El vocabulario de pequeños grupos sociales contemporáneos (académicos, corporativos, religiosos) incorporó con mucha fuerza en los últimos años el término cuidado. Se trata de una adaptación de una corriente de pensamiento que se afianzó entre pensadores norteamericanos, sobre todo mujeres. Ellas han sido las forjadoras de una ética y una política del cuidado. Su preocupación —en contravía de la forma como se ha asumido aquí— ha sido cómo sacar la conversación sobre el cuidado de la esfera privada y de un enfoque voluntarista.
Tal vez un repaso a la etimología ayude a plantear la diferencia. La palabra cuidado viene del latín cogitare que es pensar y atender. Conviene mucho saber que la palabra agitar (moverse, hacer) también viene de pensar. Pensar no es, como creen la gente prosaica y los académicos de invernadero, leer y ponerse la mano en la sien. Los latinos también usaban otra palabra para decir cuidado; cura, pero la cura parece referirse más al ámbito doméstico, a la relación personal y a la atención específica.
El cuidado del que estamos hablando hace 30 años, “es una actividad que incluye todo lo que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro mundo de tal modo que podamos vivir la vida de la mejor manera posible”. Es la definición que propusieron Berenice Fisher y Joan Tronto en 1990. A Tronto, profesora de la Universidad de Minnesota, en especial, debemos la reflexión más sistemática sobre el cuidado en una perspectiva sociopolítica.
Tronto plantea cinco fases del cuidado que debieran confluir para tener un proceso completo. El primero, es identificar las necesidades de cuidado; el segundo, aceptar la responsabilidad que surge de esa identificación de que hay que hacer algo; el tercero, es atender la tarea concreta de proporcionar cuidado; cuarto, escuchar siempre y en todo el proceso al destinatario específico del cuidado; el quinto, es cuidarnos entre todos, algo así como la solidaridad en acción.
Lo que hace poderosa la propuesta de esta politóloga es que identifica las capacidades que se crean y fortalecen en el proceso de cuidar. Capacidades personales como ser atentos, responsables, competentes, considerados. Capacidades que una vez se instalan como hábitos nos permitirían formarnos como mejores ciudadanos. Y capacidades institucionales que permiten evaluar a un régimen político y a un gobierno en particular. Una democracia, un gobierno, se definiría por la manera como gestiona el cuidado. Dime a quién cuidas, atiendes, proteges, y te diré qué tipo de gobernante eres.
Es hora de instalar el discurso del cuidado en toda la sociedad y como un asunto de políticas corporativas y públicas, con más acento en el cuidado de los otros que en el mero cuidado de sí mismo (así este sea básico). Y día a día, cambiar las prácticas personales, familiares, institucionales. Modificar las instituciones públicas y el enfoque de los gobernantes.
El Colombiano, 26 de abril
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