A caballo entre una historia de la vida cotidiana en Medellín, una muestra de casos ilustrativos de las disfuncionalidades de la cultura amorosa y matrimonial a lo largo del siglo XX y una ilustración de la violencia sorda y episódica del tiempo aquel en que no nos matábamos por montones, “Déjame gritar” es el libro que Jorge Mario Betancur presentó hace poco en la Fiesta del Libro.
Las seis historias que se cuentan allí trascurren en Medellín –así se entrelacen con Sopetrán o Rionegro, por ejemplo– entre finales del siglo XIX y los años sesenta. Corresponden al siglo de la industrialización y la urbanización del valle de Aburrá y al apogeo del proyecto antioqueño. La crisis del proyecto regional, que se analiza en la obra de María Teresa Uribe o en el reciente libro de Nicanor Restrepo, apenas se insinúa. Ciertamente el descuartizamiento de Ana Agudelo en 1968 corresponde a la vieja época, mientras el secuestro de Diego Echavarría Misas en 1971 tal vez haya inaugurado otro periodo. En este sentido, “Déjame gritar” retrata la cultura de la Medellín de antes.
“Déjame gritar” se puede leer de muchos modos. Algunos leen básicamente la faz terrible de una sociedad machista (Arcadia 98). El autor cuenta que su puerta de entrada fueron los archivos del manicomio de Bermejal y se autorretrata –en la presentación del libro y en la entrevista de Arcadia– como un relator de la opresión sobre la mujer. Puede ser.
Yo encuentro dos asesinatos: uno de un hombre y otro de una mujer; veo la manipulación hasta el suicidio de una mujer sobre otra; hallo un hombre encerrado en el manicomio para proteger una fortuna familiar; otro hombre que tortura a su esposa y una madre que discrimina y destierra a su hija; un juez decimonónico preocupado por la violencia doméstica como si su mente fuera del siglo XXI y su visión jurídica superara a nuestros contemporáneos.
Esa es la riqueza de estos relatos que se cuentan como cuentos buenos y se sustentan como narraciones históricas, respaldadas por archivos judiciales, periódicos, entrevistas, obras de contexto. Y que se reciben con la tranquilidad con la que pasan las horas porque nada en “Déjame gritar” parece espectacular y todo se aparece como propio de la normalidad, la naturalidad, de una época. Hasta que cerramos el libro y nos damos cuenta que esos caballeros honorables, esos tipos normales, esas señoras de bien que se mantenían en La Candelaria o en la Catedral Metropolitana, encarnaban un mal grande.
O hasta ahora, cuando pienso que la sociedad de ese entonces se desentendió de las dislocaciones entre la modernización y los valores tradicionales, acalló y ocultó el malestar que se propagaba en las familias, las parejas, la amistades y que no conocía clase social ni color de piel.
El Colombiano, 17 de noviembre
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