No sin razón en Colombia vivimos pendientes de las calamidades que ocasionan los grupos armados ilegales, calamidades que en el último año se reducen a los actos del Eln y de las bandas criminales. Vivimos en la inercia de la sangre y reducimos ilegalidad a crimen violento y poder a uso de las armas. Por esta vía, distorsionamos la percepción exagerando los daños de unos e ignorando los de otros.
Hace cinco años, a propósito de los hechos de La Gabriela que dejaron 80 muertos y 222 damnificados, describí (perdón por la cita) “el proceso que permite que estas tragedias ocurran. Someramente: el Estado hace una vía (la mal llamada Autopista Medellín-Bogotá); particulares con agallas detectan los predios aledaños y toman posesión de ellos (los finos montan restaurantes, los menos finos lavaderos de carros); los funcionarios del municipio (en este caso Bello) les tramitan licencias sin que hayan demostrado la propiedad; los autorizan a recibir escombros y no controlan el uso del terreno; la comunidad y las autoridades (Corantioquia) alertan a la Alcaldía cada año, durante cinco años, pero puede más la indolencia o la corrupción. Enseguida, la tragedia” (El Colombiano, 06.03.11). ´
Ese párrafo, me parece, solo requiere cambiar Bello por Copacabana y, en el contexto, La Gabriela por El Cabuyal y en el saldo los 80 muertos por los que se acaben de identificar en estos días. Por lo demás, las cosas son casi idénticas. Un líder comunal dijo que “expusimos la alarma varias veces ante las autoridades, porque nos estaban perjudicando con las aguas, pero nadie nos puso cuidado” (El Tiempo, “El deslizamiento era una tragedia anunciada”, 27.10.16). El actual alcalde de Copacabana asegura que “hemos ordenado cierres, hemos detenido personas, y ellos siempre vuelven” (El Colombiano, “Faltó más control en las canteras de El Cabuyal”, 27.0.16).
Devolvámonos un año en el tiempo, al 12 de noviembre del 2015, y volvamos al bendito párrafo de la autocita. Cambiar la carretera por Troncal del Café o, mejor carretera Medellín-Quibdó; en los lugares poner La Huesera y Amagá… ¡Ah!, no olvidar los dos muertos. Lo demás, fue igual, igualitico. Ahora, saltemos adelante. Seis meses. A comienzos de abril. Al llamado paro armado de la llamada banda de Los Urabeños o como les digan ya. Reviso los balances de la prensa, por ejemplo Semana (“Este es el saldo que dejó el paro armado”, 01.04.16), y me pregunto quiénes son más dañinos para la sociedad. El tal paro armado fue una lagaña de mico al lado de los daños económicos y sociales provocados a la comunidad del suroeste antioqueño.
Hoy algunos de los peores ilegales del país son funcionarios públicos que mediante mecanismos corruptos se amangualan con particulares para explotar recursos naturales colectivos para obtener pequeños beneficios a costa de enormes daños a la sociedad toda.
El Colombiano, 30 de octubre.
lunes, 31 de octubre de 2016
miércoles, 26 de octubre de 2016
Nuestro misántropo Nobel
Here’s to you Bob Dylan
A poem for the laurels you win
Allen Ginsberg, 1973
¿Qué podrá rondar por la cabeza del más antipático de los artistas de rock después del 13 de octubre? ¿Qué sentirá el más misántropo de los hombres públicos de nuestro tiempo después del comunicado de la Academia Sueca? ¿Festejará en secreto el señor Robert Zimmerman mientras Bob Dylan refunfuña y maldice? Si no enferma gravemente, si no muere, Bob Dylan irá a Estocolmo. Ya ha pasado por esas… en Asturias, en París, en Nueva York. Una medalla más, un millón adicional; nada nuevo.
Los más jóvenes verán a alguien tan extraño y lejano como fue para mí Yasunari Kawabata en 1968, el primer Nobel de Literatura del que fui consciente. En este siglo el rock ha pasado a ser un gusto marginal en la juventud, y Dylan pertenece a un tiempo tan antiguo que ya se registra en los libros de historia, y hace tantos esfuerzos por mantenerse distante del gran público que este le corresponde con creces. Entonces, verán a un señor muy viejo y malencarado recibir la cajita y el diploma de manos del rey y, si cuentan con suerte, escucharán un discurso desganado.
Muchos sobrevivientes verán a un coetáneo suyo con la nostalgia de quien se mira al espejo y recuerda las emociones de los himnos sobre la libertad, la paz y el cambio social compuestos por el artista de Minnesota y que sirvieron, se dice, sin intención alguna, de banda sonora a las convulsiones mundiales de los años sesenta. En la mitad está mi generación; la que llegó a la adolescencia cuando los sesenta se habían ido, The Beatles se habían disuelto y Altamont se había llevado la última muestra de inocencia en el rock. Una generación que –como dice Nick Hornby– no es dylanófila, pero tiene suficiente respeto y cultura como para albergar, al menos, una decena de sus discos, algunos libros con las respectivas letras y poco más. Bueno, poco es mucho; no tantos cruzan en tren media Europa occidental para ver al Dylan legendario y quedar sin ganas de volver a verlo el resto de la vida.
Pero, aun así, el Premio Nobel de Literatura del 2016 es nuestro Nobel. Puedo recordar el de 1982 y la emoción de ahora no desmerece la comparación. Nuestro por un asunto menor que no tiene que ver nada con el mérito literario: se le ha hecho al rock el mayor reconocimiento global como arte. Era un secreto a voces, lo dijeron John Cage o García Canclini, pero después de décadas de persecución y subestimación me sentiré más tranquilo hablando con mis amigos intelectuales, forjados en los fuegos de la cultura burguesa. Más aún; se le ha hecho un reconocimiento a la canción popular en general, cuyas líneas sabemos de memoria y no por repetidas dejan de hablarle a nuestras mentes y corazones. Un género al que García Márquez rindió tributos a través de nombres como Rubén Blades o Leandro Díaz. Un género al que Jorge Luis Borges acudió, cuando escribió Para las seis cuerdas, sin que sintiera que se estaba rebajando. A lo mejor desde la alta cultura se empiece a sentir curiosidad por los ganadores del Grammy.
Como los motivos de la Academia Sueca suelen dejar incógnitas y una veces premian obras, otras culturas o solo quieren festejar una lengua, este premio puede tener otra lectura. Reconocer de modo indirecto el peso de la Generación Beat. Al fin y al cabo, si William Burroughs no parecía tan grande o Howl podía ser solo una flor en el desierto, Bob Dylan tiene suficiente ADN proveniente de allí. Hay que esforzarse para encontrar una generación de literatos con similar influencia en la cultura popular.
Es momento de evocar, entre los cultores del rock, a Nick Cave, Leonard Cohen, Lou Reed, Patti Smith, Bruce Springsteen, Tom Waits, por mencionar los vivos; en otros géneros, a Alberto Aguilera, José Barros, Jacques Brel, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Homero Manzi, Vinicius de Moraes, por mencionar solo algunos muertos.
Generación, 23.10.16.
A poem for the laurels you win
Allen Ginsberg, 1973
¿Qué podrá rondar por la cabeza del más antipático de los artistas de rock después del 13 de octubre? ¿Qué sentirá el más misántropo de los hombres públicos de nuestro tiempo después del comunicado de la Academia Sueca? ¿Festejará en secreto el señor Robert Zimmerman mientras Bob Dylan refunfuña y maldice? Si no enferma gravemente, si no muere, Bob Dylan irá a Estocolmo. Ya ha pasado por esas… en Asturias, en París, en Nueva York. Una medalla más, un millón adicional; nada nuevo.
Los más jóvenes verán a alguien tan extraño y lejano como fue para mí Yasunari Kawabata en 1968, el primer Nobel de Literatura del que fui consciente. En este siglo el rock ha pasado a ser un gusto marginal en la juventud, y Dylan pertenece a un tiempo tan antiguo que ya se registra en los libros de historia, y hace tantos esfuerzos por mantenerse distante del gran público que este le corresponde con creces. Entonces, verán a un señor muy viejo y malencarado recibir la cajita y el diploma de manos del rey y, si cuentan con suerte, escucharán un discurso desganado.
Muchos sobrevivientes verán a un coetáneo suyo con la nostalgia de quien se mira al espejo y recuerda las emociones de los himnos sobre la libertad, la paz y el cambio social compuestos por el artista de Minnesota y que sirvieron, se dice, sin intención alguna, de banda sonora a las convulsiones mundiales de los años sesenta. En la mitad está mi generación; la que llegó a la adolescencia cuando los sesenta se habían ido, The Beatles se habían disuelto y Altamont se había llevado la última muestra de inocencia en el rock. Una generación que –como dice Nick Hornby– no es dylanófila, pero tiene suficiente respeto y cultura como para albergar, al menos, una decena de sus discos, algunos libros con las respectivas letras y poco más. Bueno, poco es mucho; no tantos cruzan en tren media Europa occidental para ver al Dylan legendario y quedar sin ganas de volver a verlo el resto de la vida.
Pero, aun así, el Premio Nobel de Literatura del 2016 es nuestro Nobel. Puedo recordar el de 1982 y la emoción de ahora no desmerece la comparación. Nuestro por un asunto menor que no tiene que ver nada con el mérito literario: se le ha hecho al rock el mayor reconocimiento global como arte. Era un secreto a voces, lo dijeron John Cage o García Canclini, pero después de décadas de persecución y subestimación me sentiré más tranquilo hablando con mis amigos intelectuales, forjados en los fuegos de la cultura burguesa. Más aún; se le ha hecho un reconocimiento a la canción popular en general, cuyas líneas sabemos de memoria y no por repetidas dejan de hablarle a nuestras mentes y corazones. Un género al que García Márquez rindió tributos a través de nombres como Rubén Blades o Leandro Díaz. Un género al que Jorge Luis Borges acudió, cuando escribió Para las seis cuerdas, sin que sintiera que se estaba rebajando. A lo mejor desde la alta cultura se empiece a sentir curiosidad por los ganadores del Grammy.
Como los motivos de la Academia Sueca suelen dejar incógnitas y una veces premian obras, otras culturas o solo quieren festejar una lengua, este premio puede tener otra lectura. Reconocer de modo indirecto el peso de la Generación Beat. Al fin y al cabo, si William Burroughs no parecía tan grande o Howl podía ser solo una flor en el desierto, Bob Dylan tiene suficiente ADN proveniente de allí. Hay que esforzarse para encontrar una generación de literatos con similar influencia en la cultura popular.
Es momento de evocar, entre los cultores del rock, a Nick Cave, Leonard Cohen, Lou Reed, Patti Smith, Bruce Springsteen, Tom Waits, por mencionar los vivos; en otros géneros, a Alberto Aguilera, José Barros, Jacques Brel, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Homero Manzi, Vinicius de Moraes, por mencionar solo algunos muertos.
Generación, 23.10.16.
lunes, 24 de octubre de 2016
Rueda de la fortuna
Para Nicolás Maquiavelo (1469-1527) –el padre de los estudios políticos modernos– uno de los conceptos centrales del arte del gobierno es la fortuna. Con el correr de los tiempos, el racionalismo, el positivismo y la soberbia científica marginaron la idea de fortuna. Los ilustrados, esos ingenuos, creen en la verdad única, la sabiduría de lo natural y lo humano y el dominio de la tierra y de los hombres. No se habla más de fortuna, azar, casualidad, pero no por ello han dejado de existir.
El 2 de octubre se nos convocó a los colombianos a aquello que se solía llamar un certamen o justa electoral, es decir, a un concurso o competencia; puede ser un duelo también, según la Real Academia de la Lengua. La disputa electoral fue de lo más extraño. Los resultados sorprendieron a los espectadores, los protagonistas y los jefes (aun esperamos explicaciones de las encuestadoras). Los que ganaron no querían ganar, los que perdieron querían pero no pudieron. Y, gran irresponsabilidad, ninguno tenía plan b; la diosa fortuna les hizo una travesura y por eso estamos en un momento de máxima incertidumbre y riesgo.
Dijo Maquiavelo que el estadista, el gran hombre, es el que es capaz de dominar la fortuna. Ahora que la fortuna hizo su movimiento quedamos en manos de príncipes. La manera en que actúen el Presidente, el jefe de la oposición y el secretariado de las Farc definirá parte importante de la suerte del país en los próximos. Nadie podrá lavarse las manos. Y como en todos los momentos políticos decisivos, la voluntad jugará un papel fundamental. No hay fuerzas extrañas ni cuestiones irresolubles. El país depende su voluntad; es como entiendo el editorial de The New York Times (“The Man Blocking Peace in Colombia”, 14.10.16). Ellos, en diversos grados –y creo que más Uribe– pueden quedar para la historia como estadistas o como saboteadores.
Mientras tanto, la ciudadanía, las organizaciones de la llamada sociedad civil –incluyendo a los empresarios– tenemos una función parecida a la del coro griego. En el mejor de los casos tendremos voz, una voz fragmentada y débil, que se puede canalizar mejor si les hacemos exigencias claras a los voceros políticos. Por ello firmé una petición a los financiadores del No para que les exijan mesura y responsabilidad a los voceros de la campaña que apoyaron.
Es inevitable sentir impotencia. Como esperando que dicte su veredicto la pequeña rueda de la fortuna, la ruleta. En 1979, Bruce Springsteen –a quien también le deberían dar un Nobel– escribió una canción con ese título.
“Dijeron que solo querían hacerme unas preguntas [¿sí o no?] pero creo que tenían otros planes…
Creo que esos tipos solo quieren seguir jugando
ruleta con mi vida… están jugando con mi vida
jugando ruleta con mis hijos y mi esposa”.
El Colombiano, 23 de octubre
El 2 de octubre se nos convocó a los colombianos a aquello que se solía llamar un certamen o justa electoral, es decir, a un concurso o competencia; puede ser un duelo también, según la Real Academia de la Lengua. La disputa electoral fue de lo más extraño. Los resultados sorprendieron a los espectadores, los protagonistas y los jefes (aun esperamos explicaciones de las encuestadoras). Los que ganaron no querían ganar, los que perdieron querían pero no pudieron. Y, gran irresponsabilidad, ninguno tenía plan b; la diosa fortuna les hizo una travesura y por eso estamos en un momento de máxima incertidumbre y riesgo.
Dijo Maquiavelo que el estadista, el gran hombre, es el que es capaz de dominar la fortuna. Ahora que la fortuna hizo su movimiento quedamos en manos de príncipes. La manera en que actúen el Presidente, el jefe de la oposición y el secretariado de las Farc definirá parte importante de la suerte del país en los próximos. Nadie podrá lavarse las manos. Y como en todos los momentos políticos decisivos, la voluntad jugará un papel fundamental. No hay fuerzas extrañas ni cuestiones irresolubles. El país depende su voluntad; es como entiendo el editorial de The New York Times (“The Man Blocking Peace in Colombia”, 14.10.16). Ellos, en diversos grados –y creo que más Uribe– pueden quedar para la historia como estadistas o como saboteadores.
Mientras tanto, la ciudadanía, las organizaciones de la llamada sociedad civil –incluyendo a los empresarios– tenemos una función parecida a la del coro griego. En el mejor de los casos tendremos voz, una voz fragmentada y débil, que se puede canalizar mejor si les hacemos exigencias claras a los voceros políticos. Por ello firmé una petición a los financiadores del No para que les exijan mesura y responsabilidad a los voceros de la campaña que apoyaron.
Es inevitable sentir impotencia. Como esperando que dicte su veredicto la pequeña rueda de la fortuna, la ruleta. En 1979, Bruce Springsteen –a quien también le deberían dar un Nobel– escribió una canción con ese título.
“Dijeron que solo querían hacerme unas preguntas [¿sí o no?] pero creo que tenían otros planes…
Creo que esos tipos solo quieren seguir jugando
ruleta con mi vida… están jugando con mi vida
jugando ruleta con mis hijos y mi esposa”.
El Colombiano, 23 de octubre
lunes, 17 de octubre de 2016
Indeseable e inviable
Después de una campaña plebiscitaria poco ejemplar llegaron unos días asombrosos de calma, reuniones, diálogos, intercambio de propuestas, manifestaciones pacíficas, masivas y derrochantes de cortesía y estética. El país del que algunos se avergüenzan está mostrando una faz tan civilizada que ya se la quisieran, por estos días, franceses o alemanes. Los apocalípticos pueden quedarse con los ecos de la tarde noche del 2 de octubre.
Entre las alternativas se han visto muchas que cabrían dentro de lo que se llama –en el comunicado conjunto del Gobierno Nacional y las Farc (07.10.16)– “propuestas de ajustes y precisiones”. La propuesta que más me llama la atención es la que se refiere a la justicia. Dice el documento del Centro Democrático que “es preferible para la institucionalidad del país crear un Tribunal Transicional dentro de la estructura de la Rama Judicial” (Bases de un acuerdo nacional de paz, p. 19). El argumento es la institucionalidad y el propósito es separar a los guerrilleros de los militares y civiles.
El principal problema de esta propuesta es la historia reciente. La justicia ordinaria no ha sabido tratar los eventos relacionados con el conflicto armado. Por temor, unas veces; por sesgo, otras. Pero, sobre todo, porque la justicia ordinaria desconoce la naturaleza y los parámetros de las guerras; cree en la magnificencia del Estado y trata a sus contendores armados como simples rivales políticos, por demás altruistas.
Porque es así, la justicia ordinaria condena al Estado por masacres cometidas por terceros; juzga con rigor a los parapolíticos y no actúa frente a la Farc-política; acepta testimonios verbales y le niega valor a los computadores de Raúl Reyes; condena militares con el código penal y paramilitares con la Ley de Justicia y Paz; detuvo al hermano de Uribe porque era un peligro para la sociedad y liberó a “El paisa” porque no lo era (después lo demostró en la Teófilo Forero de las Farc). ¿Esa es la justicia que está reivindicando el Centro Democrático? Cuesta creerlo.
Una de las palabras preferidas para impugnar el capítulo sobre víctimas, que sería el único que habría que cambiar totalmente según Marta Lucía Ramírez (punto 5.2, “Marta Lucía: el no realista”, La silla vacía, 12.10.16)– es impunidad. Y claro todos queremos justicia, pero la realidad real de Colombia en las últimas tres décadas es que, siendo la impunidad constante, la violencia y el conflicto han descendido de manera dramática. Los factores que más han influido para estos logros han sido la estrategia militar y las negociaciones con los grupos armados ilegales.
Como tal se trata de una propuesta indeseable. Los únicos perjudicados serían los militares y los civiles, y los únicos beneficiarios los guerrilleros (ironía). Pero, además, inviable. Es la columna vertebral del Acuerdo, tomó año y medio negociar el punto. Ajustarlo, sí; sustituirlo, absurdo.
El Colombiano, 16 de octubre
Entre las alternativas se han visto muchas que cabrían dentro de lo que se llama –en el comunicado conjunto del Gobierno Nacional y las Farc (07.10.16)– “propuestas de ajustes y precisiones”. La propuesta que más me llama la atención es la que se refiere a la justicia. Dice el documento del Centro Democrático que “es preferible para la institucionalidad del país crear un Tribunal Transicional dentro de la estructura de la Rama Judicial” (Bases de un acuerdo nacional de paz, p. 19). El argumento es la institucionalidad y el propósito es separar a los guerrilleros de los militares y civiles.
El principal problema de esta propuesta es la historia reciente. La justicia ordinaria no ha sabido tratar los eventos relacionados con el conflicto armado. Por temor, unas veces; por sesgo, otras. Pero, sobre todo, porque la justicia ordinaria desconoce la naturaleza y los parámetros de las guerras; cree en la magnificencia del Estado y trata a sus contendores armados como simples rivales políticos, por demás altruistas.
Porque es así, la justicia ordinaria condena al Estado por masacres cometidas por terceros; juzga con rigor a los parapolíticos y no actúa frente a la Farc-política; acepta testimonios verbales y le niega valor a los computadores de Raúl Reyes; condena militares con el código penal y paramilitares con la Ley de Justicia y Paz; detuvo al hermano de Uribe porque era un peligro para la sociedad y liberó a “El paisa” porque no lo era (después lo demostró en la Teófilo Forero de las Farc). ¿Esa es la justicia que está reivindicando el Centro Democrático? Cuesta creerlo.
Una de las palabras preferidas para impugnar el capítulo sobre víctimas, que sería el único que habría que cambiar totalmente según Marta Lucía Ramírez (punto 5.2, “Marta Lucía: el no realista”, La silla vacía, 12.10.16)– es impunidad. Y claro todos queremos justicia, pero la realidad real de Colombia en las últimas tres décadas es que, siendo la impunidad constante, la violencia y el conflicto han descendido de manera dramática. Los factores que más han influido para estos logros han sido la estrategia militar y las negociaciones con los grupos armados ilegales.
Como tal se trata de una propuesta indeseable. Los únicos perjudicados serían los militares y los civiles, y los únicos beneficiarios los guerrilleros (ironía). Pero, además, inviable. Es la columna vertebral del Acuerdo, tomó año y medio negociar el punto. Ajustarlo, sí; sustituirlo, absurdo.
El Colombiano, 16 de octubre
jueves, 13 de octubre de 2016
Buenos días, Mr. Dylan
Nueva mañana
¿No oyes el cacareo del gallo?
Un conejo cruza la carretera
Bajo el puente por donde corría el agua
Me alegra ver tu sonrisa
Bajo el azul del cielo
En esta nueva mañana, nueva mañana
En esta nueva mañana contigo.
Del álbum New Morning, 1970.
Trad. Miquel Izquierdo y José Moreno
lunes, 10 de octubre de 2016
Responsabilidad
La decisión que tomó la mayoría el 2 de octubre está obligando a la dirigencia y a la sociedad colombianas a abordar un asunto que muchos quisieron pasar por el alto en el proceso de resolución del conflicto que las Farc le plantearon al país décadas ha: la inclusión de la oposición social y política cuyo vocero más conspicuo es Álvaro Uribe. El gobierno de Santos quiso hacer una paz a costa de lo que pensaba –ya lo sabemos– medio país, con todo lo que ello implica. Quizá no sea cortés decirlo, pero esa advertencia la hicimos varias veces a lo largo de estos años.
La victoria del no –tajante más allá de los números (“Un no contundente”, El Espectador, 04.10.16)– supone una distribución plural de los protagonismos, más allá del ejecutivo y de la dirigencia guerrillera. Se abren otras mesas de diálogo, emergen rostros ocultados, se barajan nuevas propuestas, cambian las consignas de las movilizaciones. Y ello supone también la asignación de un número mayor de responsabilidades. Nadie en este momento puede intentar escabullirse y salir de una escena en que se pedirán contribuciones a la resolución del escollo en que estamos.
Hoy el concepto político crucial es el de responsabilidad. Recordemos el esquema weberiano. La ética de la responsabilidad es distinta y, puede ser opuesta, a la ética de la convicción. La responsabilidad mira por las consecuencias, por los resultados; la convicción por los principios, las creencias. El político está obligado a poner la responsabilidad por encima de sus ideas; esa es su tragedia. Y en ese trance está obligado a hacer transacciones, a negociar, a ceder. El sociólogo alemán lo ilustró como una frase que no deja dudas, de antemano en política se pacta con el diablo.
Ya sabemos las responsabilidades que tiene el gobierno. Hay señales de que las Farc pueden escuchar el llamado a la responsabilidad. Es hora de interpelar a la oposición y pedirle responsabilidad. Antes que nada, que entienda lo que no entendió el gobierno: que ganó, pero que medio país piensa distinto y tiene otro planteamiento. El resultado sobre el que hay que trabajar es el acuerdo con las Farc. Escuchamos en la campaña que se quería mejorar el acuerdo, corregir sus defectos, en aras de otros valores como la justicia o la democracia.
Ahora bien, toda responsabilidad y toda meta se materializan en medio de oportunidades. La oportunidad es una configuración del tiempo –el tiempo propicio– donde se juntan personas, voluntades, circunstancias. La oposición llegó a una mesa servida, donde están el resto del país, las Farc y la comunidad internacional. No tenemos un horizonte abierto. La responsabilidad conlleva actuar en este tiempo y no en otro, en este ritmo y no en otro. Esa es la tarea y esa tiene que ser la exigencia a nuestros representantes.
El Colombiano, 9 de octubre
La victoria del no –tajante más allá de los números (“Un no contundente”, El Espectador, 04.10.16)– supone una distribución plural de los protagonismos, más allá del ejecutivo y de la dirigencia guerrillera. Se abren otras mesas de diálogo, emergen rostros ocultados, se barajan nuevas propuestas, cambian las consignas de las movilizaciones. Y ello supone también la asignación de un número mayor de responsabilidades. Nadie en este momento puede intentar escabullirse y salir de una escena en que se pedirán contribuciones a la resolución del escollo en que estamos.
Hoy el concepto político crucial es el de responsabilidad. Recordemos el esquema weberiano. La ética de la responsabilidad es distinta y, puede ser opuesta, a la ética de la convicción. La responsabilidad mira por las consecuencias, por los resultados; la convicción por los principios, las creencias. El político está obligado a poner la responsabilidad por encima de sus ideas; esa es su tragedia. Y en ese trance está obligado a hacer transacciones, a negociar, a ceder. El sociólogo alemán lo ilustró como una frase que no deja dudas, de antemano en política se pacta con el diablo.
Ya sabemos las responsabilidades que tiene el gobierno. Hay señales de que las Farc pueden escuchar el llamado a la responsabilidad. Es hora de interpelar a la oposición y pedirle responsabilidad. Antes que nada, que entienda lo que no entendió el gobierno: que ganó, pero que medio país piensa distinto y tiene otro planteamiento. El resultado sobre el que hay que trabajar es el acuerdo con las Farc. Escuchamos en la campaña que se quería mejorar el acuerdo, corregir sus defectos, en aras de otros valores como la justicia o la democracia.
Ahora bien, toda responsabilidad y toda meta se materializan en medio de oportunidades. La oportunidad es una configuración del tiempo –el tiempo propicio– donde se juntan personas, voluntades, circunstancias. La oposición llegó a una mesa servida, donde están el resto del país, las Farc y la comunidad internacional. No tenemos un horizonte abierto. La responsabilidad conlleva actuar en este tiempo y no en otro, en este ritmo y no en otro. Esa es la tarea y esa tiene que ser la exigencia a nuestros representantes.
El Colombiano, 9 de octubre
martes, 4 de octubre de 2016
Colombia: mayorías y consenso
El miércoles 28 de septiembre el periódico local Vivir en El Poblado me invitó a escribir una pequeña reflexión sobre la paz, antes del plebiscito. Fue publicada, en papel, en la edición 686, correspondiente a la semana del 30 de septiembre al 7 de octubre.
Cuando el país se enfrentó a coyunturas críticas -situaciones cuya forma de resolución marcan un cambio significativo- fue muy recurrente la dificultad para llegar a acuerdos entre los sectores dirigentes. Muchas de esas coyunturas estaban informadas por asuntos fundamentales como la guerra y la paz, la integridad territorial o el orden constitucional. La decisión mediante la regla de mayoría no puede sustituir el esfuerzo por lograr acuerdos sobre los temas básicos para el orden, la convivencia y la estabilidad, en el marco de los cuales se expongan y tramiten las diferencias normales en una sociedad compleja y pluralista.
lunes, 3 de octubre de 2016
Palabras que importan
El Acuerdo Final que se refrendará hoy tiene 297 páginas y 124.730 palabras, de las cuales 6.948 son palabras distintas. El Alto Comisionado para la Paz se quejó, hace poco, de cierta inflación del número de páginas puesto que de ellas 105 corresponden a anexos. Un curioso se tomó el trabajo de despojar el texto de los horrores idiomáticos en que termina el llamado lenguaje incluyente y encontró que, sin ellos, el texto se reduciría en 93 páginas (Semana, “93 páginas menos”, 24.09.16). Personas juiciosas elaboraron síntesis todavía más legibles; por ejemplo, el historiador Jorge Orlando Melo logró una de 3.200 palabras que caben en menos de 7 páginas.
Según la investigación lexicométrica que está adelantando el profesor Heiner Mercado, de la Universidad Eafi, las palabras más frecuentes en el texto del acuerdo son: conflicto, que aparece 178 veces; víctimas, 168; derechos, 161; verdad, 140; paz, 134; justicia, 120; reparación, 106; reconocimiento, 100; y no repetición, 98 veces. Esta recurrencia refleja el mayor volumen que tiene el punto de víctimas y, también, la filosofía que guió a la comisión gubernamental.
El 26 de septiembre, en Cartagena, Rodrigo Londoño pronunció 3.146 palabras y el presidente Santos 2.063. Londoño recurrió principalmente en los términos de la concordia: paz, 33 veces; acuerdo, 15 y reconciliación 9 veces; habló de perdón 5 y de víctimas 4. Santos también se enfocó en la paz, palabra que dijo en 20 ocasiones y el acuerdo 18. El Presidente hizo más alusiones a los términos del acuerdo, mencionando las fórmulas de la justicia transicional (8 veces frente a ninguna mención de Londoño). Habló más del pasado Londoño.
Entre los dos no hicieron ninguna interpelación a los ciudadanos, en el sentido democrático o republicano del término. Se mencionó a los compatriotas (4 veces) y al pueblo (19 veces) siempre como sujetos pasivos y pacientes. Y eso a pesar de que todo el proceso de diálogos debía pasar por el escrutinio ciudadano en las urnas. Como en toda decisión, los procesos informativos y deliberativos concluyen en una sola palabra, que se reduce a dos caracteres, sí o no, que es de lo que trata este 2 de octubre.
Creo que los diálogos en La Habana condensaron discusiones largas en el país: 72 años de debates sobre el problema de tierra, 58 años de fórmulas de participación política, 32 de políticas antidrogas, 11 años de aprendizaje sobre justicia transicional. Con excepción del tema de drogas, los demás tendrán un cierre definitivo o, al menos, cambiarán sustancialmente de carácter. Será una magnífica oportunidad para cambiar de temas o de problemas, como dijo hace poco Joaquín Villalobos (“El acuerdo de los acuerdos”, El País, 23.06.16).
La palabra de la esperanza, de la libertad, de la acción y del futuro es sí. Sí es la palabra que más importa hoy.
El Colombiano, 2 de octubre
Según la investigación lexicométrica que está adelantando el profesor Heiner Mercado, de la Universidad Eafi, las palabras más frecuentes en el texto del acuerdo son: conflicto, que aparece 178 veces; víctimas, 168; derechos, 161; verdad, 140; paz, 134; justicia, 120; reparación, 106; reconocimiento, 100; y no repetición, 98 veces. Esta recurrencia refleja el mayor volumen que tiene el punto de víctimas y, también, la filosofía que guió a la comisión gubernamental.
El 26 de septiembre, en Cartagena, Rodrigo Londoño pronunció 3.146 palabras y el presidente Santos 2.063. Londoño recurrió principalmente en los términos de la concordia: paz, 33 veces; acuerdo, 15 y reconciliación 9 veces; habló de perdón 5 y de víctimas 4. Santos también se enfocó en la paz, palabra que dijo en 20 ocasiones y el acuerdo 18. El Presidente hizo más alusiones a los términos del acuerdo, mencionando las fórmulas de la justicia transicional (8 veces frente a ninguna mención de Londoño). Habló más del pasado Londoño.
Entre los dos no hicieron ninguna interpelación a los ciudadanos, en el sentido democrático o republicano del término. Se mencionó a los compatriotas (4 veces) y al pueblo (19 veces) siempre como sujetos pasivos y pacientes. Y eso a pesar de que todo el proceso de diálogos debía pasar por el escrutinio ciudadano en las urnas. Como en toda decisión, los procesos informativos y deliberativos concluyen en una sola palabra, que se reduce a dos caracteres, sí o no, que es de lo que trata este 2 de octubre.
Creo que los diálogos en La Habana condensaron discusiones largas en el país: 72 años de debates sobre el problema de tierra, 58 años de fórmulas de participación política, 32 de políticas antidrogas, 11 años de aprendizaje sobre justicia transicional. Con excepción del tema de drogas, los demás tendrán un cierre definitivo o, al menos, cambiarán sustancialmente de carácter. Será una magnífica oportunidad para cambiar de temas o de problemas, como dijo hace poco Joaquín Villalobos (“El acuerdo de los acuerdos”, El País, 23.06.16).
La palabra de la esperanza, de la libertad, de la acción y del futuro es sí. Sí es la palabra que más importa hoy.
El Colombiano, 2 de octubre
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