiedad común. Esos son los principios angulares de la renta básica: el bienestar de todos, sufragado por los bienes de todos. La propuesta, concebida ya, como un ingreso fijo, en efectivo, dado a todos los ciudadanos, es menos vieja. Me gusta subrayar que Frederick Hayek fue uno de sus mentores.
Cristianos, socialistas, liberales, pensadores y gobernantes de todo tipo han defendido esta idea a lo largo de los siglos. Y, sin embargo, el rechazo entre la gente común y los economistas ha sido generalizado. Hasta hoy. En medio de la crisis de 1999, la propuse para Colombia a través de un par de libros y varias conferencias sin obtener receptividad alguna. Hoy está siendo aceptada: se acaba de aprobar en España; preguntado al respecto, el director de Anif dijo que “es una medida que se debe tomar, porque es positiva desde todo punto de vista” (“El aislamiento como estrategia se está agotando, Santamaría”, El Colombiano, 14.06.20).
La renta básica consiste en que cada ciudadano colombiano, mayor de edad, reciba una cantidad de dinero, por el solo hecho de respirar. Es un derecho que se deriva de la obligación que tiene el estado de no dejar caer en la miseria a nadie y del derecho que cada uno tiene de beneficiarse de los recursos que pertenecen a la nación. La sociedad contemporánea genera pobreza artificial y no es capaz de garantizar el pleno empleo; ya el trabajo duro y honrado no es antídoto contra el hambre y la exclusión.
Además de sus ventajas éticas y sociales, la renta básica es eficiente. La renta básica no necesita intermediarios, encuestas, estudios ni administradores. La eliminación de casi todos los costos de transacción y del control político es, también, una barrera contra la corrupción y el clientelismo. La renta básica también ayudaría a restañar los problemas de legitimidad de las instituciones públicas, creando un nexo material entre los ciudadanos y el estado.
Es fácilmente financiable. Basta con desmontar la mayoría de los subsidios existentes y concentrar los recursos en su aplicación; súmele el rubro oculto de la corrupción y sobraría dinero para fondear una propuesta como la del senador Iván Marulanda.
El Colombiano, 21 de junio
En el año 800, Carlomagno había dictado “que se tenga sumo cuidado con todos los que nos incumben, y que no sean reducidos a la pobreza por nadie” (Capitular De Villis). En Inglaterra, la Carta del Bosque (1217) consagró el usufructo general de la propiedad común. Esos son los principios angulares de la renta básica: el bienestar de todos, sufragado por los bienes de todos. La propuesta, concebida ya, como un ingreso fijo, en efectivo, dado a todos los ciudadanos, es menos vieja. Me gusta subrayar que Frederick Hayek fue uno de sus mentores.
Cristianos, socialistas, liberales, pensadores y gobernantes de todo tipo han defendido esta idea a lo largo de los siglos. Y, sin embargo, el rechazo entre la gente común y los economistas ha sido generalizado. Hasta hoy. En medio de la crisis de 1999, la propuse para Colombia a través de un par de libros y varias conferencias sin obtener receptividad alguna. Hoy está siendo aceptada: se acaba de aprobar en España; preguntado al respecto, el director de Anif dijo que “es una medida que se debe tomar, porque es positiva desde todo punto de vista” (“El aislamiento como estrategia se está agotando, Santamaría”, El Colombiano, 14.06.20).
La renta básica consiste en que cada ciudadano colombiano, mayor de edad, reciba una cantidad de dinero, por el solo hecho de respirar. Es un derecho que se deriva de la obligación que tiene el estado de no dejar caer en la miseria a nadie y del derecho que cada uno tiene de beneficiarse de los recursos que pertenecen a la nación. La sociedad contemporánea genera pobreza artificial y no es capaz de garantizar el pleno empleo; ya el trabajo duro y honrado no es antídoto contra el hambre y la exclusión.
Además de sus ventajas éticas y sociales, la renta básica es eficiente. La renta básica no necesita intermediarios, encuestas, estudios ni administradores. La eliminación de casi todos los costos de transacción y del control político es, también, una barrera contra la corrupción y el clientelismo. La renta básica también ayudaría a restañar los problemas de legitimidad de las instituciones públicas, creando un nexo material entre los ciudadanos y el estado.
Es fácilmente financiable. Basta con desmontar la mayoría de los subsidios existentes y concentrar los recursos en su aplicación; súmele el rubro oculto de la corrupción y sobraría dinero para fondear una propuesta como la del senador Iván Marulanda.
El Colombiano, 21 de junio
viernes, 19 de junio de 2020
El rastro de Caín, edición electrónica 2020
Informo a los interesados -colegas, estudiantes, amigos- que ya está disponible la primera edición libro electrónico, y segunda en general, de mi trabajo El rastro de Caín: guerra, paz y guerra civil.
Vínculo en [copiar y pegar]:
https://www.amazon.com/-/es/dp/B08BJ9HNNJ/ref=sr_1_1?__mk_es_US=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&dchild=1&keywords=jorge+giraldo+el+rastro+de+ca%C3%ADn&qid=1592592138&sr=8-1
Vínculo en [copiar y pegar]:
https://www.amazon.com/-/es/dp/B08BJ9HNNJ/ref=sr_1_1?__mk_es_US=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&dchild=1&keywords=jorge+giraldo+el+rastro+de+ca%C3%ADn&qid=1592592138&sr=8-1
jueves, 18 de junio de 2020
lunes, 15 de junio de 2020
Escenarios
Algunos comentaristas están hastiados de los pronósticos, piden que se dejen de hacer previsiones o, peor aún, que se dejen de hacer predicciones pesimistas. Se olvidan de que una de las tantas singularidades del ser humano es su capacidad de tener noción de futuro. Podemos acordar que los proyectos que se piensan a largo plazo son una quimera y una pérdida de tiempo. La aceleración del mundo no permite que podamos, siquiera, hacer planes a cinco años, que era el plazo máximo que se sentía capaz de prever el máximo planeador que ha tenido la humanidad, José Stalin. Cierto. Pero nuestra capacidad cognitiva de imaginar el porvenir y nuestra obligación moral de ser previsivos nos obligan a explorar lo que viene.
El economista Daron Acemoglu, del MIT, acaba de esbozar unos escenarios pospadémicos que comentaré (“Acemoglu: Veremos cosas que nunca pensamos que veríamos en nuestra vida”, El Confidencial, 17.05.20).
Más de lo mismo. Que gobiernos, corporaciones y personas se abandonen a la inercia y simplemente intenten hacer las cosas como antes de marzo. En este espectro caben desde el nihilismo de Trump hasta el quietismo de Duque. Lo único que hacen es preparar la próxima crisis, que podría ser peor que esta. Lo que con mucha seguridad conducirá a un estallido social, que, según la experiencia reciente, lleva a la anarquía más que a la revolución.
China sin partido comunista. Durante la pandemia, el autoritarismo ha sido el instinto natural de gran parte de los gobernantes electos democráticamente y el éxito chino y oriental, en general (democracia con alto control social), puede reforzarlo. Acemoglu dice que solo nos traería lo peor de China (autocracia) sin ser capaces de tener la eficiencia de la potencia emergente. Sería algo así como la venezolanización de gran parte del mundo, incluyendo a Colombia.
Estados débiles con corporaciones más fuertes. La profundización de las tendencias actuales nos dejaría en la situación de contar un estado que solo se ocupa de castigar —por ejemplo, a los niños o ancianos que salen a la calle— y unas corporaciones encargadas de vender y vigilar. En el lugar del soberano estarían Apple, Google, Amazon (AGA, en persa, era el nombre que se daba a los reyes).
Me parece que estos tres escenarios negativos no son incompatibles. Bastaría cambiar a Trump por Mark Zukerberg. En Medellín tenemos en ciernes el experimento de Daniel Quintero que es autoritarismo más corrupción más tecnología. Esas tres cosas se pueden juntar.
El cuarto escenario sería el del ideal democrático pues, como lo dijera Francis Fukuyama, sigue siendo el horizonte de las sociedades occidentales. Tal y como lo esboza Acemoglu, suena poco probable. Y, sin embargo, es el que deberíamos hacer posible. Solo que requeriría otro tipo de capitalismo, el equilibrio entre libertad amplia y equidad necesaria, y recuperar el gobierno mixto.
El Colombiano, 14 de junio
El economista Daron Acemoglu, del MIT, acaba de esbozar unos escenarios pospadémicos que comentaré (“Acemoglu: Veremos cosas que nunca pensamos que veríamos en nuestra vida”, El Confidencial, 17.05.20).
Más de lo mismo. Que gobiernos, corporaciones y personas se abandonen a la inercia y simplemente intenten hacer las cosas como antes de marzo. En este espectro caben desde el nihilismo de Trump hasta el quietismo de Duque. Lo único que hacen es preparar la próxima crisis, que podría ser peor que esta. Lo que con mucha seguridad conducirá a un estallido social, que, según la experiencia reciente, lleva a la anarquía más que a la revolución.
China sin partido comunista. Durante la pandemia, el autoritarismo ha sido el instinto natural de gran parte de los gobernantes electos democráticamente y el éxito chino y oriental, en general (democracia con alto control social), puede reforzarlo. Acemoglu dice que solo nos traería lo peor de China (autocracia) sin ser capaces de tener la eficiencia de la potencia emergente. Sería algo así como la venezolanización de gran parte del mundo, incluyendo a Colombia.
Estados débiles con corporaciones más fuertes. La profundización de las tendencias actuales nos dejaría en la situación de contar un estado que solo se ocupa de castigar —por ejemplo, a los niños o ancianos que salen a la calle— y unas corporaciones encargadas de vender y vigilar. En el lugar del soberano estarían Apple, Google, Amazon (AGA, en persa, era el nombre que se daba a los reyes).
Me parece que estos tres escenarios negativos no son incompatibles. Bastaría cambiar a Trump por Mark Zukerberg. En Medellín tenemos en ciernes el experimento de Daniel Quintero que es autoritarismo más corrupción más tecnología. Esas tres cosas se pueden juntar.
El cuarto escenario sería el del ideal democrático pues, como lo dijera Francis Fukuyama, sigue siendo el horizonte de las sociedades occidentales. Tal y como lo esboza Acemoglu, suena poco probable. Y, sin embargo, es el que deberíamos hacer posible. Solo que requeriría otro tipo de capitalismo, el equilibrio entre libertad amplia y equidad necesaria, y recuperar el gobierno mixto.
El Colombiano, 14 de junio
lunes, 8 de junio de 2020
Sobre la compasión
Usualmente la compasión ha sido tratada como una categoría religiosa. Poco interesante desde el punto de vista filosófico, Ferrater Mora le consagra una entrada liviana; el diccionario de Stanford, ni eso. Menos aún tiene apariencia de encajar bien con el léxico político; parece una categoría blanda, apta para la vida privada y las relaciones personales asimétricas. La vena de los promotores contemporáneos de la compasión parece confirmar esa adscripción: Juan Pablo II y Karen Armstrong, la escritora de temas religiosos. A ella le debemos que el término tenga más peso.
Armstrong se aleja un poco de la definición tradicional de compasión como la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Por supuesto, rechaza el uso común de que compadecerse es sentir lástima por otra persona y, también, el de mantener la corrección cortés y el lenguaje delicado. Ella basa su concepto de compasión en la llamada regla de oro; aquella que formulada en términos positivos dice “trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti” y en términos negativos dice “no trates a los demás como no quisieras que te trataran”. La señora Armstrong ha puesto sus energías en un proyecto ecuménico alrededor de la compasión, que busca el entendimiento entre religiones y culturas, y, la paz como una consecuencia.
Sin embargo, las referencias más antiguas que tenemos sobre la compasión son políticas. En la tradición judeocristiana, la regla de oro aparece en el Levítico (19:18) formulada como “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No se trata del amor comúnmente entendido sino de un compromiso particular de lealtad y apoyo. En Oriente, la regla de oro está asociada al nombre de Confucio (551-479 ac) y fue formulada como recomendación para los gobernantes.
Una definición más indirecta viene del rey Salomón (1 Reyes 3:9). Sucesor del gran David, el joven Salomón pide a Dios que le dé “un corazón comprensivo” (Rey James) o “un corazón con entendimiento” (Nueva Biblia Latinoamericana) o “un corazón dócil” (Reina Valera). En todos los casos, se busca una facultad para juzgar al pueblo y para distinguir entre el bien y el mal; Salomón no pidió una virtud personal sino pública. El marco mental del padre estricto ha hecho suponer que el buen gobernante es duro e inflexible. La sabiduría antigua lo entendía de modo opuesto.
Lo más interesante del giro salomónico es que conecta el entendimiento con el sentimiento, la razonabilidad y la afectividad. Indica un equilibrio requerido para el gobernante, autocontrol emocional, mesura en el lenguaje. Propugna por el conocimiento de las condiciones del prójimo, que son todos los gobernados. Como dijo Laotzi, antes de Confucio, convierte en una obligación del gobernante encarnar el espíritu del pueblo.
Armstrong dice que “la imaginación es crucial para la vida compasiva”, pero el aislamiento y el miedo la paralizan (Lederach).
El Colombiano, 7 de junio
Armstrong se aleja un poco de la definición tradicional de compasión como la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Por supuesto, rechaza el uso común de que compadecerse es sentir lástima por otra persona y, también, el de mantener la corrección cortés y el lenguaje delicado. Ella basa su concepto de compasión en la llamada regla de oro; aquella que formulada en términos positivos dice “trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti” y en términos negativos dice “no trates a los demás como no quisieras que te trataran”. La señora Armstrong ha puesto sus energías en un proyecto ecuménico alrededor de la compasión, que busca el entendimiento entre religiones y culturas, y, la paz como una consecuencia.
Sin embargo, las referencias más antiguas que tenemos sobre la compasión son políticas. En la tradición judeocristiana, la regla de oro aparece en el Levítico (19:18) formulada como “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No se trata del amor comúnmente entendido sino de un compromiso particular de lealtad y apoyo. En Oriente, la regla de oro está asociada al nombre de Confucio (551-479 ac) y fue formulada como recomendación para los gobernantes.
Una definición más indirecta viene del rey Salomón (1 Reyes 3:9). Sucesor del gran David, el joven Salomón pide a Dios que le dé “un corazón comprensivo” (Rey James) o “un corazón con entendimiento” (Nueva Biblia Latinoamericana) o “un corazón dócil” (Reina Valera). En todos los casos, se busca una facultad para juzgar al pueblo y para distinguir entre el bien y el mal; Salomón no pidió una virtud personal sino pública. El marco mental del padre estricto ha hecho suponer que el buen gobernante es duro e inflexible. La sabiduría antigua lo entendía de modo opuesto.
Lo más interesante del giro salomónico es que conecta el entendimiento con el sentimiento, la razonabilidad y la afectividad. Indica un equilibrio requerido para el gobernante, autocontrol emocional, mesura en el lenguaje. Propugna por el conocimiento de las condiciones del prójimo, que son todos los gobernados. Como dijo Laotzi, antes de Confucio, convierte en una obligación del gobernante encarnar el espíritu del pueblo.
Armstrong dice que “la imaginación es crucial para la vida compasiva”, pero el aislamiento y el miedo la paralizan (Lederach).
El Colombiano, 7 de junio
miércoles, 3 de junio de 2020
Frankie ha muerto, “En vivo”
Siguiendo el camino inverso, después del disco vino el demo.
Probablemente —como lo insinuó Juan Antonio Agudelo en una reseña— se trataba de mi afán. No me justificaré. La edición del cedé dejó ganas: Mente en blanco no se publicó, buenas nuevas canciones quedaron por fuera, más de un lustro de trayectoria empezaba a exigir renovación. Había motivos para hacer una instantánea de lo que hacía Frankie cuando las comunas se apaciguaron y empezaba a incubarse la nueva guerra urbana.
La oportunidad fue la conmemoración extemporánea de la muerte de León Zuleta.
A León lo habían matado en 1993 y yo había renunciado a unirme a duelos con los que no tenía simpatía; entre otras cosas porque alabar un cadáver es más fácil que comprender a un rebelde supremo. Tres años después, ya como director de la Escuela Nacional Sindical, decidí organizar un homenaje a León y Frankie ha Muerto cerraría el acto con un concierto.
La precaria grabación la mezcló Dilson Díaz, columna vertebral de La Pestilencia y una de las figuras notables del rock colombiano, en Lorito Records, el estudio de Federico López. El demo contiene siete temas en vivo a los que se adicionó la grabación en estudio, mezclada dos años antes por Federico. El cuadernillo llevaba todos los distintivos del grupo: el nombre en letra inglesa y el demonio de Boilly, ahora en dorado sobre negro.
El demo, llamado En vivo, fue mi despedida de León. Nadie lo supo en su momento que también era el fin de la imagen de la primera etapa de Frankie (el morado, la letra inglesa y el diablo violinista) y de mi permanencia con el grupo. Otro álter me llamaba.
Última discusión sobre la lista de canciones del cedé
Probablemente —como lo insinuó Juan Antonio Agudelo en una reseña— se trataba de mi afán. No me justificaré. La edición del cedé dejó ganas: Mente en blanco no se publicó, buenas nuevas canciones quedaron por fuera, más de un lustro de trayectoria empezaba a exigir renovación. Había motivos para hacer una instantánea de lo que hacía Frankie cuando las comunas se apaciguaron y empezaba a incubarse la nueva guerra urbana.
La oportunidad fue la conmemoración extemporánea de la muerte de León Zuleta.
A León lo habían matado en 1993 y yo había renunciado a unirme a duelos con los que no tenía simpatía; entre otras cosas porque alabar un cadáver es más fácil que comprender a un rebelde supremo. Tres años después, ya como director de la Escuela Nacional Sindical, decidí organizar un homenaje a León y Frankie ha Muerto cerraría el acto con un concierto.
La precaria grabación la mezcló Dilson Díaz, columna vertebral de La Pestilencia y una de las figuras notables del rock colombiano, en Lorito Records, el estudio de Federico López. El demo contiene siete temas en vivo a los que se adicionó la grabación en estudio, mezclada dos años antes por Federico. El cuadernillo llevaba todos los distintivos del grupo: el nombre en letra inglesa y el demonio de Boilly, ahora en dorado sobre negro.
El demo, llamado En vivo, fue mi despedida de León. Nadie lo supo en su momento que también era el fin de la imagen de la primera etapa de Frankie (el morado, la letra inglesa y el diablo violinista) y de mi permanencia con el grupo. Otro álter me llamaba.
Última discusión sobre la lista de canciones del cedé
lunes, 1 de junio de 2020
Una mirada conservadora
Ideológicamente, Colombia fue dirigida durante gran parte del siglo XX bajo premisas de lo que pudiera llamarse un conservatismo liberal. No hablo de los acuerdos entre partidos, sino de la convergencia que unía a la dirigencia colombiana en cuanto a las líneas gruesas del proyecto colombiano. Las palabras que definen este proyecto son mediocridad económica (orientada más a la estabilidad que al desarrollo) y gradualismo político (a veces, reformas puntuales; la mayoría, paños de agua tibia).
Esta semana, dos de los talentos más sobresalientes de ese consenso conservador liberal se lanzaron contra el gradualismo, a propósito de la posición del gobierno nacional y de sus consecuencias en el futuro inmediato. Ellos son Juan Camilo Restrepo y Carlos Caballero Argáez, muy cercanos a Belisario y Andrés Pastrana, estudiosos de nuestras instituciones económicas, con amplia trayectoria como funcionarios públicos. Restrepo dijo: “la crisis es de tal magnitud que no podemos engolfarnos en un gradualismo válido para otras épocas, pero que los tozudos hechos están desbordando” (“¿Cicatería?”, El Nuevo Siglo, 24.05.20). Caballero, por su parte, afirmó: “no es viable continuar con el gradualismo colombiano, en medio de una tormenta desconocida en su intensidad y en su duración” (“¿En dónde están los dirigentes?”, El Tiempo, 22.05.20).
Mientras Restrepo se hacía preguntas sobre el corto plazo, Caballero ponía la mirada en el mediano, hacia un nuevo contrato social “que construya una sociedad más equitativa, más incluyente, redistributiva, menos corrupta, más respetuosa de la diversidad y las diferencias, con un Estado y unos gobiernos más activos, y todo ello dentro de las libertades y la democracia”; una vía que nos aleje de la tentación autoritaria que nos acecha ya y del populismo que espera su oportunidad.
El 26 de mayo, pocos días después de las columnas de Restrepo y Caballero, el ministro de hacienda defendía el gradualismo y decía que las reformas había que dejarlas para la próxima emergencia (“Renta básica para hogares, sí, pero no en esta emergencia: Minhacienda”, El Tiempo, 26.05.20). La Unidad de Inteligencia de The Economist sugirió esta semana que la disyuntiva de los países era endeudarse y aumentar el gasto público o esperar “la destrucción generalizada de la capacidad productiva durante la epidemia”.
Está clarísimo que el presidente Iván Duque está entre la minoría que prefiere esperar a ver qué se salva de la debacle. Restrepo, con mucha benevolencia, dice que lo que está haciendo es insuficiente; Caballero ni siquiera lo interpela porque, dice, Duque va a darle manejo hasta el 2022. Esa es nuestra lamentable situación. Al gobierno no le preocupan ni la población pobre y vulnerable ni el sector productivo. El gobierno está filado con el Consenso de Washington, un conservador de antaño preferiría la doctrina social católica.
No es lo que vemos. En un país sin liberalismo robusto, nos hemos quedado también sin conservadores serios.
El Colombiano, 31 de mayo.
Esta semana, dos de los talentos más sobresalientes de ese consenso conservador liberal se lanzaron contra el gradualismo, a propósito de la posición del gobierno nacional y de sus consecuencias en el futuro inmediato. Ellos son Juan Camilo Restrepo y Carlos Caballero Argáez, muy cercanos a Belisario y Andrés Pastrana, estudiosos de nuestras instituciones económicas, con amplia trayectoria como funcionarios públicos. Restrepo dijo: “la crisis es de tal magnitud que no podemos engolfarnos en un gradualismo válido para otras épocas, pero que los tozudos hechos están desbordando” (“¿Cicatería?”, El Nuevo Siglo, 24.05.20). Caballero, por su parte, afirmó: “no es viable continuar con el gradualismo colombiano, en medio de una tormenta desconocida en su intensidad y en su duración” (“¿En dónde están los dirigentes?”, El Tiempo, 22.05.20).
Mientras Restrepo se hacía preguntas sobre el corto plazo, Caballero ponía la mirada en el mediano, hacia un nuevo contrato social “que construya una sociedad más equitativa, más incluyente, redistributiva, menos corrupta, más respetuosa de la diversidad y las diferencias, con un Estado y unos gobiernos más activos, y todo ello dentro de las libertades y la democracia”; una vía que nos aleje de la tentación autoritaria que nos acecha ya y del populismo que espera su oportunidad.
El 26 de mayo, pocos días después de las columnas de Restrepo y Caballero, el ministro de hacienda defendía el gradualismo y decía que las reformas había que dejarlas para la próxima emergencia (“Renta básica para hogares, sí, pero no en esta emergencia: Minhacienda”, El Tiempo, 26.05.20). La Unidad de Inteligencia de The Economist sugirió esta semana que la disyuntiva de los países era endeudarse y aumentar el gasto público o esperar “la destrucción generalizada de la capacidad productiva durante la epidemia”.
Está clarísimo que el presidente Iván Duque está entre la minoría que prefiere esperar a ver qué se salva de la debacle. Restrepo, con mucha benevolencia, dice que lo que está haciendo es insuficiente; Caballero ni siquiera lo interpela porque, dice, Duque va a darle manejo hasta el 2022. Esa es nuestra lamentable situación. Al gobierno no le preocupan ni la población pobre y vulnerable ni el sector productivo. El gobierno está filado con el Consenso de Washington, un conservador de antaño preferiría la doctrina social católica.
No es lo que vemos. En un país sin liberalismo robusto, nos hemos quedado también sin conservadores serios.
El Colombiano, 31 de mayo.
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