Entre las tantas confusiones de la época —época de transiciones, inestabilidad y equívocos—, una de las más notables en la esfera pública puede explicar la conducta errática de los líderes respecto a la opinión de la gente. En lo que respecta a esta frase me ocuparé de lo que significa gente; sobre la opinión ya me había pronunciado hace un año (“Desdén por la racionalidad”, 15.07.18).
La primera observación tiene que ver con la tradición política occidental. La gente, o el público, no ha tenido nunca un solo significado. Para los griegos clásicos (Aristóteles) una cosa era el demos y otra el ochlos; Marx distinguía entre clase trabajadora y lumpen; Arendt entendía que una cosa era el pueblo y otra el populacho. Distinciones menos rigurosas se han hecho entre pueblo y masa. En todos los casos, el primer término es positivo y el segundo negativo, y la diferencia está en que demos, trabajadores, pueblo, están incorporados en un orden, tejido de normas legales e informales; mientras ochlos, lumpen, populacho, no. Cualquiera sea el régimen que se considerara mejor, la teoría política excluía o disolvía esta franja desordenada.
La nivelación contemporánea nos ha puesto en el trance de confundir a los diversos agentes sociales. No toda la gente es público, aunque Facebook y Twitter den a entender lo contrario. No es lo mismo Kim Kardashian cuyo rasgo esencial es el vacío, que Lady Gaga quien canta, actúa y razona sobre su contexto. Y aún así, aceptando que hay un público imbricado en una red de normas y relaciones, este no siempre tiene la razón (siendo benevolentes). Aquí es donde las personas que ocupan cargos de dirección pueden perder el rumbo.
En este orden de ideas podríamos distinguir tres tipos de líderes: el dominante, el demagogo y el dirigente.
El dominante se impone sobre cualquier opinión, marginal o extensa, razonable o no. Este tipo de líder es el autocrático. El demagogo se monta en la cresta de la ola de opinión y, por tanto, abdica del liderazgo. Hace las veces de amplificador de la opinión exaltada, nerviosa; se apuntala en los aspectos más oscuros, morbosos y demoníacos del espíritu humano. El demagogo ejerce el estilo de los políticos populistas, aunque no lo sea. El demagogo no influye, es influido.
El líder propio de una sociedad democrática liberal toma la opinión como un indicador de los temas que preocupan a sectores de la población y del tipo de percepciones e inclinaciones que suscita un hecho. Es capaz de interpretar las emociones sociales y puede enfocarse en mejorar la información, elevar la calidad de las discusiones, canalizar las preocupaciones hacia una dirección razonable y conducir a fuerzas de opinión heterogéneas hacia una meta o, al menos, metas compatibles.
El autócrata fuerza al tuitero, el demagogo lo adula, el líder lo conduce.
El Colombiano, 28 de abril
lunes, 29 de abril de 2019
lunes, 22 de abril de 2019
Glosa con ejemplos
La columna de la semana pasada se tituló “Inflación administrativa”. Esta podría llamarse “Asfixia administrativa”. Allí se dijo que el control de la actividad laboral atentaba contra la productividad y competitividad de las organizaciones y contra la libertad y la creatividad de los empleados. En otro sentido, habría que decir que el control es opuesto a la confianza: a menor confianza más control. Desconfianza en la capacidad de las personas y de las organizaciones para autodeterminarse y explorar las mejores vías para realizar sus funciones y cumplir sus propósitos.
La confianza es indispensable en un mundo cada vez más fragmentado y complejo. La soberbia del racionalismo consistió en creer que era posible conocer el universo, determinar lo que era bueno para el mundo y el individuo y elaborar fórmulas generales para lograr la felicidad. Con el ascenso del racionalismo llegaron las utopías y con las utopías las catástrofes. De la complejidad y variabilidad de los asuntos humanos solo pueden dar cuenta humanos singulares, preferiblemente asociados en grupos muy pequeños y unidos por la experiencia y el sentido. Un pequeño equipo sabrá resolver mejor un problema que la dirección de la organización; una organización lo hará mejor que un ministerio.
Apelo a dos ejemplos. El primero es Silicon Valley, algunas de cuyas empresas y universidades tuve oportunidad de visitar hace dos años. El centro de la innovación mundial. Las empresas de punta en esta zona de California les dan a sus trabajadores el 30% del tiempo laboral para que exploren proyectos individuales. En el caso de Google es un día de la semana. Al tercer mes, un supervisor se informa del proyecto y lo evalúa, y a renglón seguido puede autorizar más exploración, cambio o adoptarlo para la organización. El precepto detrás de este modelo consiste en creer que la innovación viene de abajo, la pertinencia se define arriba; el desarrollo se hace abajo, la producción se organiza arriba.
Esto es aplicable para todo tipo de actividad. Por supuesto, aplica más para las prácticas que operan con singularidades, como es el caso de las actividades médica, educativa o artística. La enfermedad, el aprendizaje y la apreciación son irreductiblemente individuales. La administración es necesaria para apoyar la tarea, no para su ejecución específica, y no toda administración tiene que ser intrusiva.
Segundo ejemplo. El ministro de educación de Portugal contó esta semana que una de las medidas en su país era darles a los niños “cada día dos horas gratuitas y voluntarias de extraescolares, para aprender un instrumento, otra lengua o ir a un club de ciencia” (“No hay que ser impositivos: cuando confías en las escuelas, responden”, El País, 18.04.19). Portugal es uno de los milagros educativos de Europa, el otro, Finlandia, también se basa en menos tiempo en el aula y, también, menos trabajo en la casa.
El Colombiano, 21 de abril.
La confianza es indispensable en un mundo cada vez más fragmentado y complejo. La soberbia del racionalismo consistió en creer que era posible conocer el universo, determinar lo que era bueno para el mundo y el individuo y elaborar fórmulas generales para lograr la felicidad. Con el ascenso del racionalismo llegaron las utopías y con las utopías las catástrofes. De la complejidad y variabilidad de los asuntos humanos solo pueden dar cuenta humanos singulares, preferiblemente asociados en grupos muy pequeños y unidos por la experiencia y el sentido. Un pequeño equipo sabrá resolver mejor un problema que la dirección de la organización; una organización lo hará mejor que un ministerio.
Apelo a dos ejemplos. El primero es Silicon Valley, algunas de cuyas empresas y universidades tuve oportunidad de visitar hace dos años. El centro de la innovación mundial. Las empresas de punta en esta zona de California les dan a sus trabajadores el 30% del tiempo laboral para que exploren proyectos individuales. En el caso de Google es un día de la semana. Al tercer mes, un supervisor se informa del proyecto y lo evalúa, y a renglón seguido puede autorizar más exploración, cambio o adoptarlo para la organización. El precepto detrás de este modelo consiste en creer que la innovación viene de abajo, la pertinencia se define arriba; el desarrollo se hace abajo, la producción se organiza arriba.
Esto es aplicable para todo tipo de actividad. Por supuesto, aplica más para las prácticas que operan con singularidades, como es el caso de las actividades médica, educativa o artística. La enfermedad, el aprendizaje y la apreciación son irreductiblemente individuales. La administración es necesaria para apoyar la tarea, no para su ejecución específica, y no toda administración tiene que ser intrusiva.
Segundo ejemplo. El ministro de educación de Portugal contó esta semana que una de las medidas en su país era darles a los niños “cada día dos horas gratuitas y voluntarias de extraescolares, para aprender un instrumento, otra lengua o ir a un club de ciencia” (“No hay que ser impositivos: cuando confías en las escuelas, responden”, El País, 18.04.19). Portugal es uno de los milagros educativos de Europa, el otro, Finlandia, también se basa en menos tiempo en el aula y, también, menos trabajo en la casa.
El Colombiano, 21 de abril.
lunes, 15 de abril de 2019
Inflación administrativa
Un estudio de McKinsey Global Institute —una de las más reputadas consultoras en asuntos organizacionales— concluyó que los empleados de las empresas están dedicando hoy el 61% de su tiempo a administrar su trabajo y, quizás, menos del 39% restante a hacerlo (Thomas Oppong, “25 Productivity Principles Will Change How You Work Forever”, The Mission, 09.02.19). Mckinsey es útil para proporcionar la cifra y como criterio de autoridad para hacer una afirmación sobre algo que ya sabíamos.
La sociedad contemporánea —lo había dicho Gilles Deleuze (1925-1995)— es una sociedad de control. El control es numérico, modular, de variación continua, ilimitado, funciona a partir de contraseñas (lo dijo antes de la aparición de internet); en la sociedad de control no hay individuo ni masa, solo datos. Las instituciones dedicadas a la elaboración de parámetros se han multiplicado y las normas que producen ya son miles (solo ISO ha elaborado cerca de 20 mil). Las organizaciones y las personas no estamos sujetas solo a las leyes de Dios y del Estado, también a las de centenares de certificadores. Intente ponerle el servicio eléctrico a una casa nueva para que vea la cantidad de permisos y condiciones impuestas, incluso en su dormitorio.
Por supuesto, el control se opone a la libertad. Pero también se opone a la creación y a la innovación. Cuando Frederick Taylor (1856-1915) se preguntó cómo hacer eficiente cada segundo y cada movimiento de un trabajador hasta hoy, el problema era obtener los mayores rendimientos posibles de la convergencia entre electricidad y mecánica. La paradoja actual es hablar de creatividad e innovación en medio de una sociedad de control o, peor, en una que combina control con disciplina.
Decía Deleuze que el animal representativo de la sociedad de control es la serpiente. Pensaba en sus anillos; puede pensarse también en el uróboros, la serpiente que se muerde la cola, símbolo entre otras cosas de los esfuerzos inútiles, de los trabajos que se cancelan mutuamente. Se trabaja durante dos terceras partes de la jornada para decir qué hacemos, cómo hacemos y cómo evaluamos en el tercio restante. La actividad laboral se acrecienta en lo que tiene de fatiga y se empobrece en lo que tiene de productiva. Es la preocupación de McKinsey, productividad y competitividad.
Para uno, simple profesional, animal laborans, la angustia es otra. Poder desplegar la personalidad en la tarea. Antes se creía que este era el privilegio de las profesiones liberales, del médico, el maestro, el artista. Ya no es cierto y, por lo que veo, entre los médicos se están dando las reflexiones más profundas sobre el tema. El médico corporativo ya perdió la consulta como espacio soberano; a los maestros nos queda, amenazada, el aula; al artista, en muchos casos, solo la mano sujeta al gusto y al dictado de quien paga.
El Colombiano, 14 de abril
La sociedad contemporánea —lo había dicho Gilles Deleuze (1925-1995)— es una sociedad de control. El control es numérico, modular, de variación continua, ilimitado, funciona a partir de contraseñas (lo dijo antes de la aparición de internet); en la sociedad de control no hay individuo ni masa, solo datos. Las instituciones dedicadas a la elaboración de parámetros se han multiplicado y las normas que producen ya son miles (solo ISO ha elaborado cerca de 20 mil). Las organizaciones y las personas no estamos sujetas solo a las leyes de Dios y del Estado, también a las de centenares de certificadores. Intente ponerle el servicio eléctrico a una casa nueva para que vea la cantidad de permisos y condiciones impuestas, incluso en su dormitorio.
Por supuesto, el control se opone a la libertad. Pero también se opone a la creación y a la innovación. Cuando Frederick Taylor (1856-1915) se preguntó cómo hacer eficiente cada segundo y cada movimiento de un trabajador hasta hoy, el problema era obtener los mayores rendimientos posibles de la convergencia entre electricidad y mecánica. La paradoja actual es hablar de creatividad e innovación en medio de una sociedad de control o, peor, en una que combina control con disciplina.
Decía Deleuze que el animal representativo de la sociedad de control es la serpiente. Pensaba en sus anillos; puede pensarse también en el uróboros, la serpiente que se muerde la cola, símbolo entre otras cosas de los esfuerzos inútiles, de los trabajos que se cancelan mutuamente. Se trabaja durante dos terceras partes de la jornada para decir qué hacemos, cómo hacemos y cómo evaluamos en el tercio restante. La actividad laboral se acrecienta en lo que tiene de fatiga y se empobrece en lo que tiene de productiva. Es la preocupación de McKinsey, productividad y competitividad.
Para uno, simple profesional, animal laborans, la angustia es otra. Poder desplegar la personalidad en la tarea. Antes se creía que este era el privilegio de las profesiones liberales, del médico, el maestro, el artista. Ya no es cierto y, por lo que veo, entre los médicos se están dando las reflexiones más profundas sobre el tema. El médico corporativo ya perdió la consulta como espacio soberano; a los maestros nos queda, amenazada, el aula; al artista, en muchos casos, solo la mano sujeta al gusto y al dictado de quien paga.
El Colombiano, 14 de abril
lunes, 8 de abril de 2019
Empresas cívicas 2
Como decía hace ocho días, las organizaciones deben jugar un papel significativo en el cambio social. Con solo cambiar las fechas de liquidación de nómina, las empresas de un país africano (¿Burundi?) lograron que sus trabajadores le dieran prelación al pago de la matrícula de los hijos; un acuerdo entre un intermediario financiero, locales comerciales y el metro de Londres ha permitido descongestionar el trasporte masivo en las horas pico. Son ejemplos de lo que una organización puede hacer para contribuir a la solución de problemas nacionales o locales, sin recurrir a las prohibiciones, los mandatos u otro tipo de regulaciones.
La reciente emergencia ambiental de Medellín dejó perplejas a la mayoría de, por no decir a todas, las organizaciones significativas de la ciudad. En condiciones similares, París o Santiago hubieran cancelado clases en las instituciones educativas durante varios días. ¿Por qué nuestras entidades no lo hicieron? Seguro, por simple inercia. Pero se hubiera podido. Las empresas —donde se habla de teletrabajo todos los días— no acudieron a la promoción del trabajo desde el hogar para aliviar la presión sobre la calidad del aire. Sabiendo que tenemos una estacionalidad riesgosa en marzo y octubre, ¿por qué no adecuar los calendarios escolares y otras actividades masivas, como parte de una iniciativa privada?
Si las autoridades públicas no se atreven a tocar a los Centros de Diagnóstico Automotor, ni a los trasportadores con los vehículos más contaminantes, las organizaciones privadas podrían. Bastaría con establecer tarifas diferenciales para los distribuidores —de bebidas, por ejemplo— incentivando a quienes utilicen los medios más eficientes desde el punto de vista ambiental. Algo similar podríamos decir de lo que pueden hacer los comerciantes con las recuas de motociclistas que operan como domiciliarios.
Cosa análoga sucede con el problema de la movilidad. Según el estudio INRIX 2018, Medellín tiene la séptima peor movilidad de América Latina. Algunos gremios se oponen a las regulaciones de tránsito a pesar de que se sabe que “la congestión… golpea el crecimiento económico y disminuye nuestra calidad de vida” (“Estas son las ciudades con peor congestión vehicular”, CNN Español, 14.02.19), lo que demuestra que la estupidez no conoce clase social. ¿Por qué casi todos los colegios tienen la misma jornada? ¿Qué pasaría si empezaran una hora más tarde? Sé de empresas que han empezado a cambiar sus políticas de parqueaderos para estimular el trasporte público, aunque cabría preguntar por qué las empresas tienen tantos parqueaderos. Otras organizaciones están procurando la promoción del carro compartido.
Las organizaciones privadas, al margen de lo que hagan o dejen de hacer los alcaldes, deben contribuir a la solución de los problemas de cooperación social (ruido, uso del agua y el espacio público, convivencia, son otros). Si seguimos como vamos en movilidad y aire, Medellín puede perder lo que ha ganado en este siglo.
El Colombiano, 7 de abril
La reciente emergencia ambiental de Medellín dejó perplejas a la mayoría de, por no decir a todas, las organizaciones significativas de la ciudad. En condiciones similares, París o Santiago hubieran cancelado clases en las instituciones educativas durante varios días. ¿Por qué nuestras entidades no lo hicieron? Seguro, por simple inercia. Pero se hubiera podido. Las empresas —donde se habla de teletrabajo todos los días— no acudieron a la promoción del trabajo desde el hogar para aliviar la presión sobre la calidad del aire. Sabiendo que tenemos una estacionalidad riesgosa en marzo y octubre, ¿por qué no adecuar los calendarios escolares y otras actividades masivas, como parte de una iniciativa privada?
Si las autoridades públicas no se atreven a tocar a los Centros de Diagnóstico Automotor, ni a los trasportadores con los vehículos más contaminantes, las organizaciones privadas podrían. Bastaría con establecer tarifas diferenciales para los distribuidores —de bebidas, por ejemplo— incentivando a quienes utilicen los medios más eficientes desde el punto de vista ambiental. Algo similar podríamos decir de lo que pueden hacer los comerciantes con las recuas de motociclistas que operan como domiciliarios.
Cosa análoga sucede con el problema de la movilidad. Según el estudio INRIX 2018, Medellín tiene la séptima peor movilidad de América Latina. Algunos gremios se oponen a las regulaciones de tránsito a pesar de que se sabe que “la congestión… golpea el crecimiento económico y disminuye nuestra calidad de vida” (“Estas son las ciudades con peor congestión vehicular”, CNN Español, 14.02.19), lo que demuestra que la estupidez no conoce clase social. ¿Por qué casi todos los colegios tienen la misma jornada? ¿Qué pasaría si empezaran una hora más tarde? Sé de empresas que han empezado a cambiar sus políticas de parqueaderos para estimular el trasporte público, aunque cabría preguntar por qué las empresas tienen tantos parqueaderos. Otras organizaciones están procurando la promoción del carro compartido.
Las organizaciones privadas, al margen de lo que hagan o dejen de hacer los alcaldes, deben contribuir a la solución de los problemas de cooperación social (ruido, uso del agua y el espacio público, convivencia, son otros). Si seguimos como vamos en movilidad y aire, Medellín puede perder lo que ha ganado en este siglo.
El Colombiano, 7 de abril
martes, 2 de abril de 2019
lunes, 1 de abril de 2019
Empresas cívicas
Entre los cambios de actitud de la generación del milenio —los nacidos entre 1981 y 2000— uno de los más notables tiene que ver con el objeto de las demandas ciudadanas. Según un estudio reciente, los milénicos esperan más contribuciones sociales por parte de las empresas (The Economist, 03.19). Los miembros de las generaciones anteriores esperamos más del Estado. Esta tensión no es nueva. La crisis del Estado de Bienestar mostró que el Estado moderno podía fracasar tanto por exceso como por defecto.
La discusión sobre las contribuciones de las empresas es un poco más antigua. Antes de que emergiera la llamada “cuestión social” el enfoque dominante era que las empresas solo se debían a sus propietarios y que la creación de riqueza por sí misma era una contribución suficiente a la sociedad. La cuestión social marcó las discusiones y los conflictos en Europa en el siglo XIX: los políticos radicales, los sindicatos y la Iglesia católica confluyeron en la visión de que las empresas tenían obligaciones especiales con los trabajadores y sus familias. Esta controversia encontró una solución exitosa en la creación de la Organización Internacional del Trabajo, hace 100 años (un centenario que no debería pasarse por alto) y, en Colombia, con la legislación laboral de Ospina Pérez y el invento de las cajas de compensación.
Cuando comenzó la ilusión liberal, tras las reformas radicales de Thatcher y el colapso soviético, el concepto de responsabilidad social empresarial adquirió especial fuerza. La idea básica es un desarrollo de la convicción de que las condiciones del entorno inmediato de la empresa son un factor crítico para su sostenibilidad y eficiencia. En otras palabras, invertir en el bienestar de las comunidades con las que se comparte localización y sociabilidad se revierte positivamente en los rendimientos. Ignoro balances del impacto de esta estrategia; lo cierto es que el resultado global es poco halagüeño: una brecha social más grande y más gente más inconforme.
Una idea que debería adquirir relevancia en el corto plazo les pide a las empresas que jueguen un papel significativo en el cambio social. No estamos hablando del cambio en los niveles macro de la sociedad y las instituciones públicas. Se trata del cambio en el comportamiento micro, no individual, de grupos de personas como empleados, proveedores, quizá clientes. Las organizaciones pueden y deben orientar el cambio comportamental de quienes conforman sus grupos de interés; pueden y deben hacerlo respetando las libertades individuales y mostrando, a la vez alternativas razonables y compatibles con diversos estilos de vida. Sobre este tema, la profesora Cristina Bicchieri compartió sus tesis con grupos interesados de Sura, Comfama y la Universidad Eafit. El subtítulo de su libro es elocuente: “Cómo unas pocas personas pueden cambiar los comportamientos de toda una sociedad”. Con menos plata, más intención, mejores ideas, quizás haya mejores resultados.
El Colombiano, 31 de marzo
La discusión sobre las contribuciones de las empresas es un poco más antigua. Antes de que emergiera la llamada “cuestión social” el enfoque dominante era que las empresas solo se debían a sus propietarios y que la creación de riqueza por sí misma era una contribución suficiente a la sociedad. La cuestión social marcó las discusiones y los conflictos en Europa en el siglo XIX: los políticos radicales, los sindicatos y la Iglesia católica confluyeron en la visión de que las empresas tenían obligaciones especiales con los trabajadores y sus familias. Esta controversia encontró una solución exitosa en la creación de la Organización Internacional del Trabajo, hace 100 años (un centenario que no debería pasarse por alto) y, en Colombia, con la legislación laboral de Ospina Pérez y el invento de las cajas de compensación.
Cuando comenzó la ilusión liberal, tras las reformas radicales de Thatcher y el colapso soviético, el concepto de responsabilidad social empresarial adquirió especial fuerza. La idea básica es un desarrollo de la convicción de que las condiciones del entorno inmediato de la empresa son un factor crítico para su sostenibilidad y eficiencia. En otras palabras, invertir en el bienestar de las comunidades con las que se comparte localización y sociabilidad se revierte positivamente en los rendimientos. Ignoro balances del impacto de esta estrategia; lo cierto es que el resultado global es poco halagüeño: una brecha social más grande y más gente más inconforme.
Una idea que debería adquirir relevancia en el corto plazo les pide a las empresas que jueguen un papel significativo en el cambio social. No estamos hablando del cambio en los niveles macro de la sociedad y las instituciones públicas. Se trata del cambio en el comportamiento micro, no individual, de grupos de personas como empleados, proveedores, quizá clientes. Las organizaciones pueden y deben orientar el cambio comportamental de quienes conforman sus grupos de interés; pueden y deben hacerlo respetando las libertades individuales y mostrando, a la vez alternativas razonables y compatibles con diversos estilos de vida. Sobre este tema, la profesora Cristina Bicchieri compartió sus tesis con grupos interesados de Sura, Comfama y la Universidad Eafit. El subtítulo de su libro es elocuente: “Cómo unas pocas personas pueden cambiar los comportamientos de toda una sociedad”. Con menos plata, más intención, mejores ideas, quizás haya mejores resultados.
El Colombiano, 31 de marzo
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