Colombia amaneció el 15 de abril con 11 soldados asesinados y 20 heridos. Las Farc atacaron al grupo de militares sobre seguro. Escuchamos la radio: Caracol se abstuvo de mencionar la palabra Farc en los 15 minutos que los escuché. Escuchamos las declaraciones de los dirigentes políticos: yo mismo las habría podido redactar un día antes, porque son iguales a las de los últimos 30 años. Otro ataque en Ituango, días antes, con dos soldados muertos, no fue registrado en la prensa nacional.
Básicamente es el viejo país. Cuando uno se entusiasma y repite como un mantra la palabra paz, empieza a imaginarse un nuevo país. Basta coger el periódico o prender la radio para darse de cuenta de lo saludable que anda el viejo país. Y lo más viejo del viejo país son las Farc. Representan la violencia política, la noción de que es válido hacer una pulseada en una mesa de negociaciones de cuenta de la vida de pobres y jóvenes campesinos, que es lo que eran esos 11 soldados.
El viejo país de algunos analistas que no piensan en vidas, sino en tres líneas mal aprendidas de los malos manuales de negociación de conflictos. Cuando el académico o el político banalizan la sangre y la confunden con las escenas de Tarantino, poco se puede esperar de la sociedad. Lo único que hacen es reflejar el estado de cosas en lugar de ser el ejemplo de transformación de la sociedad. Para hacer las cosas de manera distinta tendríamos que partir de la sabiduría elemental de los hermanos Cano: “Yo no sé, ni quiero/De las razones/Que dan derecho a matar”.
Me parece que ya está demostrado que la nueva fórmula del gobierno de trabajar por el “desescalamiento del conflicto” es mala. Primero, porque distrae al país y a las partes del meollo de la negociación y lo lleva a la conversación inútil sobre qué pasó a orillas del río Naya, en la cordillera Occidental. Segundo, porque se propician situaciones de reproches y agravios que atentan contra los ánimos que se requieren en una negociación. Tercero, y lo más importante, porque baja la presión sobre la importancia de que el acuerdo de La Habana no se retrase más de lo retrasado que está.
Hace algunos años –porque esto ya lleva años– el presidente Santos dijo que no quería humanizar la guerra sino acabarla. Por alguna razón cambió el libreto y ahora andamos discutiendo si se puede lanzarle una docena de bombas racimo a un campamento guerrillero o matar a 11 campesinos uniformados, con tatucos y a mansalva. Hay muchas terceras opciones: que las Farc concentren sus fuerzas en zonas convenidas entre las partes, que el cese unilateral no sea condicionado, que volvamos al esquema inicial. Pero no hay nada mejor que agilizar el acuerdo.
El Colombiano, 19 de abril
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