Tenía mi columna escrita sobre la incongruencia del gobierno nacional y de algunos opinadores a propósito de las justificaciones del bombardeo en el que murió cerca de una decena de menores de edad. Resumo: no se puede, al mismo tiempo, invocar el derecho humanitario y negar el conflicto armado (leer texto completo en: giraldoramirez.blogspot.com). Pero, se viene la marcha del 21 de noviembre, que no parece ser una marcha más.
Primero, haré el papel del humorista uruguayo Hebert Castro: se les dijo, se les advirtió. Hace poco recordaba un análisis nuestro, realizado en 2014, sobre la inminencia de un auge en la movilización social. Muchos estudiosos —entre ellos Daniel Pécaut— advirtieron que uno de los efectos del acuerdo con las Farc sería el destrabe de la expresión de una inconformidad social contenida por la violencia política.
Segundo, haré el papel de la lechera del cuento: lloraré sobre la leche derramada. Durante la campaña electoral del 2018, las élites políticas y económicas tuvieron la oportunidad de auspiciar una salida reformista a la encrucijada que dejaba el acuerdo con las Farc y al bloqueo político esperable después de los resultados del plebiscito del 2016. La mesa estuvo servida para un acuerdo que le permitiera ganar a una opción de centro, pero no cuajó. La dirigencia liberal —encabezada por César Gaviria— la saboteó, al no facilitar un acuerdo entre Fajardo y De la Calle. Cuando Fajardo tenía probabilidades de pasar a la segunda vuelta, las élites económicas y mediáticas se aculillaron, no lo apoyaron y terminaron apoyando a Iván Duque. Una visión conservadora de la política los hizo dar dos pasos atrás en lugar de dar uno adelante.
Entonces ganó Duque. Hasta ahora ha demostrado que es un mandatario del pasado, que ni siquiera cuenta con el respaldo mayoritario de la población ni del congreso. Nunca tuvo luna de miel, no tiene ninguna posibilidad se sacar una sola de las reformas que necesita el país, ignoró la consulta anticorrupción y su impericia está haciendo que los problemas se aglutinen.
Tercero, no haré el papel de Casandra: no sé qué va a pasar. Como las élites políticas y económicas no fueron capaces de dar el cambio tranquilo, intentando congelar un estado social y económico mediocre, la inconformidad se acumula. Es una ley social: el inmovilismo desata rebeliones. Ahí entra la marcha de esta semana: una sumativa de agravios y de sectores sociales, a la sombra de crisis callejeras como las de Ecuador, Bolivia y Chile. Puede que no pase nada, puede que pase mucho. Lo cierto es que es difícil que el país aguante dos años más de marasmo institucional e inestabilidad. La dirigencia actual —no solo el gobierno— está llegando a su máximo nivel de incompetencia. Se necesita un relevo, de mecanismos y políticas, que marque un rumbo.
El Colombiano, 17 de noviembre
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