Un dos de febrero, hace un siglo, se puso la primera piedra. Pocos se detienen a pensar en el significado de una primera piedra; en cuánto cielo hay que mover para ponerla. Y en este caso particular, en cuántas voluntades hay que hacer concordar para poner esa piedra en un pequeño valle remoto de la cordillera occidental, que es como un balcón desde el que se miran una decena de alminares de basalto de los Farallones del Citará.
No es fácil reconstruir los detalles de los actos individuales y colectivos que movieron y clavaron esa piedra. Piedra real, no metafórica, y ya piedra mítica. Sabemos que la primera piedra constituye el final de muchos trabajos: de la preparación de un terreno, del perfeccionamiento de un proyecto empresarial, de la admiración del diseño, el plan y los cálculos. Esto último se lo debemos a un hermano salesiano.
Giovanni Buscaglione, un arquitecto italiano, tal vez piamontés, nacido en 1874, fue el encargado de plasmar su estética gótica, sus claves herméticas y su tradición cristiana en el templo de Jardín. Buscaglione también dejó su huella en Villanueva en Medellín, La Candelaria en Bogotá, Barichara y otras localidades colombianas, italianas y turcas. No es la única presencia europea. El canónico santoral de personajes asiáticos reposa sobre un altar marmóreo fabricado en Italia y bajo un par de campanas de buen hierro alemán. Cómo cruzaron estos objetos el Atlántico, subieron el Magdalena, pasaron al Cauca y subieron hasta las fuentes del San Juan, no se sabe. Fitzcarraldo puede darnos una idea.
El sacerdote Juan Nepomuceno Barrera se encargó de que los trazos de Buscaglione se convirtieran en el sueño de una comunidad. Durante veinte años, el padre Barrera hizo que la fe arraigara en un proyecto arquitectónico y que las oraciones se permutaran por jornadas de trabajo. Centenares de jardineños de la primera y la segunda generación, nuestros abuelos y bisabuelos, subieron a la montaña a cortar roca volcánica, se sentaron en el parque a labrarla y organizaron caravanas de arrieros para hacer converger la madera con el oro y la caliza con la arena. Todos los pobladores dedicaron los esfuerzos que sobraban de la simple subsistencia a construir su casa común.
Se dice que el templo se terminó en 1940. La piedra es más dinámica de lo que se cree; siendo eterna, la fe también es cotidiana. En los años ochenta, la tierra fracturó las paredes y la guerra convirtió sus torres en atalayas. A lo largo del tiempo se cambiaron miles de piedras, tejas y mosaicos, las torres se alivianaron con aluminio. Ingresó la iconografía sacra, la más reciente de ellas la santa Laura Montoya, obra del artista Felipe Giraldo. Por el Estado se hizo patrimonio nacional y por El Vaticano basílica; nuestra, por la memoria de los ancestros.
El Colombiano, 11 de febrero
Fotografía: Javier Jaramillo
1 comentario:
"Un pedazo de Italia escondido en el agrio riñón de los Andes"
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