Colombia es un país de círculos viciosos y nudos gordianos. Pronto estaremos sufriendo –ojalá– los dilemas de la desmovilización de las Farc, como ya los sufrimos hace una década con los paramilitares. El círculo vicioso lo creamos nosotros mismos: queremos paz y para que la haya se tienen que desintegrar los grupos armados ilegales, si se desintegran producen miles de desmovilizados, pero después no queremos saber nada de ellos.
Desde 1989 hemos hecho 5 procesos de paz con guerrillas, dos más con grupos milicianos de Medellín, otro múltiple con los paramilitares. Fruto de esos acuerdos se desmovilizaron 42.916 personas (Minjusticia, 2012). Solo en los últimos diez años se desmovilizaron colectivamente 31.671 personas, sin contar los desmovilizados individuales. El efecto sobre los indicadores de seguridad del país fue benéfico.
Lo único que podemos hacer con los desmovilizados es reintegrarlos a la sociedad, pasando previamente por la cárcel o no. No los podemos lanzar al mar, ni enviar a otro país, en Gorgona no caben. Pero la sociedad no los quiere. Según la Encuesta Mundial de Valores 2012, en Colombia el 47% de la gente discrimina a los desmovilizados de los grupos armados (47%); en Antioquia la respuesta fue 39% (Sura, EAFIT, Gobernación de Antioquia, 2013).
Las evaluaciones profesionales que se han hecho de las desmovilizaciones son muy positivas. La Fundación Ideas para la Paz (FIP) encontró que apenas el 14% de los desmovilizados fracasó en su reinserción, lo que representa un éxito respecto a los estándares internacionales. El historiador estadunidense James Henderson, dice que la desmovilización paramilitar es un “fenómeno único en los anales de las guerras modernas” (Víctima de la globalización, p. 295).
De hecho, la única desmovilización que puede considerarse fracasada fue la de las Milicias Populares de Medellín (Giraldo y Mesa, 2013). Todas tuvieron lunares, como todas las acciones humanas. Grupos renuentes o rearmados, individuos filtrados para obtener beneficios o inflar los resultados, armas fantasmas. Que algunos sectores políticos descalificaran estos procesos no es extraño pues los políticos viven del conflicto. Que los medios de comunicación y muchos generadores de opinión hayan pregonado, sin pruebas, que la desmovilización fue un fracaso se entiende menos.
El resultado final es que el mensaje que se le trasmite a la opinión pública no solo es falso sino contraproducente. No queremos a esa gente en los grupos armados ilegales pero tampoco los queremos desmovilizados. No queremos la guerra pero tampoco aceptamos de buena gana los procesos de desarme y desmovilización. Estigmatizamos razonablemente al guerrero pero si modifica sus patrones de conducta, lo seguimos estigmatizando.
El calvario que padece hoy Luis Carlos Restrepo es una consecuencia de esta miopía social contra los procesos de desmovilización y sus protagonistas, y efecto colateral de una cadena de retaliaciones. Como dijo alguien hace 60 años, “esta es Colombia, Pablo”.
El Colombiano, 19 de octubre
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