En una posada del pequeño poblado de Novilara –sito camino al mar Adriático, entre Pesaro y Fano– la dinámica de los poderes italianos habría hecho posible que se encontraran los dos hombres del Renacimiento más influyentes, tal vez, en el medio milenio subsiguiente.
El hacinamiento de la gente que huye del frío y busca unirse al séquito de César Borgia obliga a reacomodar a los huéspedes y un amable Leonardo da Vinci alberga en su recinto al atrayente Nicolás Maquiavelo, a quien ha visto la noche anterior. Una noche en la que el artista intentaba demostrar a un grupo de personas el funcionamiento de un asador que cambiaba de velocidad con las variaciones de la temperatura, mientras el secretario de Florencia aseguraba a otro grupo haber descubierto un método matemático para ganar los juegos de dados.
Entre septiembre y diciembre de 1502 estos dos hombres habrían tenido la oportunidad de encontrarse varias veces, en distintos lugares y discutir sobre varios asuntos; en realidad sobre política. Esta es la plausible ficción que desarrolla Dimitri Merezhosvki en el capítulo 12 de El romance de Leonardo. Es difícil imaginar un encuentro más grandioso. El observador Leonardo da Vinci identificó en Nicolás Maquiavelo a alguien poseído por “el afán de no pensar como el mundo, el odio a los lugares comunes”, y se dio cuenta de que esas pasiones también le eran comunes.
“Me quedaría sin comer por poder hablar de política con un hombre inteligente. Pero esa es mi desgracia. ¿Dónde encontrar las gentes inteligentes?”. Maquiavelo, le dice a Leonardo, hablando de la política como ciencia, de la que se le reconoce como el fundador en los tiempos modernos. No de la política como acción social, de la que cree, al contrario, que en el pueblo es donde reside la sabiduría. “Hay que estar entre el pueblo para conocer al soberano”, le hace decir el escritor ruso a Nicolás.
De esta manera se configura el triángulo fundamental de la política: el estudioso, el pueblo y el soberano. El mismo que desveló a Max Weber en los últimos años de su vida: el científico, el ciudadano y el político profesional. Un triángulo cuyos vértices operan con lógicas diferentes, lenguajes diferentes y cuyas comprensiones mutuas no se pueden dar por sentadas, por más que operen sobre los mismos asuntos.
Once años después de este encuentro novelesco entre Leonardo y Maquiavelo, hace exactamente 500 años, escribió El príncipe, una obra que se publicó varios años después de su muerte. El príncipe, con su brevedad y severa concisión, sacudió al mundo e hizo de Maquiavelo un clásico y del maquiavelismo una palabra corriente y aceptada en los diccionarios, a veces, un insulto. Después tendría la suerte de los clásicos: popularidad, prohibiciones, mala fama, después buena (entre los estudiosos), lecturas audaces, otras anacrónicas.
El Colombiano, 25 de agosto
miércoles, 28 de agosto de 2013
miércoles, 21 de agosto de 2013
Tercera vía
Hace más de 15 años Juan Manuel Santos, queriendo incursionar en la política, se puso a buscar un ideario. Sea porque careciera de una tradición ideológica o por incapacidad para armar un discurso propio a partir del sinnúmero de propuestas en circulación, Santos se pegó de la llamada “tercera vía”. En esos tiempos Tony Blair gozaba de buena imagen, todavía no había pasado por aquellas de ser escudero de George W. Bush y corresponsable de la catástrofe de Irak, la peor desde los tiempos de Vietnam.
La tercera vía fue un invento del sociólogo Anthony Giddens para buscar un camino entre una socialdemocracia agotada y un neoliberalismo injusto. En la práctica resultó un paliativo para el thatcherismo. Santos nunca se dio cuenta que la fórmula podía ser útil para Europa, pero no para Colombia. Nunca hemos tenido suficiente liberalismo –a menos que uno confunda la libertad con el desorden– y menos aún socialdemocracia. Pero Santos se entusiasmó y logró incluso que Blair, un personaje que cobra caro, le firmara un libro conjuntamente.
La tercera vía de Santos, después de tres años de gobierno, quedó reducida a la famosa mermelada, es decir al mismo clientelismo de siempre llevado a la máxima potencia y encubierto con un término dulzón. Y no tiene a ningún sociólogo insigne detrás sino a J. J. Rendón, aquel de “la ética es para filósofos”, cuya influencia se nota en el populismo barato (ahora va a regalar cien mil becas) y el escalamiento de la corrupción.
Puede que la tercera vía sea otra cosa distinta. El pensador argentino Alberto Buela planteó hace poco que los gobiernos suramericanos se dividen entre los que tienen discurso pero no realizaciones, como el de Kirchner, y los que no tienen discursos pero muestran obras, como el de Humala. La tercera vía criolla de Santos puede consistir, siguiendo ese razonamiento, en que se trata de un gobierno que no tiene ni discurso ni ejecutorias. Vaya mire el lector el informe del portal La silla vacía sobre la ejecución presupuestal. Vistos los números, la conclusión es que “la verdadera locomotora es el pago de la deuda”. El gobierno es bueno pagando deudas, sacándole dinero a la economía y a la clase media y haciendo promesas. En resumen, la tercera vía de Santos es chibchombiana: ni chicha, ni limonada.
Eso no significa que Colombia no necesite una alternativa. Sería terrible que llegáramos a las elecciones presidenciales con una competencia entre primos que, fracasados en los medios de comunicación, hagan del Estado el objeto de su ineptitud. O que resultáramos atrapados entre los de siempre y las Farc. Nos merecemos algo mejor.
Oro: Que no se le ocurra a Caterine Ibargüen cantar el himno antioqueño ya que, según algunos, es una exclusividad de gentes blancas y de “buena” dicción.
El Colombiano, 18 de agosto.
La tercera vía fue un invento del sociólogo Anthony Giddens para buscar un camino entre una socialdemocracia agotada y un neoliberalismo injusto. En la práctica resultó un paliativo para el thatcherismo. Santos nunca se dio cuenta que la fórmula podía ser útil para Europa, pero no para Colombia. Nunca hemos tenido suficiente liberalismo –a menos que uno confunda la libertad con el desorden– y menos aún socialdemocracia. Pero Santos se entusiasmó y logró incluso que Blair, un personaje que cobra caro, le firmara un libro conjuntamente.
La tercera vía de Santos, después de tres años de gobierno, quedó reducida a la famosa mermelada, es decir al mismo clientelismo de siempre llevado a la máxima potencia y encubierto con un término dulzón. Y no tiene a ningún sociólogo insigne detrás sino a J. J. Rendón, aquel de “la ética es para filósofos”, cuya influencia se nota en el populismo barato (ahora va a regalar cien mil becas) y el escalamiento de la corrupción.
Puede que la tercera vía sea otra cosa distinta. El pensador argentino Alberto Buela planteó hace poco que los gobiernos suramericanos se dividen entre los que tienen discurso pero no realizaciones, como el de Kirchner, y los que no tienen discursos pero muestran obras, como el de Humala. La tercera vía criolla de Santos puede consistir, siguiendo ese razonamiento, en que se trata de un gobierno que no tiene ni discurso ni ejecutorias. Vaya mire el lector el informe del portal La silla vacía sobre la ejecución presupuestal. Vistos los números, la conclusión es que “la verdadera locomotora es el pago de la deuda”. El gobierno es bueno pagando deudas, sacándole dinero a la economía y a la clase media y haciendo promesas. En resumen, la tercera vía de Santos es chibchombiana: ni chicha, ni limonada.
Eso no significa que Colombia no necesite una alternativa. Sería terrible que llegáramos a las elecciones presidenciales con una competencia entre primos que, fracasados en los medios de comunicación, hagan del Estado el objeto de su ineptitud. O que resultáramos atrapados entre los de siempre y las Farc. Nos merecemos algo mejor.
Oro: Que no se le ocurra a Caterine Ibargüen cantar el himno antioqueño ya que, según algunos, es una exclusividad de gentes blancas y de “buena” dicción.
El Colombiano, 18 de agosto.
martes, 13 de agosto de 2013
Canto del antioqueño
Si pudiera postularse un emblema de la conmemoración de los 200 años del “Acto de Absoluta Independencia de Antioquia”, yo propondría la versión de “El canto del antioqueño” que empieza a difundirse desde hoy. En medio de libros, exposiciones, seminarios y discursos, el mensaje más claro y contundente lo trasmite esta pieza musical y visual.
La razón básica es que nada representa mejor la idea de una singularidad compleja como la antioqueña. Hemos presenciado propuestas arrastradas por cierto multiculturalismo acrítico que se ufanan de deconstruir la idea de antioqueñidad. También, por supuesto, encontramos agónicos defensores del arruinado mito paisa. La versión de “El canto del antioqueño” que se realizó en el bicentenario se aparta de tradicionalistas y posmodernos. Muestra el himno como símbolo de singularidad identitaria de un departamento en el que convivimos diversos tipos humanos, comunidades de gusto y paisajes.
Esta pieza refleja bien lo que encontramos en una investigación sobre las representaciones sociales en Antioquia, realizada en la Universidad EAFIT por iniciativa de la Gobernación y bajo el auspicio de Sura. Los habitantes de todas las regiones de Antioquia –desde el Caribe hasta el Magdalena Medio y desde el Bajo Cauca hasta el río Samaná– tienen un profundo sentido de pertenencia con el departamento y se sienten muy orgullosos de ser antioqueños (95%). Tienen entre sí algunas diferencias en la manera de llevar su cotidianidad, pero se asemejan mucho en creencias y preferencias, algunas de ellas nada positivas.
La divulgación del video promocional suscitó algunos comentarios. Una persona preguntó, ¿por qué suena un acordeón en esta versión? La respuesta más sencilla está en nuestro estudio: el vallenato es el segundo ritmo más popular en el departamento después de la balada, duplicando en afinidad a la llamada “música popular”; en todas las subregiones, el vallenato figura entre los dos ritmos más apetecidos por la gente. Los prejuicios sobre nuestro gusto musical se derrumban con otros datos: el gusto por la salsa en Antioquia duplica a la ranchera y los rockeros triplican a los tangueros, y se oyen en la misma proporción la música religiosa y la carrilera.
Antioquia es sentida por sus habitantes como una comunidad cultural, fuertemente vinculada por el territorio, la historia y rasgos de carácter acentuados como la pujanza y la confianza. Pero no puede verse como una comunidad uniforme, sometida a la simbología blanca y maicera que se impuso entre fines del siglo XIX y mediados del siglo XX. Antioquia es singular, pero no simple. Reúne costeños, sabaneros, calentanos, montañeros de distintas vertientes; es un departamento de mestizos con más población negra que Chocó y más indios que Nariño. Cada vez pesan menos las tradiciones y hay una tendencia mayoritaria hacia expresiones culturales contemporáneas y cosmopolitas, pero casi todos se sienten bien descritos bajo el singular antioqueño.
El Colombiano, 11 de agosto
La razón básica es que nada representa mejor la idea de una singularidad compleja como la antioqueña. Hemos presenciado propuestas arrastradas por cierto multiculturalismo acrítico que se ufanan de deconstruir la idea de antioqueñidad. También, por supuesto, encontramos agónicos defensores del arruinado mito paisa. La versión de “El canto del antioqueño” que se realizó en el bicentenario se aparta de tradicionalistas y posmodernos. Muestra el himno como símbolo de singularidad identitaria de un departamento en el que convivimos diversos tipos humanos, comunidades de gusto y paisajes.
Esta pieza refleja bien lo que encontramos en una investigación sobre las representaciones sociales en Antioquia, realizada en la Universidad EAFIT por iniciativa de la Gobernación y bajo el auspicio de Sura. Los habitantes de todas las regiones de Antioquia –desde el Caribe hasta el Magdalena Medio y desde el Bajo Cauca hasta el río Samaná– tienen un profundo sentido de pertenencia con el departamento y se sienten muy orgullosos de ser antioqueños (95%). Tienen entre sí algunas diferencias en la manera de llevar su cotidianidad, pero se asemejan mucho en creencias y preferencias, algunas de ellas nada positivas.
La divulgación del video promocional suscitó algunos comentarios. Una persona preguntó, ¿por qué suena un acordeón en esta versión? La respuesta más sencilla está en nuestro estudio: el vallenato es el segundo ritmo más popular en el departamento después de la balada, duplicando en afinidad a la llamada “música popular”; en todas las subregiones, el vallenato figura entre los dos ritmos más apetecidos por la gente. Los prejuicios sobre nuestro gusto musical se derrumban con otros datos: el gusto por la salsa en Antioquia duplica a la ranchera y los rockeros triplican a los tangueros, y se oyen en la misma proporción la música religiosa y la carrilera.
Antioquia es sentida por sus habitantes como una comunidad cultural, fuertemente vinculada por el territorio, la historia y rasgos de carácter acentuados como la pujanza y la confianza. Pero no puede verse como una comunidad uniforme, sometida a la simbología blanca y maicera que se impuso entre fines del siglo XIX y mediados del siglo XX. Antioquia es singular, pero no simple. Reúne costeños, sabaneros, calentanos, montañeros de distintas vertientes; es un departamento de mestizos con más población negra que Chocó y más indios que Nariño. Cada vez pesan menos las tradiciones y hay una tendencia mayoritaria hacia expresiones culturales contemporáneas y cosmopolitas, pero casi todos se sienten bien descritos bajo el singular antioqueño.
El Colombiano, 11 de agosto
miércoles, 7 de agosto de 2013
Francisco, sobre política
El Papa vino a América Latina. La región del mundo donde vive el 40% de los católicos y donde más del 90% de la gente dice ser católica, incluyendo gobernantes, empresarios y líderes en diversos campos. La cobertura de medios resultó desconcertante. Le va mejor a Messi cuando viene corretear por alguna cancha o a Paris Hilton. Muy raro. A lo mejor tiene que ver con la incorrección de las cosas que dice Francisco; que ponen a pensar y que sacuden.
En sus declaraciones en Brasil, Francisco se refirió varias veces a la política. Lo hizo sobre tres aspectos que son dignos de comentario en nuestro medio.
Primero reafirmó la idea laica del Estado. Digo reafirmó porque ya su antecesor había sido enfático al respecto. El catolicismo no es medieval, es moderno. Entiende los tiempos del Estado laico y los beneficios sociales de esa postura. Pide como es natural –cosa que no entienden los anticlericales ramplones– que se valore y se respete el espíritu religioso. Francisco insiste en una iglesia social contra la intención sectaria que siempre se mantiene al acecho.
El Papa también se expresó sobre la importancia de la política. “La política es una de las formas más altas de la caridad”, dijo. No sobra indicar que en el lenguaje cristiano la caridad es el amor al prójimo. Lo recuerdo porque en el sentido común se le confunde con la limosna. Como caridad, la política se rescata en tanto actividad de servicio a la comunidad y en beneficio de la gente. La advertencia de Francisco de que la despolitización es uno de los males más terribles del mundo contemporáneo es muy importante.
Finalmente, insistió en la política del diálogo. Al respecto, sus palabras fueron más escuetas. Enarboló la bandera del diálogo como una alternativa entre la indiferencia y la violencia. Entiende Francisco que esos dos extremos son los principales males de la sociedad occidental. El peso masivo y mayoritario de los apáticos que se refugian en la intimidad y la banalidad; el terrible daño que causan los grupos pequeños pero sistemáticos de violentos.
Hubiera podido precisar sobre perversiones de la política: la política como un nuevo mercado de compras y ventas, como medio de enriquecimiento; y la política como dispositivo para adulterar la voluntad de la gente, para callarla y amedrentarla. Y también podría profundizar en el sentido del diálogo como deliberación razonada, no siempre conducente a acuerdos, pero siempre abierto a diferentes opciones, incluyente de nuevas y diversas posiciones.
No sabemos si habrá una encíclica sobre la política. (No recuerdo una sola.) Y tampoco podemos adivinar si este pontificado durará lo suficiente como para afectar significativamente la cultura católica o al menos cambiar la institución eclesial. Es un mensaje ecuménico, claro está, pero también a la medida de Colombia.
El Colombiano, 4 de agosto.
En sus declaraciones en Brasil, Francisco se refirió varias veces a la política. Lo hizo sobre tres aspectos que son dignos de comentario en nuestro medio.
Primero reafirmó la idea laica del Estado. Digo reafirmó porque ya su antecesor había sido enfático al respecto. El catolicismo no es medieval, es moderno. Entiende los tiempos del Estado laico y los beneficios sociales de esa postura. Pide como es natural –cosa que no entienden los anticlericales ramplones– que se valore y se respete el espíritu religioso. Francisco insiste en una iglesia social contra la intención sectaria que siempre se mantiene al acecho.
El Papa también se expresó sobre la importancia de la política. “La política es una de las formas más altas de la caridad”, dijo. No sobra indicar que en el lenguaje cristiano la caridad es el amor al prójimo. Lo recuerdo porque en el sentido común se le confunde con la limosna. Como caridad, la política se rescata en tanto actividad de servicio a la comunidad y en beneficio de la gente. La advertencia de Francisco de que la despolitización es uno de los males más terribles del mundo contemporáneo es muy importante.
Finalmente, insistió en la política del diálogo. Al respecto, sus palabras fueron más escuetas. Enarboló la bandera del diálogo como una alternativa entre la indiferencia y la violencia. Entiende Francisco que esos dos extremos son los principales males de la sociedad occidental. El peso masivo y mayoritario de los apáticos que se refugian en la intimidad y la banalidad; el terrible daño que causan los grupos pequeños pero sistemáticos de violentos.
Hubiera podido precisar sobre perversiones de la política: la política como un nuevo mercado de compras y ventas, como medio de enriquecimiento; y la política como dispositivo para adulterar la voluntad de la gente, para callarla y amedrentarla. Y también podría profundizar en el sentido del diálogo como deliberación razonada, no siempre conducente a acuerdos, pero siempre abierto a diferentes opciones, incluyente de nuevas y diversas posiciones.
No sabemos si habrá una encíclica sobre la política. (No recuerdo una sola.) Y tampoco podemos adivinar si este pontificado durará lo suficiente como para afectar significativamente la cultura católica o al menos cambiar la institución eclesial. Es un mensaje ecuménico, claro está, pero también a la medida de Colombia.
El Colombiano, 4 de agosto.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)