Cuando empezaba a tener uso de razón y a enterarme de la política, me di cuenta de inmediato que la inmensa mayoría de los colombianos y de los políticos que mojaban prensa cada día eran liberales. Ingresé a la academia en un tiempo en que tanto el liberalismo filosófico como el liberalismo político gozaban de buena salud. De modo que cuando avancé en mis estudios de filosofía política pude cerciorarme de que en Colombia no había liberales.
Los autodenominados –como se decía antiguamente– liberales, eran personas que hacían poco por las libertades individuales y justificaban, un día sí y otro también, todo tipo de medidas restrictivas haciéndole todas las concesiones posibles a la tradición de una sociedad señorial y estratificada. El partido liberal nunca fue el partido de la libertad económica sino el gran patrocinador, y beneficiario a la vez, del rentismo y el patrimonialismo que tanto daño le han hecho al país.
Cuando dije que no había liberales en realidad quería decir que había muy pocos, y casi todos ellos estaban, con razón, por fuera del partido liberal: lo habían abandonado o nunca estuvieron afiliados a él. El primer liberal que conocí fue Gerardo Molina, a través de sus libros, sus conferencias, sus acciones en el congreso y en esa iniciativa liberal llamada Firmes, a la que tan poca justicia se le ha hecho.
El segundo fue Carlos Gaviria. Escribía en El Mundo –en su primera, refrescante y liberal época– una columna profunda y meditada que tenía la virtud de elevar al lector por encima de sus conocimientos y autoestima. Después vino la historia que todo el país conoce. La que comenzó con la primera Corte Constitucional, alabada porque hizo todo lo posible por hacer reales las promesas y las ilusiones que generó la Constitución de 1991.
Gaviria contribuyó a generar uno de esos desequilibrios necesarios en la cultura política colombiana: el de la libertad individual. Colombia se encontraba con un Estado que era incapaz de regular a los grandes poderes legales e ilegales y que, en compensación, desfogaba todo su autoritarismo contra el individuo, apoyado en el conservadurismo dominante en la sociedad. Libertad de conciencia, libertad de elegir un modo de vida, libertad para morir.
Vino después su paso a la política profesional. Tal vez haya sido indispensable atender el llamado de la ética de la responsabilidad. Pero la política parcializa, la parcialidad neutraliza ciertos juicios y ciertas convicciones, y entraña compañías incómodas o funestas, cuando se ven en perspectiva. Uno hubiera preferido a Carlos Gaviria Díaz en condición de vocero estable de una conciencia pública favorable a las libertades, al individuo, a la mejor herencia de la ilustración. Este perfil es el que corresponde a las convicciones que le conocimos y por las que merece ser recordado. Se buscan herederos.
El Colombiano, 5 de abril
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