En un país plagado de injusticias, en una ciudad con problemas serios de empleo, productividad, extorsión, y con una ciudadanía individualista, más bien apática y poco participativa, no dejan de resultar llamativas e insólitas las protestas de esta semana.
La razón es conocida. La actualización catastral que la administración municipal está obligada a hacer periódicamente y en los términos de leyes recientes expedidas en 2011 y 2012. Lisa y llanamente la alcaldía está cumpliendo unas leyes hechas en el congreso y ratificadas por el presidente de la República, por lo que, en principio, una parte del reclamo debería dirigirse a esas instancias.
Después, es probable que se presenten malos cálculos y facturaciones exageradas que se debieran revisar. La administración debería atender prioritariamente a los pequeños propietarios de estratos 1, 2 y 3, con dos o menos propiedades y, preferiblemente, antes de que tengan que pagar la cuenta. Este es el asunto concreto que compete al municipio y hacia allí deberían enfocarse los reclamos. Ya que el Concejo Municipal estuvo discutiendo este tema en el segundo semestre del año pasado, y ya llevamos dos meses de la aprobación del Acuerdo 64, no entiendo que el Consejo Intergremial, como cualquier vecino, apenas se haya dado por enterado ahora.
Hasta aquí los detalles dentro de una óptica razonable y proactiva. El grueso del asunto, sin embargo, no tiene ni pies ni cabeza. En Colombia se pagan impuestos muy bajos, en comparación con los demás países del continente, y uno de las peores manifestaciones de la ausencia de cultura ciudadana es la resistencia a la tributación.
Medellín es la ciudad del país donde más se ven los impuestos de la gente. Tal y como lo ha demostrado el profesor Santiago Leyva, gran parte de la explicación del milagro de Medellín en la última década se explica por su disciplina fiscal y su trasparencia en el gasto. Es más, Medellín gasta en sus habitantes más de lo que estos le tributan al municipio. Y, además, esto le ha permitido a la ciudad ser líder en el país en programas sociales como los proyectos urbanos integrales, el mínimo vital de agua, el programa de vivienda social, buen comienzo, atención a reincorporados y desplazados.
Los derechos cuestan. La alternativa contraria es la del populismo, cuya cara en la ciudad ha estado asociada con la corrupción, el clientelismo y el rentismo. Construir una cultura de tributación toma años, pero erosionarla con argumentos peregrinos y demagogia es muy fácil.
Ante el tamaño del escándalo, resulta terriblemente antipático que nadie dijera nada cuando –en una medida que no comprendí– la alcaldía decidió congelar las tarifas del metro en el 2013; ni cuando el gobierno nacional –con una reforma tributaria regresiva– le disminuyera los impuestos a las empresas. Conducta del azadón: todo para acá, nada para allá.
El Colombiano, 10 de febrero.
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