En algún aparte de “La democracia en América” Alexis de Tocqueville habla sobre la importancia del sentido del porvenir. Tocqueville es uno de esos raros personajes que resultaron demostrando una clarividencia asombrosa respecto a los posibles desenlaces de la vida social en Occidente.
El pensador francés vio que los mundos europeo y americano estaban entrando en una época de igualación social, crecimiento económico y participación política que él llamó “siglos democráticos”. Preocupantes características de esta época son la monotonía y la falta de estímulo vital; enfermedades descritas antes por Alexander Pushkin en “Eugenio Onieguin”.
Tocqueville creyó que el principal remedio que requerían estas sociedades era el sentido del porvenir. De ahí que supusiera indispensables las creencias religiosas, con sus nociones fuertes del más allá y la resurrección. Sin embargo, también, fue uno de los críticos más acérrimos de toda idea de utopía social pues estimaba, con razón, que la mejor manera de crear infiernos es tratando de hacer el cielo en la tierra.
Eso nos obliga a suponer que Tocqueville tenía en mente una distinción como la que propuso un siglo después el filósofo español Xavier Zubiri, entre porvenir y futuro. El futuro es inescrutable, ese tiempo en el que todos estaremos muertos, mientras el porvenir se trata de lo que está a la mano, de lo que se presenta en nuestro horizonte.
Hoy conocemos los desastres de las vidas que se viven en el cortoplazo. No hablemos de las vidas individuales dedicadas al esfuerzo inútil de perpetuar los instantes de euforia mediante pulsiones como el consumo, la droga o la parranda. Pienso en los desastres sociales que causan el negociante que quiere ganarse todo el dinero en una operación (sea Interbolsa o narcotráfico), el adolescente que se juega la vida en El Poblado por el vértigo de un pique o en San Javier en un alarde machista con revólver, el político de ocasión que no desea hacer carrera sino acceder a una oportunidad efímera (una palomita) para impulsarse.
Lo que hace tan tentadora la posibilidad de vivir en el cortoplazo es la desconfianza en uno mismo y en el trabajo propio aunada con la sensación de impunidad. Se tiene la idea de que el mundo se constituye solo de oportunidades, como si fuese una gran lotería, y que allí no hay pérdidas. Una sociedad que no sanciona produce en masa aventureros y tahúres.
Entonces, si lo que importa es el porvenir ¿cuál es su tiempo?, ¿cuál su duración? Hay una expresión anglosajona que lo define como el tiempo que dura la vida de una persona, de uno mismo, y que coincide con la reflexión del Salmo 89. No es indispensable pensar en la inmortalidad; basta pensar en el tiempo de vida que nos ha sido dado y desarrollar alguna noción de proyecto de vida buena.
El Colombiano, 31 de marzo
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