Agoniza Ernesto Cardenal, el poeta nicaragüense que se hizo sacerdote y vivió aquí, en el seminario de La Ceja. Las agencias de prensa informan exhibiendo una foto del momento en que Juan Pablo II lo amonesta en el aeropuerto de Managua mientras Cardenal está de rodillas, feliz de ver al papa. Wojtyla —el más político de los papas— lo castigó por haber apoyado la revolución nicaragüense —la más católica de las revoluciones. (Francisco acaba de rehabilitarlo.) Desde hace años, el sátrapa Ortega condenó al cura poeta por haber traicionado su régimen.
Traidor y traicionado Cardenal, como Judas, el más interesante de los personajes de La última cena. A él dedicó su última novela Amos Oz, en un juego de tres historias. El escritor israelí había dicho: “Me han llamado muchas veces traidor pero para mí es una muestra de excelencia”. Su reivindicación de Judas está a medio camino entre la ópera rock de Tim Rice (solo obedecía a un plan divino) y la interpretación de John Donne (que, según Borges, lo absuelve porque la crucifixión fue suicidio).
La descollante pensadora alemana de origen judío Hannah Arendt padeció el estigma de la traición porque se atrevió concluir que el nazi Adolf Eichman era un personaje anodino que no mostraba una maldad personal sino fidelidad burocrática. Sus amigos cercanos le dieron la espalda, como se ve en la película de Margarethe von Trotta (2012) y como se nota en los juicios que dieron sobre ella intelectuales judíos de la talla de Berlin, Hobsbawm o Steiner.
El pensador marxista italiano Antonio Negri, preso durante varios años por presuntos lazos con el terrorismo, confesó, en 2006, que a su retorno a Francia como conferencista a sus 71 años había sido recibido por los estudiantes radicales de París en medio de gritos e insultos que lo tildaban de vendido y traidor, rabia que aumentó cuando pidió votar por otro Sí al proyecto europeo. Negri no se enorgulleció de la situación, le pareció extraña y vulgar (La fábrica de porcelana, 2008).
Cuando Cardenal vino a Colombia había acabado de traducir, con su compatriota José Coronel Urtecho, unos poemas de Ezra Pound. Este, como se sabe, había sido condenado por el gobierno de Estados Unidos por el delito de traición debido a su apoyo al régimen de Benito Mussolini durante la guerra. Cardenal calificó la postura de Pound como crimen, en una frase, y dedicó el resto de su prólogo a elogiar en Pound no solo al poeta sino al pensador social. Nada de enterrar a la persona con alguno de sus malos actos.
En un pasaje de El camino de Ida, Ricardo Piglia se pregunta si la traición puede ser elogiada. Mi punto es: ¿Por qué la traición no tiene derecho a la palabra y a la lealtad no se le pide justificación?
El Colombiano, 24 de febrero
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