Es un rompecabezas fétido. Primero el cemento, después los tarjetones, siguieron las togas. Primero fue Odebrecht en un caso directamente relacionado con su actividad económica, la construcción de obras de infraestructura. Después Odebrecht, de modo más tangencial, en un proyecto político que garantizaba no tanto la elección de unos congresistas sino de un presidente de la república. Después poco o nada de Odebrecht; la conjura de magistrados de la Corte Suprema de Justicia para poner el Estado a su servicio.
El caso de las carreteras carece de interés. Se trata de un asunto de ladrones: funcionarios de segundo nivel cuya valía era estar cerca de los centros de decisión, algunos ministerios, la Agencia Nacional de Infraestructura, la Casa de Nariño, por supuesto. Altos puestos, apellidos lustrosos de todo el país, pero simples ladrones.
El caso de Bernardo Elías es un poco más sofisticado pero se trata de algo que ya sabíamos. La investigadora Gloria Isabel Ocampo había ilustrado el funcionamiento de esas maquinarias políticas en su libro Poderes regionales, clientelismo y Estado. Etnografía del poder y la política en Córdoba (2014). ¿Cómo funciona la cosa? Gracias a un dispositivo de repartición de recursos creado a comienzos del siglo se les entregan los cupos indicativos –la “mermelada”– a unos políticos regionales que luego los convierten en dinero para comprar votos y elegir y reelegir (en este caso) a los poderes del centro. Ese mecanismo ya había sido documentado por los politólogos. Véase, por ejemplo, el trabajo de Fabio Sánchez y Mónica Pachón de 2013, que ocupaba del efecto de la mermelada sobre el esfuerzo fiscal.
El caso de los tres magistrados de la Corte Suprema de Justicia es otra cosa porque muestra cómo en poco tiempo la corrupción logró lo que las Farc no pudieron en medio siglo: doblegar el Estado de Derecho. Porque esos magistrados usaron la Corte para favorecer a los clientes de socios cercanos, atacar a la oposición política y entregarle la independencia de la rama judicial al congreso y al ejecutivo. En Bogotá todo el mundo sabía que Leonidas Bustos era el hombre del presidente de la república dentro la justicia.
El rompecabezas está armado. Debe faltar una pieza porque es improbable que la mezcla de carreteras y votos no toque a Germán Vargas Lleras. Pero esa ausencia no altera la conclusión acerca de cuál es el centro de este torbellino.
Recuerdo una litografía de Escher de 1956. El artista holandés intentó hacer converger tres planos figurativos que se curvan hacia el centro y no lo logró. Con honestidad dejó el centro limpio y puso allí su firma y la fecha. Varias décadas después un grupo de matemáticos resolvió esa convergencia. En este caso no hay misterio ni desafío mental: en ese vórtice blanco puede escribirse “Juan Manuel Santos”. Santos, un “hombre de bien”.
El Colombiano, 27 de agosto
lunes, 28 de agosto de 2017
lunes, 21 de agosto de 2017
Círculo vicioso
Acaba de publicarse un informe sobre prevalencia del virus de inmunodeficiencia humana VIH, asociado con el sida. Los datos para Colombia ponen a Medellín en el primer lugar en cuanto a prevalencia o porcentaje de la población afectada. Medellín encabeza el listado nacional de ciudades con una diferencia amplia, de un quinto, sobre Bogotá y Cali (“El VIH sigue latente en Medellín, El Colombiano, 11.08.17). Cuando uno mira los datos del Observatorio de Drogas de Colombia –adjunto al Ministerio de Justicia– se encuentra con que Medellín también encabeza la lista en cuanto a prevalencia en el consumo de alcohol, por encima de Bogotá y Barranquilla (Atlántico). En cuanto a consumo de cocaína, Medellín supera en un 50% al Atlántico, más que duplica a Cali y triplica a Bogotá. Las cosas son iguales en cuanto mariguana y tabaco. Ojo, es Medellín no Antioquia (excepto en el caso de la coca). No tengo a la mano información sobre otras adicciones como los juegos de azar, pero la situación no debe ser muy distinta viéndose, como se ve, la prosperidad de los casinos y los establecimientos con máquinas tragamonedas.
No se trata de números pequeños. La prevalencia por alcohol afecta al 40% de Medellín y el área metropolitana, la de tabaco al 20%, mariguana casi al 8%. No son anormales. Habitualmente son personas que tienen familia, trabajan, sin diferencias notables en cuanto a género, aunque parece que, de nuevo, son los jóvenes la población más vulnerable. El cuadro completo permite afirmar que, en Colombia, Medellín es la capital del vicio. Siendo así, las explicaciones de la violencia intrafamiliar, la accidentalidad de tránsito y gran parte de los homicidios se amplían; lo mismo que la proliferación de bienes y servicios para satisfacer a una población obsesiva, que van desde el licor adulterado hasta todas las formas de prostitución.
A su vez, Medellín se muestra públicamente como una ciudad pacata y conservadora. Mientras los ciudadanos manifiestan el mayor disgusto sobre los drogadictos y alcohólicos, considerándolos los más indeseables como vecinos (datos de “Medellín cómo vamos”); las autoridades civiles y las jerarquías privadas se obsesionan con mantener reglamentos puritanos; y la prensa con vender beatos y santos. Medellín es viciosa pero esquizoide y negacionista. Sépase que el asceta es un incontinente, un adicto, castigado.
Lo curioso del caso es que no nos hemos dado cuenta de que nuestra forma puritana y represiva de encarar el vicio es un fracaso. Todas y cada una de estas adicciones vienen creciendo paulatinamente en el valle de Aburrá. Y cada punto o décima de crecimiento en las estadísticas es un fracaso para las instituciones públicas, los establecimientos educativos, las iglesias y las familias. Seguir esta línea irreflexiva no resuelve nada, lo empeora. Alguien (con más influencia que un columnista) debe poner esta discusión en la agenda pública.
El Colombiano, 20 de agosto
No se trata de números pequeños. La prevalencia por alcohol afecta al 40% de Medellín y el área metropolitana, la de tabaco al 20%, mariguana casi al 8%. No son anormales. Habitualmente son personas que tienen familia, trabajan, sin diferencias notables en cuanto a género, aunque parece que, de nuevo, son los jóvenes la población más vulnerable. El cuadro completo permite afirmar que, en Colombia, Medellín es la capital del vicio. Siendo así, las explicaciones de la violencia intrafamiliar, la accidentalidad de tránsito y gran parte de los homicidios se amplían; lo mismo que la proliferación de bienes y servicios para satisfacer a una población obsesiva, que van desde el licor adulterado hasta todas las formas de prostitución.
A su vez, Medellín se muestra públicamente como una ciudad pacata y conservadora. Mientras los ciudadanos manifiestan el mayor disgusto sobre los drogadictos y alcohólicos, considerándolos los más indeseables como vecinos (datos de “Medellín cómo vamos”); las autoridades civiles y las jerarquías privadas se obsesionan con mantener reglamentos puritanos; y la prensa con vender beatos y santos. Medellín es viciosa pero esquizoide y negacionista. Sépase que el asceta es un incontinente, un adicto, castigado.
Lo curioso del caso es que no nos hemos dado cuenta de que nuestra forma puritana y represiva de encarar el vicio es un fracaso. Todas y cada una de estas adicciones vienen creciendo paulatinamente en el valle de Aburrá. Y cada punto o décima de crecimiento en las estadísticas es un fracaso para las instituciones públicas, los establecimientos educativos, las iglesias y las familias. Seguir esta línea irreflexiva no resuelve nada, lo empeora. Alguien (con más influencia que un columnista) debe poner esta discusión en la agenda pública.
El Colombiano, 20 de agosto
lunes, 14 de agosto de 2017
Muertos sin importancia
Ya pasó el escándalo por las declaraciones del General Óscar Gómez, comandante de la Policía Metropolitana. Pasó porque, de manera sensata, reconoció su yerro y pidió excusas (ya quisiéramos que las autoridades civiles hicieran lo mismo, ante casos similares). Un lapsus de estos es comprensible ante una presión por resultados que no siempre está bien acompañada por la acción de otras autoridades como la Fiscalía o la justicia. También en medio de un sobredimensionamiento de la seguridad y de un debilitamiento de una visión estratégica y renovada.
El General Gómez dijo lo que no debió haber dicho: “Aquí a la gente de bien no la asesinan, a los que están matando son aquellos que tienen problemas judiciales” (“General Gómez se disculpó por declaraciones sobre homicidios en Medellín”, El Colombiano, 09.08.17). Y estoy seguro de que ese no es su pensamiento ni el de la institución. Pero –siendo francos– es el pensamiento de muchas personas en Medellín y en Colombia, a juzgar por sus actitudes y prioridades.
No se trata de una distinción entre buenos y malos, se trata de la discriminación de siempre entre “ricos” –realmente clase media alta– y pobres. Todos los estudios de valores en Colombia apuntan a que la principal discriminación que existe en el país y en Medellín es contra los pobres. Las discriminaciones que tienen prensa y dolientes son otras: mujeres, inclinaciones sexuales, raza; pero la más importante es la discriminación social. La homosexualidad, feminidad o negritud siempre se arreglan con plata.
En materia de seguridad esta discriminación es palmaria. Como lo mostré en un estudio hace cuatro años la principal inequidad que hay en Medellín tiene que ver con el derecho a la vida. Los datos de este año lo corroboran. En 2017, hasta el 7 de agosto, en la comuna El Poblado no ha ocurrido ni un solo homicidio. Cero. El Poblado tiene 130 mil habitantes y me atrevo a decir que no hay un solo municipio colombiano con población superior a 100 mil habitantes sin homicidios en este año. En El Poblado no viven los buenos; de hecho viven casi todos los malos importantes, según las noticias sobre detenciones de capos. Viven las clases altas y medias altas, entre las que hay gente muy buena y alguna muy mala.
Esa inequidad se manifiesta también en la voz, la protesta y el imaginario que proyectan algunas declaraciones oficiales y titulares de prensa. Las redes sociales se conmueven a diario con los robos de celulares en El Poblado mientras los asesinatos en Robledo –la comuna más violenta después del Centro– pasan casi desapercibidos. La espectacularidad en la persecución de ladroncitos y fleteros manda un mensaje retorcido respecto a las prioridades de la política de seguridad. Mientras haya 600 asesinatos anuales en Medellín hablar de cacharros y de plata es una grosería.
El Colombiano, 13 de agosto
El General Gómez dijo lo que no debió haber dicho: “Aquí a la gente de bien no la asesinan, a los que están matando son aquellos que tienen problemas judiciales” (“General Gómez se disculpó por declaraciones sobre homicidios en Medellín”, El Colombiano, 09.08.17). Y estoy seguro de que ese no es su pensamiento ni el de la institución. Pero –siendo francos– es el pensamiento de muchas personas en Medellín y en Colombia, a juzgar por sus actitudes y prioridades.
No se trata de una distinción entre buenos y malos, se trata de la discriminación de siempre entre “ricos” –realmente clase media alta– y pobres. Todos los estudios de valores en Colombia apuntan a que la principal discriminación que existe en el país y en Medellín es contra los pobres. Las discriminaciones que tienen prensa y dolientes son otras: mujeres, inclinaciones sexuales, raza; pero la más importante es la discriminación social. La homosexualidad, feminidad o negritud siempre se arreglan con plata.
En materia de seguridad esta discriminación es palmaria. Como lo mostré en un estudio hace cuatro años la principal inequidad que hay en Medellín tiene que ver con el derecho a la vida. Los datos de este año lo corroboran. En 2017, hasta el 7 de agosto, en la comuna El Poblado no ha ocurrido ni un solo homicidio. Cero. El Poblado tiene 130 mil habitantes y me atrevo a decir que no hay un solo municipio colombiano con población superior a 100 mil habitantes sin homicidios en este año. En El Poblado no viven los buenos; de hecho viven casi todos los malos importantes, según las noticias sobre detenciones de capos. Viven las clases altas y medias altas, entre las que hay gente muy buena y alguna muy mala.
Esa inequidad se manifiesta también en la voz, la protesta y el imaginario que proyectan algunas declaraciones oficiales y titulares de prensa. Las redes sociales se conmueven a diario con los robos de celulares en El Poblado mientras los asesinatos en Robledo –la comuna más violenta después del Centro– pasan casi desapercibidos. La espectacularidad en la persecución de ladroncitos y fleteros manda un mensaje retorcido respecto a las prioridades de la política de seguridad. Mientras haya 600 asesinatos anuales en Medellín hablar de cacharros y de plata es una grosería.
El Colombiano, 13 de agosto
lunes, 7 de agosto de 2017
Sergio Jaramillo
La gratitud no es propiamente uno de los rasgos de la personalidad colombiana. Escasean en Colombia las gracias, las excusas y el ofrecimiento de disculpas. El hombre de la calle debe pensar que ahí radica parte de su altivez y dignidad cuando es precisamente lo contrario: mezquindad y complejo de inferioridad. Hoy, cuando la desmovilización y el desarme de la Farc son una realidad, hay que recordar a las personas que llevaron a cabo esa tarea tormentosa y difícil.
Fue un grupo de gente al que conocí, in situ, sentados en la mesa de diálogos, siguiendo el rito glacial de la negociación y soportando la incomprensión de la mayoría. Desde el primer día vi el coraje del general Jorge Mora, la prudencia del general Oscar Naranjo, la paciencia de Humberto de la Calle, el pulso de Sergio Jaramillo y el compromiso de todos. Después llegó Gonzalo Restrepo con su sentido práctico. Se van a cumplir un año del primer acuerdo y dos meses de la desaparición de las Farc y no he visto el primer reconocimiento, social y sonoro, a estos gestores del acuerdo.
Digo esto a propósito de la salida de Sergio Jaramillo de su cargo como Alto Comisionado para la Paz. Puede pensarse ahora que toda la evidente mala leche que nos rodea se debe a la polarización política; es probable. A Luis Carlos Restrepo que gestionó el desarme paramilitar le fue peor que a Jaramillo de cuenta de muchos pacifistas de última hora y de la parcialidad de nuestra justicia. Pero cuando se pronuncia el nombre de Rafael Pardo, todos ven al oscuro funcionario y nadie recuerda al comisionado que estuvo al frente de cuatro procesos exitosos entre 1990 y 1994. Creo que gratitud se le debe también a los que fracasaron desde Carlos Lleras en 1981 hasta Camilo Gómez en 2002.
A Jaramillo le queda la satisfacción de una obra llevada a cabo con claridad y convicción. No sé qué más le quede. Desde Platón en Siracusa a todos los filósofos les ha ido mal cerca del poder. A Jaramillo, que estudió filosofía, primero lo acosaron los congresistas y después lo vapuleó el propio Presidente. No es un secreto que hace más de dos años Santos le había entregado el manejo de la negociación a un grupo de recién llegados y que sacó a la oficina del Alto Comisionado de la implementación. Que el remplazo de Sergio Jaramillo sea Rodrigo Rivera lo dice todo.
Es momento de hacerle un reconocimiento a ese grupo de personas que se fueron a Cuba pensando en el bienestar y en el futuro del país. Sin buscar glorias. Ellos ya sabían cómo les había ido a sus antecesores. Sergio Jaramillo fue el último en salir. Gratitud es lo mínimo que le debemos a él y a los demás.
El Colombiano, 6 de agosto
Fue un grupo de gente al que conocí, in situ, sentados en la mesa de diálogos, siguiendo el rito glacial de la negociación y soportando la incomprensión de la mayoría. Desde el primer día vi el coraje del general Jorge Mora, la prudencia del general Oscar Naranjo, la paciencia de Humberto de la Calle, el pulso de Sergio Jaramillo y el compromiso de todos. Después llegó Gonzalo Restrepo con su sentido práctico. Se van a cumplir un año del primer acuerdo y dos meses de la desaparición de las Farc y no he visto el primer reconocimiento, social y sonoro, a estos gestores del acuerdo.
Digo esto a propósito de la salida de Sergio Jaramillo de su cargo como Alto Comisionado para la Paz. Puede pensarse ahora que toda la evidente mala leche que nos rodea se debe a la polarización política; es probable. A Luis Carlos Restrepo que gestionó el desarme paramilitar le fue peor que a Jaramillo de cuenta de muchos pacifistas de última hora y de la parcialidad de nuestra justicia. Pero cuando se pronuncia el nombre de Rafael Pardo, todos ven al oscuro funcionario y nadie recuerda al comisionado que estuvo al frente de cuatro procesos exitosos entre 1990 y 1994. Creo que gratitud se le debe también a los que fracasaron desde Carlos Lleras en 1981 hasta Camilo Gómez en 2002.
A Jaramillo le queda la satisfacción de una obra llevada a cabo con claridad y convicción. No sé qué más le quede. Desde Platón en Siracusa a todos los filósofos les ha ido mal cerca del poder. A Jaramillo, que estudió filosofía, primero lo acosaron los congresistas y después lo vapuleó el propio Presidente. No es un secreto que hace más de dos años Santos le había entregado el manejo de la negociación a un grupo de recién llegados y que sacó a la oficina del Alto Comisionado de la implementación. Que el remplazo de Sergio Jaramillo sea Rodrigo Rivera lo dice todo.
Es momento de hacerle un reconocimiento a ese grupo de personas que se fueron a Cuba pensando en el bienestar y en el futuro del país. Sin buscar glorias. Ellos ya sabían cómo les había ido a sus antecesores. Sergio Jaramillo fue el último en salir. Gratitud es lo mínimo que le debemos a él y a los demás.
El Colombiano, 6 de agosto
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