A pesar de que algunos quieren mantener al fútbol y su afición en los terrenos puros del primitivismo, la tentación de intelectualizarlo se mantiene. Desde la famosa reflexión de Albert Camus hasta la reciente edición de Soccer and Philosophy. No solo el fútbol, el deporte en general: ciclismo, boxeo. Hay lecciones para gestores como las de Jorge Valdano y para políticos como la de Michael Ignatieff.
A propósito del Mundial algunos hemos intentado hablar de ética. Un buen artículo se refiere a “La moralidad interna del fútbol” (El Espectador, 05.07.14) en el que Rodrigo Uprimny extrae enseñanzas del deporte tales como la importancia de seguir las reglas, la base de solidaridad y cooperación que requieren los propósitos colectivos y la importancia de actitudes como entusiasmo y realismo para saber querer ganar y saber perder.
Todo iba muy bien con la euforia colombiana con la selección hasta el día del encuentro con Brasil. El partido empezó –según lo que vi en RCN y la repetición de DirecTV– bajo la sombra de la teoría de la conspiración, que goza de tanta popularidad a pesar de la falsedad que conlleva según cualquier teoría seria del conocimiento. Al final, la derrota se encubrió con ataques al arbitraje y con un manto de victimismo desaforado.
Al principio, uno le atribuye todo a la sangre caliente y al cráneo vacío de los comentaristas deportivos, pero con los días va leyendo columnas y titulares que racionalizan la reacción del mal perdedor y le van dando respaldo conciente a un montón de expresiones que configuran una especie de complejo de inferioridad asumido. Todo ello convertido ya en una actitud de revancha que se plasmó en una alegría postiza debido a la posterior e insólita derrota brasileña ante Alemania. De víctimas pasamos rápidamente a vengadores, repitiendo una mutación muy conocida en la historia colombiana.
Antes de aquel partido, Mauricio García Villegas se preguntaba si el fervor patriótico que producía la selección podría ser bien canalizado. Se inclinaba a creer que sí, “aunque todo esto que digo está lleno de incertidumbre” (El Espectador, 04.07.14). Una parte de la respuesta la obtuvo cuatro días después: la alegría se volvió rabia, la satisfacción fracaso, la gratitud venganza.
La respuesta a la inquietud de García es que las emociones por sí mismas no son negativas ni positivas, ni dañinas ni fecundas. La alegría, como el amor, también pueden matar; lo sabemos. Las emociones requieren mediaciones que permitan transformarlas en aprendizajes para una conducta responsable y constructiva. Los sentimientos tienen que ser, también, objeto de educación. La brecha entre la emocionalidad popular y los propósitos educativos debe cerrarse, para que episodios de sentimiento colectivo –duelo o alegría, ira o miedo– sirvan de motivo de reflexión y puedan convertirse en catalizadores de nuestros proyectos como sociedad.
El Colombiano, 13 de julio
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