Como no podía ser de otro modo, la noticia de la renuncia de Benedicto XVI copó los medios de comunicación de todo el mundo y desató múltiples discusiones, desde algunas domésticas sobre el destino de la iglesia católica hasta algunas reflexiones filosóficas sobre el poder. El caso es que a partir de marzo, no habrá más Benedicto XVI y de nuevo tendremos al simple padre Joseph Ratzinger.
Basta tener un interés en la filosofía, en mezcla –eso sí– con cierta valoración de la importancia de institución eclesiástica, para haber escuchado o leído la palabra del cardenal alemán, después Papa. En contra de la opinión dominante, Ratzinger siempre me pareció un pensador moderno. Obviamente, se trata de un creyente y una autoridad católica, pero moderna al fin y al cabo. Disiento, claro está, de quienes creen que modernidad es sinónimo de ateísmo o laicicismo: ahí están los Estados Unidos o Alemania, para demostrar que eso no es así.
Una de las razones de esta convicción, está en mi lectura de su conferencia “La crisis del derecho” (1999) pronunciada con ocasión del otorgamiento del doctorado honoris causa de la Universidad LUMSA de Roma. Allí decía el entonces cardenal que “la fe cristiana respeta la naturaleza propia del Estado, sobre todo del Estado de una sociedad pluralista”. Esta declaración venía precedida de otra que dice que “el amor cristiano… nunca puede convertirse en fundamento de un derecho estatutario, y sólo es realizable en la fe”.
En suma, se trata de alguien que tiene clara y presente la separación entre la iglesia y el Estado, entre la fe y el derecho, cuya elaboración “no es un problema teológico”. Años después en una entrevista, y ya siendo Papa, decía que la iglesia no esperaba que el Estado remplazara a la iglesia en sus tareas.
A la luz de este planteamiento, ¿qué viene siendo Alejandro Ordóñez? Porque este Procurador que nos puso la tal “unidad nacional” desconoce el Estado pluralista, niega la separación del Estado y la iglesia, y pretende –a punta de garrote– que el Estado remplace a la iglesia en sus tareas doctrinales.
En mi condición de lego creería que el planteamiento de Benedicto XVI es doctrinal y, por tanto, que Ordóñez es un hereje. Además, es un cesaropapista consumado, esa especie medieval que pretendía que el poder político y el espiritual estuvieran en las mismas manos, que el rey fuera papa o al contrario. (En la boda de su hija ya mostró la ambición realenga, misma donde se doblegaron los magistrados clientelistas, los políticos con rabo de paja y el mismísimo presidente de la república.)
No es de extrañar que mientras Benedicto XVI reflexionaba sobre su ejemplarizante renuncia al papado, el reyecito Alejandro estuviera arreglando su nominación por parte de unas cortes amarradas con privilegios y asegurando su reelección con un congreso intimidado.
El Colombiano, 17 de febrero
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