El Procurador General de la Nación suspendió por 11 años al exalcalde Alonso Salazar, del movimiento Compromiso Ciudadano. El mismo funcionario sancionó al Secretario de Infraestructura Física de Antioquia Mauricio Valencia Correa –también del mismo movimiento político– y a otros tres funcionarios de la misma dependencia de la Gobernación. Ahora anunció la apertura de un pliego de cargos contra el gobernador del departamento Sergio Fajardo Valderrama. Y, la versión periodística de sus declaraciones públicas de la semana pasada, traduce su mensaje: tranquilo gobernador (El Colombiano, 18.04.15).
¿Tranquilo? El procurador Alejandro Ordóñez y su círculo prevaricaron en el caso de Salazar. Nada distinto se desprende del hecho de que el Consejo de Estado haya tumbado su fallo completamente. Como demostré en otra columna (El Colombiano, “Las preferencias del Procurador”, 08.04.12), la procuraduría sanciona más a menudo y con mayor severidad a los funcionarios de partidos nuevos ubicados en el centro y el centro izquierda, y sanciona menos a los conservadores. A no ser que salga un gallo como Gustavo Petro que juegue con métodos extralegales y lo ponga contra las cuerdas.
El Procurador reconoce que ha adelantado 35 investigaciones contra el gobernador Fajardo, prácticamente una por cada mes de su gestión. No hizo ninguna investigación contra el entonces gobernador Luis Alfredo Ramos, quien está encausado por la Fiscalía, ni contra varios de sus funcionarios sancionados por otros organismos de control. Claro. Ramos es conservador, iba a toros con el jefe del ente de control y comparte las creencias y las peleas fundamentalistas del mismo. Los hechos contradicen la afirmación de Ordóñez de que “actúa de acuerdo al Derecho y no instrumentaliza sus funciones”. ¿Tranquilo gobernador?
El caso por el que ahora se investiga al gobernador es por una supuesta concesión minera a un familiar de una funcionaria. Como lo demostró el reputado periodista Juan José Hoyos, se trata de una cantera de cascajo cuya “concesión no fue adjudicada por Fajardo, sino por su antecesor, Luis Alfredo Ramos” (“Crónica de una infamia”, El Colombiano, 18.05.13). La procuraduría –contando con la displicencia de la prensa– habla de “mina” queriendo engañar a la opinión pública con el significado de la palabra, nunca usa la expresión “cantera”. Los periódicos se prestan y propalan la especie.
Las que sí son minas, no una sino nueve, no de cascajo sino de oro, son las que funcionarios de la administración Ramos entregaron a la multinacional Bullet once días antes de finalizar su gobierno. Según la revista Semana, el exsecretario de Minas de Ramos y uno de sus hijos se beneficiaron con dineros de esa compañía que exceden los 85 millones de pesos (Semana, “Nuevo escándalo por títulos mineros en Antioquia”, 19.04.15).
Parodiando a san Mateo, el procurador no ve el oro en los ojos de sus amigos, solo el cascajo en los de los demás.
El Colombiano, 26 de abril
lunes, 27 de abril de 2015
lunes, 20 de abril de 2015
Otro muerto
Colombia amaneció el 15 de abril con 11 soldados asesinados y 20 heridos. Las Farc atacaron al grupo de militares sobre seguro. Escuchamos la radio: Caracol se abstuvo de mencionar la palabra Farc en los 15 minutos que los escuché. Escuchamos las declaraciones de los dirigentes políticos: yo mismo las habría podido redactar un día antes, porque son iguales a las de los últimos 30 años. Otro ataque en Ituango, días antes, con dos soldados muertos, no fue registrado en la prensa nacional.
Básicamente es el viejo país. Cuando uno se entusiasma y repite como un mantra la palabra paz, empieza a imaginarse un nuevo país. Basta coger el periódico o prender la radio para darse de cuenta de lo saludable que anda el viejo país. Y lo más viejo del viejo país son las Farc. Representan la violencia política, la noción de que es válido hacer una pulseada en una mesa de negociaciones de cuenta de la vida de pobres y jóvenes campesinos, que es lo que eran esos 11 soldados.
El viejo país de algunos analistas que no piensan en vidas, sino en tres líneas mal aprendidas de los malos manuales de negociación de conflictos. Cuando el académico o el político banalizan la sangre y la confunden con las escenas de Tarantino, poco se puede esperar de la sociedad. Lo único que hacen es reflejar el estado de cosas en lugar de ser el ejemplo de transformación de la sociedad. Para hacer las cosas de manera distinta tendríamos que partir de la sabiduría elemental de los hermanos Cano: “Yo no sé, ni quiero/De las razones/Que dan derecho a matar”.
Me parece que ya está demostrado que la nueva fórmula del gobierno de trabajar por el “desescalamiento del conflicto” es mala. Primero, porque distrae al país y a las partes del meollo de la negociación y lo lleva a la conversación inútil sobre qué pasó a orillas del río Naya, en la cordillera Occidental. Segundo, porque se propician situaciones de reproches y agravios que atentan contra los ánimos que se requieren en una negociación. Tercero, y lo más importante, porque baja la presión sobre la importancia de que el acuerdo de La Habana no se retrase más de lo retrasado que está.
Hace algunos años –porque esto ya lleva años– el presidente Santos dijo que no quería humanizar la guerra sino acabarla. Por alguna razón cambió el libreto y ahora andamos discutiendo si se puede lanzarle una docena de bombas racimo a un campamento guerrillero o matar a 11 campesinos uniformados, con tatucos y a mansalva. Hay muchas terceras opciones: que las Farc concentren sus fuerzas en zonas convenidas entre las partes, que el cese unilateral no sea condicionado, que volvamos al esquema inicial. Pero no hay nada mejor que agilizar el acuerdo.
El Colombiano, 19 de abril
Básicamente es el viejo país. Cuando uno se entusiasma y repite como un mantra la palabra paz, empieza a imaginarse un nuevo país. Basta coger el periódico o prender la radio para darse de cuenta de lo saludable que anda el viejo país. Y lo más viejo del viejo país son las Farc. Representan la violencia política, la noción de que es válido hacer una pulseada en una mesa de negociaciones de cuenta de la vida de pobres y jóvenes campesinos, que es lo que eran esos 11 soldados.
El viejo país de algunos analistas que no piensan en vidas, sino en tres líneas mal aprendidas de los malos manuales de negociación de conflictos. Cuando el académico o el político banalizan la sangre y la confunden con las escenas de Tarantino, poco se puede esperar de la sociedad. Lo único que hacen es reflejar el estado de cosas en lugar de ser el ejemplo de transformación de la sociedad. Para hacer las cosas de manera distinta tendríamos que partir de la sabiduría elemental de los hermanos Cano: “Yo no sé, ni quiero/De las razones/Que dan derecho a matar”.
Me parece que ya está demostrado que la nueva fórmula del gobierno de trabajar por el “desescalamiento del conflicto” es mala. Primero, porque distrae al país y a las partes del meollo de la negociación y lo lleva a la conversación inútil sobre qué pasó a orillas del río Naya, en la cordillera Occidental. Segundo, porque se propician situaciones de reproches y agravios que atentan contra los ánimos que se requieren en una negociación. Tercero, y lo más importante, porque baja la presión sobre la importancia de que el acuerdo de La Habana no se retrase más de lo retrasado que está.
Hace algunos años –porque esto ya lleva años– el presidente Santos dijo que no quería humanizar la guerra sino acabarla. Por alguna razón cambió el libreto y ahora andamos discutiendo si se puede lanzarle una docena de bombas racimo a un campamento guerrillero o matar a 11 campesinos uniformados, con tatucos y a mansalva. Hay muchas terceras opciones: que las Farc concentren sus fuerzas en zonas convenidas entre las partes, que el cese unilateral no sea condicionado, que volvamos al esquema inicial. Pero no hay nada mejor que agilizar el acuerdo.
El Colombiano, 19 de abril
miércoles, 15 de abril de 2015
Ecos de la Comisión: Kalmanovitz II
Leviatán de papel
Salomón Kalmanovitz
El Espectador, 13 de abril de 2014
En la Biblia es la ballena que se traga a Jonás. En la teoría política de Thomas Hobbes es el Estado poderoso que impide que los hombres se descuarticen entre sí, al ejercer el monopolio de los medios de violencia regulado por la ley. Para los ideólogos de las Farc, el Estado colombiano es un déspota que, combinado con el imperialismo aún más poderoso, obliga y justifica la rebelión. Según el sacerdote Javier Giraldo, “el derecho a la rebelión lleva consigo la legitimación del uso de la violencia”.
El debate subyacente entre los historiadores escogidos por el Gobierno y las Farc para dilucidar las causas del conflicto interno se finca precisamente en el carácter del Estado: demasiado fuerte para unos, demasiado débil y fragmentado para otros. “Bloque de poder contrainsurgente”, particularista y antidemocrático, como lo considera De Zubiría. Para Jairo Estrada hay una incesante reproducción ampliada de la dominación del régimen capitalista sobre todo resquicio del universo político.
En la literatura de la ciencia política latinoamericana se comienza a medir la capacidad estatal. Se concluye que no se ha consolidado en la mayor parte del hemisferio, que hay una gran debilidad en la recaudación de impuestos, que su burocracia es incompetente, que su sistema de justicia es venal y que sus policías y fuerzas militares son ineficientes. Se trata, en efecto, de leviatanes de papel.
Colombia no escapa a esta caracterización. El proceso de centralización política emprendido por la Regeneración (1880-1905) fue fallido en dos sentidos: incapacidad de lograr un fortalecimiento del Estado a partir de una tributación consensuada y atrofia de los niveles locales y regionales de la política que lo tornó intrínsecamente ineficaz. De esta manera, el Estado se tuvo que basar en el arancel para financiarse, sin superar la barrera del 4% de participación en el PIB. Los gobiernos liberales introdujeron el impuesto a la renta en los años treinta y lograron aumentar el recaudo al 6% del PIB.
El conflicto entre las capas dominantes en torno a las reformas modernizantes que requerían la sociedad y el Estado dio lugar a una guerra civil (1946-1957) que debilitó mucho más al Estado, al restarle legitimidad por el uso partidista de la fuerza. Fue precisamente la coyuntura en la cual surgieron la insurgencia liberal y una pequeña fuerza comunista que sería la base de las Farc.
La dictadura militar detuvo la guerra civil y aumentó el recaudo y el gasto público, lo cual fue una razón de fondo para su derrocamiento. Hacia los años sesenta se introdujo el impuesto a las ventas y el tamaño del Estado alcanzó 10% del PIB, bajo el relativamente democrático Frente Nacional.
El terrorismo del narcotráfico en los años ochenta y el surgimiento de varios movimientos guerrilleros obligan a una reconfiguración del Estado que se concreta en la Asamblea Constituyente de 1991. A partir de ella, el gobierno central abarcará el 20% del PIB, habrá descentralización y se fortalecerá la justicia; sus fuerzas militares y de policía triplican sus números y poder de fuego. Es esta evolución la que explica su victoria militar contra la insurgencia.
La mejor prueba de que el Estado colombiano fue débil durante tantos años es la existencia de las Farc y de los paramilitares. Sólo ahora se vislumbra la posibilidad de ejercer el monopolio de los medios de violencia.
Salomón Kalmanovitz
El Espectador, 13 de abril de 2014
En la Biblia es la ballena que se traga a Jonás. En la teoría política de Thomas Hobbes es el Estado poderoso que impide que los hombres se descuarticen entre sí, al ejercer el monopolio de los medios de violencia regulado por la ley. Para los ideólogos de las Farc, el Estado colombiano es un déspota que, combinado con el imperialismo aún más poderoso, obliga y justifica la rebelión. Según el sacerdote Javier Giraldo, “el derecho a la rebelión lleva consigo la legitimación del uso de la violencia”.
El debate subyacente entre los historiadores escogidos por el Gobierno y las Farc para dilucidar las causas del conflicto interno se finca precisamente en el carácter del Estado: demasiado fuerte para unos, demasiado débil y fragmentado para otros. “Bloque de poder contrainsurgente”, particularista y antidemocrático, como lo considera De Zubiría. Para Jairo Estrada hay una incesante reproducción ampliada de la dominación del régimen capitalista sobre todo resquicio del universo político.
En la literatura de la ciencia política latinoamericana se comienza a medir la capacidad estatal. Se concluye que no se ha consolidado en la mayor parte del hemisferio, que hay una gran debilidad en la recaudación de impuestos, que su burocracia es incompetente, que su sistema de justicia es venal y que sus policías y fuerzas militares son ineficientes. Se trata, en efecto, de leviatanes de papel.
Colombia no escapa a esta caracterización. El proceso de centralización política emprendido por la Regeneración (1880-1905) fue fallido en dos sentidos: incapacidad de lograr un fortalecimiento del Estado a partir de una tributación consensuada y atrofia de los niveles locales y regionales de la política que lo tornó intrínsecamente ineficaz. De esta manera, el Estado se tuvo que basar en el arancel para financiarse, sin superar la barrera del 4% de participación en el PIB. Los gobiernos liberales introdujeron el impuesto a la renta en los años treinta y lograron aumentar el recaudo al 6% del PIB.
El conflicto entre las capas dominantes en torno a las reformas modernizantes que requerían la sociedad y el Estado dio lugar a una guerra civil (1946-1957) que debilitó mucho más al Estado, al restarle legitimidad por el uso partidista de la fuerza. Fue precisamente la coyuntura en la cual surgieron la insurgencia liberal y una pequeña fuerza comunista que sería la base de las Farc.
La dictadura militar detuvo la guerra civil y aumentó el recaudo y el gasto público, lo cual fue una razón de fondo para su derrocamiento. Hacia los años sesenta se introdujo el impuesto a las ventas y el tamaño del Estado alcanzó 10% del PIB, bajo el relativamente democrático Frente Nacional.
El terrorismo del narcotráfico en los años ochenta y el surgimiento de varios movimientos guerrilleros obligan a una reconfiguración del Estado que se concreta en la Asamblea Constituyente de 1991. A partir de ella, el gobierno central abarcará el 20% del PIB, habrá descentralización y se fortalecerá la justicia; sus fuerzas militares y de policía triplican sus números y poder de fuego. Es esta evolución la que explica su victoria militar contra la insurgencia.
La mejor prueba de que el Estado colombiano fue débil durante tantos años es la existencia de las Farc y de los paramilitares. Sólo ahora se vislumbra la posibilidad de ejercer el monopolio de los medios de violencia.
lunes, 13 de abril de 2015
Gaitán, el bueno
Murió joven. 37 años. El país esperaba mucho de él dadas la velocidad y fecundidad con las que vivió su vida. Escribió de muchos modos y sobre muchas cosas. Habló de la revolución. Pero no lo mataron, fue un accidente. No fue en un abril, ni en 1948; fue en 1962. Era Gaitán y Jorge, pero Durán era su segundo apellido.
Nació hace 90 años en Cúcuta, pero hay quienes dicen que fue en 1924 en Pamplona. No importa. Importa sí, y consta, que hace 60 años Jorge Gaitán Durán fundó la revista Mito, cuando había menos dinero y más analfabetas; porque a veces la escasez es más productiva. Ahora hay más dinero y menos analfabetas, pero se echan de menos proyectos y emprendedores como esos que ayudan a agitar el espíritu.
En el mundo cultural la revista fundada por Gaitán se mitificó, le dio nombre a una generación; pero permanece como una referencia erudita, sin conexión con las generaciones de ahora. Pero parece que algunos de los rasgos de Gaitán y de la revista se siguen necesitando en Colombia: enfoques progresistas sin miserabilismo, posiciones claras sin sectarismo, apertura y pluralismo sin frivolidad, espíritu crítico sin estridencia ni afán farandulero; hacer poesía como poetas y ensayismo como intelectuales.
Dos de los libros en prosa de Gaitán Durán llevan la palabra revolución en el título. Para él, revolución significaba transformación social, no violencia, pues ella siempre tenía que encarnar “cierto humanismo… cierta ética”. Por esa razón sospechaba de los partidos comunistas, que luego de tomar el poder se trasforman en “paquidermos sanguinarios y míticos” (La revolución invisible, 1959, p. 99).
No resulta raro, entonces, que mientras “Mito” criticaba al gobierno de Fidel Castro por cerrar el reaccionario “Diario de la Marina”, los reaccionarios colombianos veían en la revista y su fundador un engendro subversivo. Esta situación ha sido común en el país y demuestra hasta qué punto la opinión colombiana pende regularmente de los puntos extremos. Entre el Procurador e Iván Cepeda, oscilamos, y así nos vamos yendo.
Todo el ideario programático del poeta nortesantandereano se resume –antes de que se pusiera de moda la palabra– en modernización. Un capitalismo racional, una sociedad libre, un régimen político democrático, una cultura contemporánea. Y más Estado, “se necesita un Estado vigoroso, dinámico y dotado de todos los modernos instrumentos de comunicación” (La revolución invisible, p. 72). Poco para añadirle.
Termino con una distinción en la que se debería profundizar. Especialmente ahora, a propósito del pobre espectáculo que brindó Fernando Vallejo esta semana en Bogotá, y que propiciaron los organizadores de la fementida Cumbre Mundial de Arte y Cultura para la Paz de Colombia (la paz da para todo): “El inconformista es un realista; el descontento grita en vano”. Si así es la cosa, pobre cultura, pobre arte, pobre paz.
El Colombiano, 12 de abril
Nació hace 90 años en Cúcuta, pero hay quienes dicen que fue en 1924 en Pamplona. No importa. Importa sí, y consta, que hace 60 años Jorge Gaitán Durán fundó la revista Mito, cuando había menos dinero y más analfabetas; porque a veces la escasez es más productiva. Ahora hay más dinero y menos analfabetas, pero se echan de menos proyectos y emprendedores como esos que ayudan a agitar el espíritu.
En el mundo cultural la revista fundada por Gaitán se mitificó, le dio nombre a una generación; pero permanece como una referencia erudita, sin conexión con las generaciones de ahora. Pero parece que algunos de los rasgos de Gaitán y de la revista se siguen necesitando en Colombia: enfoques progresistas sin miserabilismo, posiciones claras sin sectarismo, apertura y pluralismo sin frivolidad, espíritu crítico sin estridencia ni afán farandulero; hacer poesía como poetas y ensayismo como intelectuales.
Dos de los libros en prosa de Gaitán Durán llevan la palabra revolución en el título. Para él, revolución significaba transformación social, no violencia, pues ella siempre tenía que encarnar “cierto humanismo… cierta ética”. Por esa razón sospechaba de los partidos comunistas, que luego de tomar el poder se trasforman en “paquidermos sanguinarios y míticos” (La revolución invisible, 1959, p. 99).
No resulta raro, entonces, que mientras “Mito” criticaba al gobierno de Fidel Castro por cerrar el reaccionario “Diario de la Marina”, los reaccionarios colombianos veían en la revista y su fundador un engendro subversivo. Esta situación ha sido común en el país y demuestra hasta qué punto la opinión colombiana pende regularmente de los puntos extremos. Entre el Procurador e Iván Cepeda, oscilamos, y así nos vamos yendo.
Todo el ideario programático del poeta nortesantandereano se resume –antes de que se pusiera de moda la palabra– en modernización. Un capitalismo racional, una sociedad libre, un régimen político democrático, una cultura contemporánea. Y más Estado, “se necesita un Estado vigoroso, dinámico y dotado de todos los modernos instrumentos de comunicación” (La revolución invisible, p. 72). Poco para añadirle.
Termino con una distinción en la que se debería profundizar. Especialmente ahora, a propósito del pobre espectáculo que brindó Fernando Vallejo esta semana en Bogotá, y que propiciaron los organizadores de la fementida Cumbre Mundial de Arte y Cultura para la Paz de Colombia (la paz da para todo): “El inconformista es un realista; el descontento grita en vano”. Si así es la cosa, pobre cultura, pobre arte, pobre paz.
El Colombiano, 12 de abril
viernes, 10 de abril de 2015
Ecos de la Comisión: Francisco Cortés
Sobre la guerra en Colombia
Francisco Cortés Rodas*, El Colombiano, 07 de abril de 2015
La violencia política colombiana de las últimas décadas ha sido caracterizada por muchos académicos mediante diferentes categorías: insurgencia, guerra irregular, violencia. También fue definida por el Estado con conceptos como subversión, conflicto armado, terrorismo. Asimismo ha sido denominada guerra: “La violencia política colombiana de las últimas cinco décadas debe caracterizarse como guerra”. escribe Jorge Giraldo. Para Gustavo Duncan, el conflicto interno colombiano fue una guerra en la que el “asunto era sobre cómo gobernar comunidades periféricas durante tiempo indefinido, sin importar cuánto durara la guerra, para extraer toda una serie de recursos, desde económicos hasta políticos”. Para Francisco Gutiérrez hay factores que permiten explicar cómo se generó la guerra en Colombia: “la herencia de un ciclo exterminador, desigualdad agraria construida a través de la asignación política de los derechos de propiedad, exclusiones horizontales de los campesinos, el haber mantenido abierta la puerta de la provisión privada de la seguridad”.
Con estas afirmaciones de estos investigadores quiero destacar que la conclusión según la cual la violencia política colombiana debe caracterizarse como guerra es uno de los elementos más relevantes dentro del conjunto de estudios que conforman el informe “Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia”, que presentó recientemente la Comisión Histórica del Conflicto Armado y sus Víctimas.
¿Por qué entró el país en guerra? y ¿por qué se prolongó esta durante tantas décadas? Después de la experiencia de apertura política y crecimiento de las oportunidades económicas que representó el Frente Nacional, se llegó a una situación crítica, especialmente para el campesinado, cuando fracasó la reforma agraria a finales de los setenta. Según Giraldo, este fracaso obedeció a un “veto de las élites agrarias a una modificación, así fuera tímida, del régimen de tierras”. Esto hay que decirlo sin rodeos: la tierra ha sido un factor fundamental en el conflicto colombiano.
El fracaso de las reformas redistributivas de la tierra en el pacto de Chicoral tuvo como consecuencia que los campesinos tuvieran que escoger nuevamente el camino de la colonización, que se tradujo en un poblamiento de regiones en las cuales no había ni mercado ni Estado. Esto profundizó el aislamiento, la desprotección estatal y pobreza del campesinado. En Colombia, la desigualdad que sufrió este sector fue un ambiente propicio para la resistencia y la rebelión, las cuales se ampliaron durante el conflicto que se profundizó en los años ochenta. De estos años hasta el presente creció de forma masiva el narcotráfico. Las Farc se vincularon a este, pero a la vez desataron una guerra atroz contra la mafia y las élites regionales mediante el secuestro. Como reacción a este último surgió una violencia homicida encarnada en el paramilitarismo. Las múltiples violencias de estos diferentes actores, retroalimentaron la guerra, es decir, la acumulación de violencias, contraviolencias y victimizaciones.
Una enseñanza que nos dejan estos ensayos, es que caracterizar la violencia política colombiana como guerra -a diferencia de lo que sucede cuando se trata todo conflicto como insurgencia, violencia, conflicto armado o terrorismo-, permite superar el sesgo partidista que se produce al olvidar la realidad de la guerra, y que se da también cuando se busca condenar a un actor y justificar o glorificar al otro.
*Director del Instituto de Filosofía, U. de Antioquia.
Francisco Cortés Rodas*, El Colombiano, 07 de abril de 2015
La violencia política colombiana de las últimas décadas ha sido caracterizada por muchos académicos mediante diferentes categorías: insurgencia, guerra irregular, violencia. También fue definida por el Estado con conceptos como subversión, conflicto armado, terrorismo. Asimismo ha sido denominada guerra: “La violencia política colombiana de las últimas cinco décadas debe caracterizarse como guerra”. escribe Jorge Giraldo. Para Gustavo Duncan, el conflicto interno colombiano fue una guerra en la que el “asunto era sobre cómo gobernar comunidades periféricas durante tiempo indefinido, sin importar cuánto durara la guerra, para extraer toda una serie de recursos, desde económicos hasta políticos”. Para Francisco Gutiérrez hay factores que permiten explicar cómo se generó la guerra en Colombia: “la herencia de un ciclo exterminador, desigualdad agraria construida a través de la asignación política de los derechos de propiedad, exclusiones horizontales de los campesinos, el haber mantenido abierta la puerta de la provisión privada de la seguridad”.
Con estas afirmaciones de estos investigadores quiero destacar que la conclusión según la cual la violencia política colombiana debe caracterizarse como guerra es uno de los elementos más relevantes dentro del conjunto de estudios que conforman el informe “Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia”, que presentó recientemente la Comisión Histórica del Conflicto Armado y sus Víctimas.
¿Por qué entró el país en guerra? y ¿por qué se prolongó esta durante tantas décadas? Después de la experiencia de apertura política y crecimiento de las oportunidades económicas que representó el Frente Nacional, se llegó a una situación crítica, especialmente para el campesinado, cuando fracasó la reforma agraria a finales de los setenta. Según Giraldo, este fracaso obedeció a un “veto de las élites agrarias a una modificación, así fuera tímida, del régimen de tierras”. Esto hay que decirlo sin rodeos: la tierra ha sido un factor fundamental en el conflicto colombiano.
El fracaso de las reformas redistributivas de la tierra en el pacto de Chicoral tuvo como consecuencia que los campesinos tuvieran que escoger nuevamente el camino de la colonización, que se tradujo en un poblamiento de regiones en las cuales no había ni mercado ni Estado. Esto profundizó el aislamiento, la desprotección estatal y pobreza del campesinado. En Colombia, la desigualdad que sufrió este sector fue un ambiente propicio para la resistencia y la rebelión, las cuales se ampliaron durante el conflicto que se profundizó en los años ochenta. De estos años hasta el presente creció de forma masiva el narcotráfico. Las Farc se vincularon a este, pero a la vez desataron una guerra atroz contra la mafia y las élites regionales mediante el secuestro. Como reacción a este último surgió una violencia homicida encarnada en el paramilitarismo. Las múltiples violencias de estos diferentes actores, retroalimentaron la guerra, es decir, la acumulación de violencias, contraviolencias y victimizaciones.
Una enseñanza que nos dejan estos ensayos, es que caracterizar la violencia política colombiana como guerra -a diferencia de lo que sucede cuando se trata todo conflicto como insurgencia, violencia, conflicto armado o terrorismo-, permite superar el sesgo partidista que se produce al olvidar la realidad de la guerra, y que se da también cuando se busca condenar a un actor y justificar o glorificar al otro.
*Director del Instituto de Filosofía, U. de Antioquia.
miércoles, 8 de abril de 2015
Ecos de la Comisión: María Fernanda González
El peso de las palabras: una mirada cuantificada a los orígenes del conflicto
Razón Pública, 30 Marzo 2015
María Fernanda González*
El informe
A la larga lista de contradicciones entre el uribismo y el santismo se le sumó una de fondo con el documento de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (CHCV).
Pasamos de la negación absoluta de un conflicto interno a conocer la posición de múltiples intelectuales sobre los orígenes, características, causas de la persistencia y consecuencias de la violencia colombiana durante los últimos cincuenta años.
Se trata de un documento de casi 900 páginas donde cada autor traza su visión sobre los principales acontecimientos históricos y los explica por múltiples factores nacionales e internacionales. Con estos doce ensayos el lector puede entender lo que realmente se juega en La Habana entre las FARC y el gobierno.
¿Cómo abordar el análisis de textos tan ricos en planteamientos teóricos, interpretaciones y hechos históricos? ¿Cómo entender estos relatos, que van desde los orígenes de las autodefensas campesinas de los años 1920 hasta las teorías de lucha contra el terrorismo que han surgido después del 11 de septiembre de 2001? ¿Podemos caracterizar el lenguaje que utiliza cada uno de los autores?
...
El objetivo del análisis factorial de correspondencias (AFC) es caracterizar el discurso de un locutor según sean las palabras que utiliza. El AFC de los dos relatores y de 10 de los 12 comisionados (no se incluyeron los textos de [Javier] Giraldo y Estrada porque no fue posible conseguirlos en formato apropiado para el análisis) nos permite ahondar en las diferencias temáticas y de vocabulario entre los comisionados.
...
El gráfico nos muestra que dos comisionados se distancian claramente del resto del grupo: Alfredo Molano y Renán Vega. El grupo más homogéneo está formado por Gutiérrez, Pécaut, [Jorge] Giraldo y Wills. En la parte superior encontramos a Fajardo, Zubiría y Moncayo. En el extremo izquierdo a Torrijos y, finalmente, en la parte inferior a Duncan.
...
En conclusión, el estudio de estadística textual permite un análisis fino sobre la escogencia o ausencia de conceptos que se traducen en visiones complementarias sobre el origen y la persistencia del conflicto. El análisis sugiere por qué temas como el modelo económico y sus consecuencias no están o no pueden estar por fuera de las conversaciones entre el gobierno y la guerrilla. El gran reto de la negociación es acercar las visiones extremas que se escudan bajo los dogmas propios de la izquierda y de la derecha.
* Ph.D, en Ciencia Política de la Universidad de la Sorbona, investigadora del Institut des Amériques-París. Este trabajo contó con la colaboración de Andrei Luna Pérez y Francy Elena Menjura de la Universidad Nacional de Colombia.
Ver el artículo completo en: http://www.razonpublica.com/index.php/conflicto-drogas-y-paz-temas-30/8355-el-peso-de-las-palabras-una-mirada-cuantificada-a-los-or%C3%ADgenes-del-conflicto.html
Razón Pública, 30 Marzo 2015
María Fernanda González*
El informe
A la larga lista de contradicciones entre el uribismo y el santismo se le sumó una de fondo con el documento de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (CHCV).
Pasamos de la negación absoluta de un conflicto interno a conocer la posición de múltiples intelectuales sobre los orígenes, características, causas de la persistencia y consecuencias de la violencia colombiana durante los últimos cincuenta años.
Se trata de un documento de casi 900 páginas donde cada autor traza su visión sobre los principales acontecimientos históricos y los explica por múltiples factores nacionales e internacionales. Con estos doce ensayos el lector puede entender lo que realmente se juega en La Habana entre las FARC y el gobierno.
¿Cómo abordar el análisis de textos tan ricos en planteamientos teóricos, interpretaciones y hechos históricos? ¿Cómo entender estos relatos, que van desde los orígenes de las autodefensas campesinas de los años 1920 hasta las teorías de lucha contra el terrorismo que han surgido después del 11 de septiembre de 2001? ¿Podemos caracterizar el lenguaje que utiliza cada uno de los autores?
...
El objetivo del análisis factorial de correspondencias (AFC) es caracterizar el discurso de un locutor según sean las palabras que utiliza. El AFC de los dos relatores y de 10 de los 12 comisionados (no se incluyeron los textos de [Javier] Giraldo y Estrada porque no fue posible conseguirlos en formato apropiado para el análisis) nos permite ahondar en las diferencias temáticas y de vocabulario entre los comisionados.
...
El gráfico nos muestra que dos comisionados se distancian claramente del resto del grupo: Alfredo Molano y Renán Vega. El grupo más homogéneo está formado por Gutiérrez, Pécaut, [Jorge] Giraldo y Wills. En la parte superior encontramos a Fajardo, Zubiría y Moncayo. En el extremo izquierdo a Torrijos y, finalmente, en la parte inferior a Duncan.
...
En conclusión, el estudio de estadística textual permite un análisis fino sobre la escogencia o ausencia de conceptos que se traducen en visiones complementarias sobre el origen y la persistencia del conflicto. El análisis sugiere por qué temas como el modelo económico y sus consecuencias no están o no pueden estar por fuera de las conversaciones entre el gobierno y la guerrilla. El gran reto de la negociación es acercar las visiones extremas que se escudan bajo los dogmas propios de la izquierda y de la derecha.
* Ph.D, en Ciencia Política de la Universidad de la Sorbona, investigadora del Institut des Amériques-París. Este trabajo contó con la colaboración de Andrei Luna Pérez y Francy Elena Menjura de la Universidad Nacional de Colombia.
Ver el artículo completo en: http://www.razonpublica.com/index.php/conflicto-drogas-y-paz-temas-30/8355-el-peso-de-las-palabras-una-mirada-cuantificada-a-los-or%C3%ADgenes-del-conflicto.html
lunes, 6 de abril de 2015
Carlos Gaviria
Cuando empezaba a tener uso de razón y a enterarme de la política, me di cuenta de inmediato que la inmensa mayoría de los colombianos y de los políticos que mojaban prensa cada día eran liberales. Ingresé a la academia en un tiempo en que tanto el liberalismo filosófico como el liberalismo político gozaban de buena salud. De modo que cuando avancé en mis estudios de filosofía política pude cerciorarme de que en Colombia no había liberales.
Los autodenominados –como se decía antiguamente– liberales, eran personas que hacían poco por las libertades individuales y justificaban, un día sí y otro también, todo tipo de medidas restrictivas haciéndole todas las concesiones posibles a la tradición de una sociedad señorial y estratificada. El partido liberal nunca fue el partido de la libertad económica sino el gran patrocinador, y beneficiario a la vez, del rentismo y el patrimonialismo que tanto daño le han hecho al país.
Cuando dije que no había liberales en realidad quería decir que había muy pocos, y casi todos ellos estaban, con razón, por fuera del partido liberal: lo habían abandonado o nunca estuvieron afiliados a él. El primer liberal que conocí fue Gerardo Molina, a través de sus libros, sus conferencias, sus acciones en el congreso y en esa iniciativa liberal llamada Firmes, a la que tan poca justicia se le ha hecho.
El segundo fue Carlos Gaviria. Escribía en El Mundo –en su primera, refrescante y liberal época– una columna profunda y meditada que tenía la virtud de elevar al lector por encima de sus conocimientos y autoestima. Después vino la historia que todo el país conoce. La que comenzó con la primera Corte Constitucional, alabada porque hizo todo lo posible por hacer reales las promesas y las ilusiones que generó la Constitución de 1991.
Gaviria contribuyó a generar uno de esos desequilibrios necesarios en la cultura política colombiana: el de la libertad individual. Colombia se encontraba con un Estado que era incapaz de regular a los grandes poderes legales e ilegales y que, en compensación, desfogaba todo su autoritarismo contra el individuo, apoyado en el conservadurismo dominante en la sociedad. Libertad de conciencia, libertad de elegir un modo de vida, libertad para morir.
Vino después su paso a la política profesional. Tal vez haya sido indispensable atender el llamado de la ética de la responsabilidad. Pero la política parcializa, la parcialidad neutraliza ciertos juicios y ciertas convicciones, y entraña compañías incómodas o funestas, cuando se ven en perspectiva. Uno hubiera preferido a Carlos Gaviria Díaz en condición de vocero estable de una conciencia pública favorable a las libertades, al individuo, a la mejor herencia de la ilustración. Este perfil es el que corresponde a las convicciones que le conocimos y por las que merece ser recordado. Se buscan herederos.
El Colombiano, 5 de abril
Los autodenominados –como se decía antiguamente– liberales, eran personas que hacían poco por las libertades individuales y justificaban, un día sí y otro también, todo tipo de medidas restrictivas haciéndole todas las concesiones posibles a la tradición de una sociedad señorial y estratificada. El partido liberal nunca fue el partido de la libertad económica sino el gran patrocinador, y beneficiario a la vez, del rentismo y el patrimonialismo que tanto daño le han hecho al país.
Cuando dije que no había liberales en realidad quería decir que había muy pocos, y casi todos ellos estaban, con razón, por fuera del partido liberal: lo habían abandonado o nunca estuvieron afiliados a él. El primer liberal que conocí fue Gerardo Molina, a través de sus libros, sus conferencias, sus acciones en el congreso y en esa iniciativa liberal llamada Firmes, a la que tan poca justicia se le ha hecho.
El segundo fue Carlos Gaviria. Escribía en El Mundo –en su primera, refrescante y liberal época– una columna profunda y meditada que tenía la virtud de elevar al lector por encima de sus conocimientos y autoestima. Después vino la historia que todo el país conoce. La que comenzó con la primera Corte Constitucional, alabada porque hizo todo lo posible por hacer reales las promesas y las ilusiones que generó la Constitución de 1991.
Gaviria contribuyó a generar uno de esos desequilibrios necesarios en la cultura política colombiana: el de la libertad individual. Colombia se encontraba con un Estado que era incapaz de regular a los grandes poderes legales e ilegales y que, en compensación, desfogaba todo su autoritarismo contra el individuo, apoyado en el conservadurismo dominante en la sociedad. Libertad de conciencia, libertad de elegir un modo de vida, libertad para morir.
Vino después su paso a la política profesional. Tal vez haya sido indispensable atender el llamado de la ética de la responsabilidad. Pero la política parcializa, la parcialidad neutraliza ciertos juicios y ciertas convicciones, y entraña compañías incómodas o funestas, cuando se ven en perspectiva. Uno hubiera preferido a Carlos Gaviria Díaz en condición de vocero estable de una conciencia pública favorable a las libertades, al individuo, a la mejor herencia de la ilustración. Este perfil es el que corresponde a las convicciones que le conocimos y por las que merece ser recordado. Se buscan herederos.
El Colombiano, 5 de abril
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