Después de publicada la columna anterior sobre el tema de los contratistas han pasado algunas cosas y he recibido algunos comentarios razonados, cosa rara en estos tiempos de iracundia, irreflexión y tozudez.
Empiezo por las reflexiones. El colega Santiago Leyva, de la Universidad Eafit, me hizo un apunte sobre una preocupación que le ronda hace tiempos y que tiene que ver con la acumulación de conocimiento y la construcción de capacidades en el sector público. El sistema de contratación vigente en el país impide que eso ocurra; el aprendizaje es un valor añadido que gana el contratista y que se convierte en un factor de negociación y presión sobre los entes oficiales.
Otro profesional me señaló el asunto de la rotación excesiva en los cargos de nivel gerencial, no solo en la administración sino también en las empresas comerciales e industriales del Estado. “Como cambian de gerente, también cambian muchos puestos técnicos de alto nivel, al punto de que ya los funcionarios de carrera, prácticamente no pueden llegar a las grandes gerencias porque estas se han vuelto más políticas que otra cosa quitándoles eficiencia a las empresas”, me escribió.
Hablé de la pérdida de poder simbólico del Estado. El personalismo de los gobernantes lleva a que quede la idea de lo bueno lo hizo fulano, lo malo el Estado (o viceversa si habla la oposición). Y sirve para la más inútil de las contrataciones de hoy: la papelería de las administraciones. Porque ya no importa la administración sino el fulano a cargo. Cada cuatro años cambio de foto, de lema y de colores. ¿Cuánto vale? ¿Qué proporción del presupuesto de un pequeño municipio se pierde en este contrato?
El presidente Santos acabó de echar al director de Colciencias César Ocampo. En entrevista reciente (“Colciencias debería ser una entidad libre de clientelismo”, El Tiempo, 16.01.17), Ocampo señaló que en la entidad “se habían delegado competencias en materia de contratación y toma de decisión a la subdirección general y a la secretaría general” y que eso permitió irregularidades como la contratación de “personas con formación de bachiller o técnico con honorarios de hasta 5 millones de pesos, y otras, con formación de doctorado, con honorarios de un rango similar”. Ocampo quería hacerse cargo, pues era su responsabilidad, pero el Presidente no quiso ceder la máquina contratante.
Se cayó el puente de Chirajara en la vía Bogotá-Villavicencio, a cargo de una empresa propiedad del único amigo fiel de Santos, Luis Carlos Sarmiento, quien llegó a la infraestructura como contratista neófito. La obra era un puente de 440 metros de longitud que no lo hace cualquiera. Con la idea de que si hay plata y hay contrato se puede hacer cualquier cosa, se elabora la filosofía del contratismo. Esperemos a ver quién lo paga y a quién contratan para volverlo a hacer.
El Colombiano, 21 de enero.
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