miércoles, 20 de noviembre de 2013
Pasión única y centenaria
Cuando una multitud renueva una tradición alrededor de una divisa. Abajo, en la cancha no hay fútbol, ni espectáculos, ni mesas con trofeos, ni autoridades. Está claro que tampoco hay farándula, ni dinero (el precedente fue una marcha larga, roja y ruidosa, que se quisieran otras causas). Solo el espíritu de la pasión que nombra nuestra ciudad. Inigualable, inolvidable.
(14 de noviembre del 2013, Estadio Atanasio Girardot -el héroe de la bandera-; en primer plano, Carlos Giraldo).
Déjame gritar
A caballo entre una historia de la vida cotidiana en Medellín, una muestra de casos ilustrativos de las disfuncionalidades de la cultura amorosa y matrimonial a lo largo del siglo XX y una ilustración de la violencia sorda y episódica del tiempo aquel en que no nos matábamos por montones, “Déjame gritar” es el libro que Jorge Mario Betancur presentó hace poco en la Fiesta del Libro.
Las seis historias que se cuentan allí trascurren en Medellín –así se entrelacen con Sopetrán o Rionegro, por ejemplo– entre finales del siglo XIX y los años sesenta. Corresponden al siglo de la industrialización y la urbanización del valle de Aburrá y al apogeo del proyecto antioqueño. La crisis del proyecto regional, que se analiza en la obra de María Teresa Uribe o en el reciente libro de Nicanor Restrepo, apenas se insinúa. Ciertamente el descuartizamiento de Ana Agudelo en 1968 corresponde a la vieja época, mientras el secuestro de Diego Echavarría Misas en 1971 tal vez haya inaugurado otro periodo. En este sentido, “Déjame gritar” retrata la cultura de la Medellín de antes.
“Déjame gritar” se puede leer de muchos modos. Algunos leen básicamente la faz terrible de una sociedad machista (Arcadia 98). El autor cuenta que su puerta de entrada fueron los archivos del manicomio de Bermejal y se autorretrata –en la presentación del libro y en la entrevista de Arcadia– como un relator de la opresión sobre la mujer. Puede ser.
Yo encuentro dos asesinatos: uno de un hombre y otro de una mujer; veo la manipulación hasta el suicidio de una mujer sobre otra; hallo un hombre encerrado en el manicomio para proteger una fortuna familiar; otro hombre que tortura a su esposa y una madre que discrimina y destierra a su hija; un juez decimonónico preocupado por la violencia doméstica como si su mente fuera del siglo XXI y su visión jurídica superara a nuestros contemporáneos.
Esa es la riqueza de estos relatos que se cuentan como cuentos buenos y se sustentan como narraciones históricas, respaldadas por archivos judiciales, periódicos, entrevistas, obras de contexto. Y que se reciben con la tranquilidad con la que pasan las horas porque nada en “Déjame gritar” parece espectacular y todo se aparece como propio de la normalidad, la naturalidad, de una época. Hasta que cerramos el libro y nos damos cuenta que esos caballeros honorables, esos tipos normales, esas señoras de bien que se mantenían en La Candelaria o en la Catedral Metropolitana, encarnaban un mal grande.
O hasta ahora, cuando pienso que la sociedad de ese entonces se desentendió de las dislocaciones entre la modernización y los valores tradicionales, acalló y ocultó el malestar que se propagaba en las familias, las parejas, la amistades y que no conocía clase social ni color de piel.
El Colombiano, 17 de noviembre
Las seis historias que se cuentan allí trascurren en Medellín –así se entrelacen con Sopetrán o Rionegro, por ejemplo– entre finales del siglo XIX y los años sesenta. Corresponden al siglo de la industrialización y la urbanización del valle de Aburrá y al apogeo del proyecto antioqueño. La crisis del proyecto regional, que se analiza en la obra de María Teresa Uribe o en el reciente libro de Nicanor Restrepo, apenas se insinúa. Ciertamente el descuartizamiento de Ana Agudelo en 1968 corresponde a la vieja época, mientras el secuestro de Diego Echavarría Misas en 1971 tal vez haya inaugurado otro periodo. En este sentido, “Déjame gritar” retrata la cultura de la Medellín de antes.
“Déjame gritar” se puede leer de muchos modos. Algunos leen básicamente la faz terrible de una sociedad machista (Arcadia 98). El autor cuenta que su puerta de entrada fueron los archivos del manicomio de Bermejal y se autorretrata –en la presentación del libro y en la entrevista de Arcadia– como un relator de la opresión sobre la mujer. Puede ser.
Yo encuentro dos asesinatos: uno de un hombre y otro de una mujer; veo la manipulación hasta el suicidio de una mujer sobre otra; hallo un hombre encerrado en el manicomio para proteger una fortuna familiar; otro hombre que tortura a su esposa y una madre que discrimina y destierra a su hija; un juez decimonónico preocupado por la violencia doméstica como si su mente fuera del siglo XXI y su visión jurídica superara a nuestros contemporáneos.
Esa es la riqueza de estos relatos que se cuentan como cuentos buenos y se sustentan como narraciones históricas, respaldadas por archivos judiciales, periódicos, entrevistas, obras de contexto. Y que se reciben con la tranquilidad con la que pasan las horas porque nada en “Déjame gritar” parece espectacular y todo se aparece como propio de la normalidad, la naturalidad, de una época. Hasta que cerramos el libro y nos damos cuenta que esos caballeros honorables, esos tipos normales, esas señoras de bien que se mantenían en La Candelaria o en la Catedral Metropolitana, encarnaban un mal grande.
O hasta ahora, cuando pienso que la sociedad de ese entonces se desentendió de las dislocaciones entre la modernización y los valores tradicionales, acalló y ocultó el malestar que se propagaba en las familias, las parejas, la amistades y que no conocía clase social ni color de piel.
El Colombiano, 17 de noviembre
jueves, 14 de noviembre de 2013
Leyendo encuestas
Nada más equívocamente sintomático que la presentación de las encuestas preelectorales en los medios de comunicación. Sintomático del diablo de los números (antes los periodistas hablablan del diablillo de la imprenta para justificar los errores); sintómatico de lecturas planas y apresuradas; sintomático del wishful thinking que se ha apoderado de los medios en Bogotá, que quieren hacer presentar a Santos como el gobernante que no es.
Nadie dijo que Vargas Lleras le gana a Santos, ¿por qué? ¿no quieren infundirle malos pensamientos? Nadie dijo que una probable coalición entre el Centro Democrático y el conservatismo estaría en condiciones de disputar seriamente la presidencia, ni que una eventual coalición del Polo Democrático y Alianza Verde tendría hoy cerca del 20% de la intención de voto. Sobre todo, nadie dijo que la mayoría relativa del voto en blanco implica que Santos tiene hoy la reelección más perdida que ganada y que la ciudadanía -especialmente de Bogotá, centrooriente y la región antioqueña y caldense- está esperando mejores propuestas.
Lo que no se dice es que el anumerismo o el simplismo o el amiguismo de algunos medios condena al país a una política sin alternativas, entregada a las viejas familias bogotanas y condenada a cuatro años más de ineficiencia y descalabro institucional.
Nadie dijo que Vargas Lleras le gana a Santos, ¿por qué? ¿no quieren infundirle malos pensamientos? Nadie dijo que una probable coalición entre el Centro Democrático y el conservatismo estaría en condiciones de disputar seriamente la presidencia, ni que una eventual coalición del Polo Democrático y Alianza Verde tendría hoy cerca del 20% de la intención de voto. Sobre todo, nadie dijo que la mayoría relativa del voto en blanco implica que Santos tiene hoy la reelección más perdida que ganada y que la ciudadanía -especialmente de Bogotá, centrooriente y la región antioqueña y caldense- está esperando mejores propuestas.
Lo que no se dice es que el anumerismo o el simplismo o el amiguismo de algunos medios condena al país a una política sin alternativas, entregada a las viejas familias bogotanas y condenada a cuatro años más de ineficiencia y descalabro institucional.
miércoles, 13 de noviembre de 2013
Metro bizarro
Gracias a la circulación cultural nuestro léxico sufre transformaciones asombrosas. En la mente de alguien de mi generación –que leía a Lope de Vega y a Calderón de la Barca en el colegio, y las revistas de dibujos en las peluquerías– la palabra bizarro es una de las más engañosas.
Definida por la Real Academia de la Lengua Española como “generoso, lucido, espléndido”, bizarro parecía ligada siempre a palabras como noble, honorable, caballeroso, incluso valiente. En inglés el significado es muy distinto. “Grotesco, inesperado”, en el sentido de extraño, dice el Webster, cosa que no aprendimos en el salón de clases sino por las revistas de Supermán. Bizarro era una especie de mutante caracterizado por ser errático, torpe y descontrolado.
Este desdoblamiento léxico ocurre a veces institucionalmente, al menos eso creo que nos está pasando en Medellín con el Metro.
El Metro de Medellín es una de las empresas más admiradas, eficientes y constructivas de la ciudad. El mero proyecto se convirtió en un desafío en la peor época de la región y su finalización supuso un triunfo y un momento de reconocimiento comunitario. El Metro convirtió los extramuros en centros de ornato y nuevos espacios públicos. Se dirá con justeza que el Metro es bizarro en el sentido castizo de la palabra.
Cosa distinta ocurre con Metroplús. Hace poco el diario El Tiempo publicó un reportaje sobre siete “obras inútiles en Colombia” (29.10.13) que comienza con la estación San Pedro de Metroplús, que no fue recibida a satisfacción por el Metro de Medellín y que está siendo objeto de investigación por parte de la Contraloría. La movilización ciudadana en Envigado contra la construcción del tramo 2B puso en evidencia la forma inconsulta y antitécnica como se ha tratado de construir esa obra. Metroplús ya tuvo la destrucción de una estación en una refriega pública, cosa que nunca le ha pasado al Metro.
Basta visitar el trayecto construido desde los límites con Sabaneta hasta la calle 40 sur para ver de qué se trata. Una larga cuneta que constriñe a los peatones entre la vía y altos muros de concreto (el sueño de los bandidos), andenes con menos de dos metros de ancho con cuadrados de tierra para pequeños arbustos, vecindarios completos con su paisaje amputado. Donde Metroplús encontró belleza ahora solo hay losas de concreto y esa es la amenaza para toda la Avenida El Poblado hasta la calle 30.
En los próximos días el Tribunal Superior de Antioquia se pronunciará sobre las acciones interpuestas por los ciudadanos, en un caso que en Estados Unidos se llamaría “Metroplús versus el pueblo de Envigado”. Una empresa pública que está contra la opinión ciudadana es una empresa bizarra en el sentido inglés del término. Esperemos que la Alcaldía de Medellín sí escuche a sus ciudadanos.
El Colombiano, 10 de noviembre
Definida por la Real Academia de la Lengua Española como “generoso, lucido, espléndido”, bizarro parecía ligada siempre a palabras como noble, honorable, caballeroso, incluso valiente. En inglés el significado es muy distinto. “Grotesco, inesperado”, en el sentido de extraño, dice el Webster, cosa que no aprendimos en el salón de clases sino por las revistas de Supermán. Bizarro era una especie de mutante caracterizado por ser errático, torpe y descontrolado.
Este desdoblamiento léxico ocurre a veces institucionalmente, al menos eso creo que nos está pasando en Medellín con el Metro.
El Metro de Medellín es una de las empresas más admiradas, eficientes y constructivas de la ciudad. El mero proyecto se convirtió en un desafío en la peor época de la región y su finalización supuso un triunfo y un momento de reconocimiento comunitario. El Metro convirtió los extramuros en centros de ornato y nuevos espacios públicos. Se dirá con justeza que el Metro es bizarro en el sentido castizo de la palabra.
Cosa distinta ocurre con Metroplús. Hace poco el diario El Tiempo publicó un reportaje sobre siete “obras inútiles en Colombia” (29.10.13) que comienza con la estación San Pedro de Metroplús, que no fue recibida a satisfacción por el Metro de Medellín y que está siendo objeto de investigación por parte de la Contraloría. La movilización ciudadana en Envigado contra la construcción del tramo 2B puso en evidencia la forma inconsulta y antitécnica como se ha tratado de construir esa obra. Metroplús ya tuvo la destrucción de una estación en una refriega pública, cosa que nunca le ha pasado al Metro.
Basta visitar el trayecto construido desde los límites con Sabaneta hasta la calle 40 sur para ver de qué se trata. Una larga cuneta que constriñe a los peatones entre la vía y altos muros de concreto (el sueño de los bandidos), andenes con menos de dos metros de ancho con cuadrados de tierra para pequeños arbustos, vecindarios completos con su paisaje amputado. Donde Metroplús encontró belleza ahora solo hay losas de concreto y esa es la amenaza para toda la Avenida El Poblado hasta la calle 30.
En los próximos días el Tribunal Superior de Antioquia se pronunciará sobre las acciones interpuestas por los ciudadanos, en un caso que en Estados Unidos se llamaría “Metroplús versus el pueblo de Envigado”. Una empresa pública que está contra la opinión ciudadana es una empresa bizarra en el sentido inglés del término. Esperemos que la Alcaldía de Medellín sí escuche a sus ciudadanos.
El Colombiano, 10 de noviembre
miércoles, 6 de noviembre de 2013
Space, calamidad y acontecimiento
Respecto al colapso de la torre 6 de la unidad residencial Space en El Poblado, podemos caer en dos situaciones peligrosas para la ciudad y para el país: la trivialización y el olvido.
La trivialización pasa por la idea de que lo que allí pasó no fue tan grave. Un periodista de televisión –afanado y consternado– alcanzó a decir en una trasmisión en directo que “solamente” se había caído una torre. Por supuesto, fue un lapsus, pero corremos el peligro de que se quiera convertir ese lapsus en una valoración social del asunto.
El caso concreto es que nunca antes había pasado en Medellín o en el resto del país que se cayera una torre de veintipico de pisos, habitada, que se llevara consigo otra torre similar. Y no se puede trivializar porque es evidente que se trata de un desastre originado en causas humanas. Que a nadie sensato se le pueda ocurrir que se trata de una acción voluntaria no excluye que los orígenes del daño están en decisiones y acciones humanas. Ya se verá luego lo que dictaminen las diversas autoridades respecto a la individualización y tipificación de las responsabilidades que concurrieron en la producción de esta calamidad.
El olvido es también un ejercicio problemático. El drama de Space no se puede reducir al dolor de los deudos y a las pérdidas de todo tipo de los propietarios. Esto ni es ni se puede reducir a un asunto privado. Por eso es indispensable que se convierta en un acontecimiento.
¿Qué significa que un hecho cualquiera se convierta en acontecimiento? Significa elevarlo a una condición magnífica que impida que se olvide y que obligue a que las cosas conectadas con él cambien radicalmente a partir de ese momento. Que el colapso de Space se convierta en un acontecimiento quiere decir que en adelante la cadena de producción del sector de la construcción tiene que cambiar, que los procesos regulatorios y de control de las entidades estatales sobre la construcción deben reformarse y que los patrones culturales y económicos de consumo de vivienda deben modificarse.
De esta manera comprendo la intervención del alcalde Aníbal Gaviria el lunes 29 de octubre. La claridad del mandatario trasmite el mensaje de quien tiene la intención de que a partir de esta calamidad muchas otras cosas cambien: la legislación nacional, los criterios del plan de ordenamiento territorial, la vigilancia pública sobre el desempeño de los constructores, la prioridad de las personas sobre las empresas.
Entre tanta amargura, los gremios agravan las cosas. Los directivos nacionales de la Lonja y Camacol han sacado a relucir su falta de sensibilidad y civismo; el cinismo de culpar al regulador y exculpar todo error propio. Corroboran las críticas de Gabriel Harry a la dirigencia gremial del país (El Colombiano, 20.10.13).
El Colombiano, 3 de noviembre
La trivialización pasa por la idea de que lo que allí pasó no fue tan grave. Un periodista de televisión –afanado y consternado– alcanzó a decir en una trasmisión en directo que “solamente” se había caído una torre. Por supuesto, fue un lapsus, pero corremos el peligro de que se quiera convertir ese lapsus en una valoración social del asunto.
El caso concreto es que nunca antes había pasado en Medellín o en el resto del país que se cayera una torre de veintipico de pisos, habitada, que se llevara consigo otra torre similar. Y no se puede trivializar porque es evidente que se trata de un desastre originado en causas humanas. Que a nadie sensato se le pueda ocurrir que se trata de una acción voluntaria no excluye que los orígenes del daño están en decisiones y acciones humanas. Ya se verá luego lo que dictaminen las diversas autoridades respecto a la individualización y tipificación de las responsabilidades que concurrieron en la producción de esta calamidad.
El olvido es también un ejercicio problemático. El drama de Space no se puede reducir al dolor de los deudos y a las pérdidas de todo tipo de los propietarios. Esto ni es ni se puede reducir a un asunto privado. Por eso es indispensable que se convierta en un acontecimiento.
¿Qué significa que un hecho cualquiera se convierta en acontecimiento? Significa elevarlo a una condición magnífica que impida que se olvide y que obligue a que las cosas conectadas con él cambien radicalmente a partir de ese momento. Que el colapso de Space se convierta en un acontecimiento quiere decir que en adelante la cadena de producción del sector de la construcción tiene que cambiar, que los procesos regulatorios y de control de las entidades estatales sobre la construcción deben reformarse y que los patrones culturales y económicos de consumo de vivienda deben modificarse.
De esta manera comprendo la intervención del alcalde Aníbal Gaviria el lunes 29 de octubre. La claridad del mandatario trasmite el mensaje de quien tiene la intención de que a partir de esta calamidad muchas otras cosas cambien: la legislación nacional, los criterios del plan de ordenamiento territorial, la vigilancia pública sobre el desempeño de los constructores, la prioridad de las personas sobre las empresas.
Entre tanta amargura, los gremios agravan las cosas. Los directivos nacionales de la Lonja y Camacol han sacado a relucir su falta de sensibilidad y civismo; el cinismo de culpar al regulador y exculpar todo error propio. Corroboran las críticas de Gabriel Harry a la dirigencia gremial del país (El Colombiano, 20.10.13).
El Colombiano, 3 de noviembre
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