Acaba de cumplirse un año de la tregua, avalada por el gobierno salvadoreño, pactada por los líderes de dos de las enormes y sanguinarias pandillas de ese país, las maras “Salvatrucha” y “Barrio 18”. El único resultado que justifica tal acto desesperado es la reducción del homicidio. Aún así, El Salvador sigue en el segundo puesto entre los países más violentos del mundo con una tasa de 66 homicidios por cada cien mil habitantes, equivalente a dos veces y media la tasa colombiana.
Las evaluaciones de la Oficina de Washington para América Latina (WOLA) y del Banco Mundial son muy pesimistas. La reducción del homicidio es insuficiente, la opresión sobre las comunidades mediante la desaparición forzada, la extorsión y otros delitos no cesa, los beneficios más visibles son para los delincuentes presos. Parece estar claro que esta tregua, en lugar de buscar la inserción de los pandilleros, está conduciendo a la aceptación pasiva de su condición de actores sociales (El País, 30.03.13).
Las maras en tregua se han convertido en un paraestado que no cesa de delinquir y sus jefes son los dueños de la tregua con el poder de intimidar a la sociedad con la ruptura de la misma. En una sociedad agobiada por el homicidio los jefes de las maras tienen la llave de la tasa de homicidios, el indicador más potente para mover a los sectores sociales y a los grupos políticos en las próximas elecciones; más influyente que la tasa de cambio y la tasa de desempleo.
Nada de esto es ajeno a Medellín. Durante los años noventa hubo varios intentos de hacer acuerdos con grupos criminales que terminaron en un fracaso rotundo. Hubo dos significativos. La legalización de las milicias populares a través de una cooperativa de seguridad, impulsada desde la presidencia de César Gaviria (en el próximo número de la revista Colombia Internacional presentaré una evaluación de ese caso). Y un proceso de acuerdos con las bandas en los barrios iniciado que llevó a pactos de no agresión con 57 bandas en 71 barrios de la ciudad (analizados como parte de la política en varios capítulos del libro “Ensayos sobre conflicto, violencia y seguridad ciudadana en Medellín, 1997-2007”).
La caracterización que asumen los investigadores del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia sigue una noción propuesta en esos años por la socióloga María Teresa Uribe. Se trató de una “negociación del desorden”. Varias administraciones municipales, afanadas por mostrar algún descenso en los indicadores de seguridad pretendieron comprar a los bandidos. Así se titulaba la triste y pobre política de seguridad de Luis Pérez, “Compro la guerra”. Los bandidos se quedaron con la plata, aprovecharon la connivencia de las autoridades y la ciudadanía siguió sufriendo los estragos de la violencia.
Cualquier nueva política debe aprender de esas experiencias.
El Colombiano, 7 de abril
1 comentario:
Hola. Con todo respeto, debería documentarse mejor para opinar sobre realidades que evidentemente le son ajenas. La tasa de homicidios por caad 100,000 habitantes en 2012 fue de 42, y un año antes había sido de 70. No seguí más de esa línea. Gracias.
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