En tiempos pasados el desarrollo de los países solía medirse con indicadores que hoy resultan exóticos como, por ejemplo, la producción de ácido sulfúrico o acero. La economía de los países industriales giraba alrededor de la industria pesada y la química. Los indicadores de los países en desarrollo son más modestos, casi pudiera decirse que se pueden limitar al hierro y al cemento. A tal punto llega la importancia de la industria de construcción.
La economía política de muchas de nuestras ciudades en expansión gira de manera preminente alrededor de la construcción y, sobre todo, de las obras de vivienda de todo tipo, desde la suntuosa hasta la llamada de interés social. Alrededor de la construcción de vivienda se ha elaborado la arquitectura tributaria de muchos municipios y, paralelamente, una tupida red de corrupción pagada por los ciudadanos.
El secreto de muchos municipios ricos consiste en promover la construcción acelerada y densa de vivienda, lo que genera una tributación extraordinaria por obra y el aseguramiento de ingresos perpetuos por impuesto predial. En algunos casos, y por algún tiempo, el poder político local mantiene una baja presión impositiva a los ciudadanos y un nivel apreciable de subsidios que mantiene a la ciudadanía en la pasividad pues la carga recae sobre los nuevos propietarios.
Los políticos más ambiciosos e inescrupulosos han construido una cadena de valor compleja que incluye notarios, curadores, secretarios de planeación, empresas constructoras y directorios. Tal cadena puede manejar los precios de la tierra, “inventar” tierra usando zonas forestales, retiros de quebrada, enterrando manantiales o eliminando los retiros para vías, andenes, parques o equipamientos comunitarios. Es muy común que eximan a los constructores de las exigencias urbanísticas correspondientes a cada proyecto. Las ganancias del sector de la construcción entran, después, a alimentar los procesos de contratación, licitación y, obvio, las campañas políticas.
Cuando el modelo empieza a hacer crisis en algunas zonas entonces surge una necesidad “imprevista” de proyectos viales y urbanos. La solución nunca consiste en obligar a los constructores a hacer lo que no hicieron en su momento por ambición y con la complicidad de las autoridades municipales. El remedio genial es hacer cobros por valorización. De esta manera todos los ciudadanos pagan varias veces las ganancias de los constructores (que harán los nuevos proyectos), los impuestos que aceitan las maquinarias políticas y los pagos a todos los funcionarios corruptos. Las cargas ambientales y sociales de mediano plazo suelen ocultarse.
Hace 55 años el presidente estadunidense Dwight Eisenhower advirtió al país de la existencia de un “complejo industrial-militar” que pondría los intereses de algunos empresarios y los contratistas militares por encima de los del país. Aquí, pongamos por caso Envigado, Sabaneta o Caldas, hace rato estamos a merced de un complejo político constructor, corrupto, antidemocrático y predatorio.
Coda: a marchar por la vida.
El Colombiano, 8 de marzo
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