Un rasgo del mundo actual es la convergencia de prosperidad y descontento. En particular, las condiciones generales de la población han mejorado dramáticamente en Europa oriental, Iberoamérica, China, el sudeste asiático y el Medio oriente, pero también ha crecido la inconformidad de amplios sectores de población que se expresa, pero también se moviliza en eventos sucesivos como la Occupy Wall Street, Primavera árabe, los indignados o —ahora mismo— Viernes por el Futuro.
El descontento global hace parte del campo de los hechos. No es fruto de la mente caliente de colectivos de activistas ni de los ardides conspirativos del populismo. Si no pregúntesele a Emmanuel Macron si el levantamiento de los chalecos amarillos es un espejismo o a los gobernantes de Brasil, Polonia o Hong Kong si les parecen irreales los protestas por los incendios amazónicos, la reforma judicial o la ley de extradición, respectivamente. Los datos de Latinobarómetro o Eurobarómetro muestran una profunda desafección por las instituciones democráticas y los liderazgos políticos. (Véase la última Gallup Poll para el caso colombiano.)
El descontento global no es fruto de la falta de información. Los esfuerzos de la Fundación Gapminder o de Steven Pinker para convencer al mundo de que vivimos mejor que nuestros abuelos, en un caso, o que los Caballeros de la Mesa Redonda, en el otro, son casi impecables, y en todo caso meritorios, pero parten de premisas erróneas: que la gente no sabe o que sus reproches tienen que ver con sus condiciones materiales. Sin dudas, hay falacias, posturas desinformadas, datos falsos en circulación, pero la movilización global de insatisfechos que ya sobrepasa una década de duración debe tomarse en serio. No se resuelve con series de tiempo ni con alabanzas al progreso.
¿Por qué la gente está molesta si estamos mejor? Una respuesta clásica está en la teoría de las necesidades. Las necesidades humanas cambian, se diversifican y se amplían a medida que asuntos más primarios se van resolviendo. Los umbrales de tolerancia a la violencia y la precariedad material suben geométricamente mientras los logros sociales lo hacen aritméticamente. Las personas no comparamos nuestros niveles de satisfacción con los abuelos, sino con los amigos y vecinos. Nuestros amigos y vecinos de hoy son alemanes, noruegos y canadienses: nos muestran sus vidas todos los días en la televisión y en la internet.
Otra explicación, más antigua aún, se remite a la dignidad humana. Un profeta dijo que no solo de pan vivía el hombre, y tenía razón. La gente demanda respeto, dignidad, reconocimiento, repite hoy el pensador Francis Fukuyama. Creo que tiene razón. El peor efecto de la desigualdad y la corrupción no es económico, es moral. Se trata de la humillación que produce saber que el heredero, el tramposo o el delincuente llevan una vida mejor que el trabajador y el empresario honrados.
El Colombiano, 22 de septiembre
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