La Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (Ocde) es un club de países fundado en 1961. Se ha creído que es de países ricos pero ante todo es un club de países bien, según sus propios estándares. Para que nos hagamos a una idea, no están las monarquías petroleras del Golfo Pérsico ni las potencias emergentes como Brasil o Rusia ni la superpotencia china, en cambio sí Estonia o Chile. Colombia –que está más lejos de ser un país bien que uno rico– quiere ingresar.
Para ambientar este propósito, la Ocde envió a su secretario adjunto Pier Carlo Padoan a presentar una serie de recomendaciones al país, que resultaron de un proceso de evaluación económica. Las más importantes, al menos como fueron resumidas en los reportes de prensa, fueron: hacer más equitativa la distribución de los ingresos; aprovechar el auge minero para aumentar los ingresos estatales, producir encadenamientos productivos e invertir en infraestructura; evitar los monopolios, promover la productividad y dejar fluctuar el dólar; fortalecer el sistema educativo; e impulsar el empleo formal (La República, 01.02.13).
Como se puede ver, el listado revela las condiciones de normalidad de los países bien. Son países capitalistas, algunos muy pequeños como Islandia, otros en conflicto perpetuo como Israel, algunos más acosados por todo tipo de escándalos como Italia. Pero para entrar a esa lista Colombia requeriría una auténtica revolución que nadie quiere hacer: tener un país formal, donde funcione mejor el mercado que la prebenda y los recursos públicos se inviertan en lugar de guardarlos o robárselos.
Que es improbable lo demuestra el hecho de que el gobierno Santos está haciendo todo lo contrario. Una reforma tributaria inequitativa que agrava la desigualdad, que ya es de las más altas del mundo. Una política de regalar recursos como el oro, las esmeraldas y el níquel, y feriar otros como el carbón y el petróleo. Indolencia total frente a la educación, la ciencia y la tecnología. El terror al libre comercio expresado en el proteccionismo desmedido de un ejecutivo que cierra fronteras y otorga subsidios para premiar la ineficiencia de muchos empresarios, sobre todo del campo. Mucho discurso frente a infraestructura, sin pensar en un puerto y llamando autopistas a carreteras de una sola calzada.
A pesar de esto, semanas después, una alta funcionaria insiste con optimismo en que entraremos a la Ocde (Semana, 18.02.16).
Al otro lado del mundo, pasan otras cosas. Antes de posesionarse, el nuevo presidente chino Xi Jinping habló de la importancia de mejorar el bienestar de su pueblo, visitó una aldea miserable y ya anunció sus medidas: aumentará el salario mínimo hasta un 40% del salario medio urbano, impondrá nuevos gravámenes a las empresas para financiar la seguridad social y disminuirá el salario de los altos ejecutivos (El País, 06.02.13). Y lo hará. Gente seria.
El Colombiano, 24 de febrero
miércoles, 27 de febrero de 2013
martes, 19 de febrero de 2013
El padre José y el rey Alejandro
Como no podía ser de otro modo, la noticia de la renuncia de Benedicto XVI copó los medios de comunicación de todo el mundo y desató múltiples discusiones, desde algunas domésticas sobre el destino de la iglesia católica hasta algunas reflexiones filosóficas sobre el poder. El caso es que a partir de marzo, no habrá más Benedicto XVI y de nuevo tendremos al simple padre Joseph Ratzinger.
Basta tener un interés en la filosofía, en mezcla –eso sí– con cierta valoración de la importancia de institución eclesiástica, para haber escuchado o leído la palabra del cardenal alemán, después Papa. En contra de la opinión dominante, Ratzinger siempre me pareció un pensador moderno. Obviamente, se trata de un creyente y una autoridad católica, pero moderna al fin y al cabo. Disiento, claro está, de quienes creen que modernidad es sinónimo de ateísmo o laicicismo: ahí están los Estados Unidos o Alemania, para demostrar que eso no es así.
Una de las razones de esta convicción, está en mi lectura de su conferencia “La crisis del derecho” (1999) pronunciada con ocasión del otorgamiento del doctorado honoris causa de la Universidad LUMSA de Roma. Allí decía el entonces cardenal que “la fe cristiana respeta la naturaleza propia del Estado, sobre todo del Estado de una sociedad pluralista”. Esta declaración venía precedida de otra que dice que “el amor cristiano… nunca puede convertirse en fundamento de un derecho estatutario, y sólo es realizable en la fe”.
En suma, se trata de alguien que tiene clara y presente la separación entre la iglesia y el Estado, entre la fe y el derecho, cuya elaboración “no es un problema teológico”. Años después en una entrevista, y ya siendo Papa, decía que la iglesia no esperaba que el Estado remplazara a la iglesia en sus tareas.
A la luz de este planteamiento, ¿qué viene siendo Alejandro Ordóñez? Porque este Procurador que nos puso la tal “unidad nacional” desconoce el Estado pluralista, niega la separación del Estado y la iglesia, y pretende –a punta de garrote– que el Estado remplace a la iglesia en sus tareas doctrinales.
En mi condición de lego creería que el planteamiento de Benedicto XVI es doctrinal y, por tanto, que Ordóñez es un hereje. Además, es un cesaropapista consumado, esa especie medieval que pretendía que el poder político y el espiritual estuvieran en las mismas manos, que el rey fuera papa o al contrario. (En la boda de su hija ya mostró la ambición realenga, misma donde se doblegaron los magistrados clientelistas, los políticos con rabo de paja y el mismísimo presidente de la república.)
No es de extrañar que mientras Benedicto XVI reflexionaba sobre su ejemplarizante renuncia al papado, el reyecito Alejandro estuviera arreglando su nominación por parte de unas cortes amarradas con privilegios y asegurando su reelección con un congreso intimidado.
El Colombiano, 17 de febrero
Basta tener un interés en la filosofía, en mezcla –eso sí– con cierta valoración de la importancia de institución eclesiástica, para haber escuchado o leído la palabra del cardenal alemán, después Papa. En contra de la opinión dominante, Ratzinger siempre me pareció un pensador moderno. Obviamente, se trata de un creyente y una autoridad católica, pero moderna al fin y al cabo. Disiento, claro está, de quienes creen que modernidad es sinónimo de ateísmo o laicicismo: ahí están los Estados Unidos o Alemania, para demostrar que eso no es así.
Una de las razones de esta convicción, está en mi lectura de su conferencia “La crisis del derecho” (1999) pronunciada con ocasión del otorgamiento del doctorado honoris causa de la Universidad LUMSA de Roma. Allí decía el entonces cardenal que “la fe cristiana respeta la naturaleza propia del Estado, sobre todo del Estado de una sociedad pluralista”. Esta declaración venía precedida de otra que dice que “el amor cristiano… nunca puede convertirse en fundamento de un derecho estatutario, y sólo es realizable en la fe”.
En suma, se trata de alguien que tiene clara y presente la separación entre la iglesia y el Estado, entre la fe y el derecho, cuya elaboración “no es un problema teológico”. Años después en una entrevista, y ya siendo Papa, decía que la iglesia no esperaba que el Estado remplazara a la iglesia en sus tareas.
A la luz de este planteamiento, ¿qué viene siendo Alejandro Ordóñez? Porque este Procurador que nos puso la tal “unidad nacional” desconoce el Estado pluralista, niega la separación del Estado y la iglesia, y pretende –a punta de garrote– que el Estado remplace a la iglesia en sus tareas doctrinales.
En mi condición de lego creería que el planteamiento de Benedicto XVI es doctrinal y, por tanto, que Ordóñez es un hereje. Además, es un cesaropapista consumado, esa especie medieval que pretendía que el poder político y el espiritual estuvieran en las mismas manos, que el rey fuera papa o al contrario. (En la boda de su hija ya mostró la ambición realenga, misma donde se doblegaron los magistrados clientelistas, los políticos con rabo de paja y el mismísimo presidente de la república.)
No es de extrañar que mientras Benedicto XVI reflexionaba sobre su ejemplarizante renuncia al papado, el reyecito Alejandro estuviera arreglando su nominación por parte de unas cortes amarradas con privilegios y asegurando su reelección con un congreso intimidado.
El Colombiano, 17 de febrero
miércoles, 13 de febrero de 2013
Predial con azadón
En un país plagado de injusticias, en una ciudad con problemas serios de empleo, productividad, extorsión, y con una ciudadanía individualista, más bien apática y poco participativa, no dejan de resultar llamativas e insólitas las protestas de esta semana.
La razón es conocida. La actualización catastral que la administración municipal está obligada a hacer periódicamente y en los términos de leyes recientes expedidas en 2011 y 2012. Lisa y llanamente la alcaldía está cumpliendo unas leyes hechas en el congreso y ratificadas por el presidente de la República, por lo que, en principio, una parte del reclamo debería dirigirse a esas instancias.
Después, es probable que se presenten malos cálculos y facturaciones exageradas que se debieran revisar. La administración debería atender prioritariamente a los pequeños propietarios de estratos 1, 2 y 3, con dos o menos propiedades y, preferiblemente, antes de que tengan que pagar la cuenta. Este es el asunto concreto que compete al municipio y hacia allí deberían enfocarse los reclamos. Ya que el Concejo Municipal estuvo discutiendo este tema en el segundo semestre del año pasado, y ya llevamos dos meses de la aprobación del Acuerdo 64, no entiendo que el Consejo Intergremial, como cualquier vecino, apenas se haya dado por enterado ahora.
Hasta aquí los detalles dentro de una óptica razonable y proactiva. El grueso del asunto, sin embargo, no tiene ni pies ni cabeza. En Colombia se pagan impuestos muy bajos, en comparación con los demás países del continente, y uno de las peores manifestaciones de la ausencia de cultura ciudadana es la resistencia a la tributación.
Medellín es la ciudad del país donde más se ven los impuestos de la gente. Tal y como lo ha demostrado el profesor Santiago Leyva, gran parte de la explicación del milagro de Medellín en la última década se explica por su disciplina fiscal y su trasparencia en el gasto. Es más, Medellín gasta en sus habitantes más de lo que estos le tributan al municipio. Y, además, esto le ha permitido a la ciudad ser líder en el país en programas sociales como los proyectos urbanos integrales, el mínimo vital de agua, el programa de vivienda social, buen comienzo, atención a reincorporados y desplazados.
Los derechos cuestan. La alternativa contraria es la del populismo, cuya cara en la ciudad ha estado asociada con la corrupción, el clientelismo y el rentismo. Construir una cultura de tributación toma años, pero erosionarla con argumentos peregrinos y demagogia es muy fácil.
Ante el tamaño del escándalo, resulta terriblemente antipático que nadie dijera nada cuando –en una medida que no comprendí– la alcaldía decidió congelar las tarifas del metro en el 2013; ni cuando el gobierno nacional –con una reforma tributaria regresiva– le disminuyera los impuestos a las empresas. Conducta del azadón: todo para acá, nada para allá.
El Colombiano, 10 de febrero.
La razón es conocida. La actualización catastral que la administración municipal está obligada a hacer periódicamente y en los términos de leyes recientes expedidas en 2011 y 2012. Lisa y llanamente la alcaldía está cumpliendo unas leyes hechas en el congreso y ratificadas por el presidente de la República, por lo que, en principio, una parte del reclamo debería dirigirse a esas instancias.
Después, es probable que se presenten malos cálculos y facturaciones exageradas que se debieran revisar. La administración debería atender prioritariamente a los pequeños propietarios de estratos 1, 2 y 3, con dos o menos propiedades y, preferiblemente, antes de que tengan que pagar la cuenta. Este es el asunto concreto que compete al municipio y hacia allí deberían enfocarse los reclamos. Ya que el Concejo Municipal estuvo discutiendo este tema en el segundo semestre del año pasado, y ya llevamos dos meses de la aprobación del Acuerdo 64, no entiendo que el Consejo Intergremial, como cualquier vecino, apenas se haya dado por enterado ahora.
Hasta aquí los detalles dentro de una óptica razonable y proactiva. El grueso del asunto, sin embargo, no tiene ni pies ni cabeza. En Colombia se pagan impuestos muy bajos, en comparación con los demás países del continente, y uno de las peores manifestaciones de la ausencia de cultura ciudadana es la resistencia a la tributación.
Medellín es la ciudad del país donde más se ven los impuestos de la gente. Tal y como lo ha demostrado el profesor Santiago Leyva, gran parte de la explicación del milagro de Medellín en la última década se explica por su disciplina fiscal y su trasparencia en el gasto. Es más, Medellín gasta en sus habitantes más de lo que estos le tributan al municipio. Y, además, esto le ha permitido a la ciudad ser líder en el país en programas sociales como los proyectos urbanos integrales, el mínimo vital de agua, el programa de vivienda social, buen comienzo, atención a reincorporados y desplazados.
Los derechos cuestan. La alternativa contraria es la del populismo, cuya cara en la ciudad ha estado asociada con la corrupción, el clientelismo y el rentismo. Construir una cultura de tributación toma años, pero erosionarla con argumentos peregrinos y demagogia es muy fácil.
Ante el tamaño del escándalo, resulta terriblemente antipático que nadie dijera nada cuando –en una medida que no comprendí– la alcaldía decidió congelar las tarifas del metro en el 2013; ni cuando el gobierno nacional –con una reforma tributaria regresiva– le disminuyera los impuestos a las empresas. Conducta del azadón: todo para acá, nada para allá.
El Colombiano, 10 de febrero.
viernes, 8 de febrero de 2013
La guerra, cambiante y siempre presente
La primera mitad del siglo XX fue, sin dudas, el periodo más belicoso y sangriento de la historia mundial. Desde que terminó la Segunda Guerra Mundial en 1945 algunos cambios se perfilaron más claramente: la comunidad de Estados creó mecanismos para prevenir y solucionar las guerras interestatales, el interés nacional se vio desplazado por las ideologías y las identidades como motivación central de los choques armados y el cambio técnico hizo probable la amenaza de la destrucción de la especie y del planeta.
Las nuevas sensibilidades a favor de la convivencia y la paz han elevado, por fortuna, los umbrales de tolerancia a la violencia, pero a veces desdibujan los logros de las últimas décadas. Los diversos tipos de guerra han disminuido constantemente en los últimos 60 años, según los datos de las universidades de Michigan y Uppsala. En un exitoso libro, el sicólogo canadiense Steven Pinker ha demostrado convincentemente que vivimos el periodo menos violento en la historia de la humanidad (2011).
Sin embargo, tres fenómenos bélicos han emergido como rasgos de la época. Las guerras civiles enmarcadas en luchas por construcción del Estado, cambio de régimen o consolidación de un poder subnacional. Las guerras que los Estados occidentales llevan a cabo en Asia y África en nombre de la comunidad internacional. La acción de grupos muy pequeños y, a veces, individuos que aprovechan la popularización de las tecnologías de violencia.
El economista Paul Collier intentó simplificar las motivaciones de las guerras contemporáneas en codicia y agravio (2004), pero la antigua simplicidad sigue afirmando que las guerras son multicausales y que esas causas son cambiantes, difíciles de identificar y pocas veces relacionables con las soluciones. Finalmente, la vida social es irreductiblemente conflictiva y el humano es un ser peligroso.
La guerra es una de las actividades más humanas. El utopismo pacifista ha sido una ilusión, muchas veces contraproducente. Parece más indicada la modestia de los ideales que propuso Norberto Bobbio y cuyo lema podría hallarse en el escritor Italo Calvino: “buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.
El Colombiano, 6 de febrero.
Las nuevas sensibilidades a favor de la convivencia y la paz han elevado, por fortuna, los umbrales de tolerancia a la violencia, pero a veces desdibujan los logros de las últimas décadas. Los diversos tipos de guerra han disminuido constantemente en los últimos 60 años, según los datos de las universidades de Michigan y Uppsala. En un exitoso libro, el sicólogo canadiense Steven Pinker ha demostrado convincentemente que vivimos el periodo menos violento en la historia de la humanidad (2011).
Sin embargo, tres fenómenos bélicos han emergido como rasgos de la época. Las guerras civiles enmarcadas en luchas por construcción del Estado, cambio de régimen o consolidación de un poder subnacional. Las guerras que los Estados occidentales llevan a cabo en Asia y África en nombre de la comunidad internacional. La acción de grupos muy pequeños y, a veces, individuos que aprovechan la popularización de las tecnologías de violencia.
El economista Paul Collier intentó simplificar las motivaciones de las guerras contemporáneas en codicia y agravio (2004), pero la antigua simplicidad sigue afirmando que las guerras son multicausales y que esas causas son cambiantes, difíciles de identificar y pocas veces relacionables con las soluciones. Finalmente, la vida social es irreductiblemente conflictiva y el humano es un ser peligroso.
La guerra es una de las actividades más humanas. El utopismo pacifista ha sido una ilusión, muchas veces contraproducente. Parece más indicada la modestia de los ideales que propuso Norberto Bobbio y cuyo lema podría hallarse en el escritor Italo Calvino: “buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.
El Colombiano, 6 de febrero.
miércoles, 6 de febrero de 2013
Diversas vidas por contar
Con ocasión de su centenario, El Colombiano publicó el trabajo “Cien vidas para contar” dirigido por Juan José Hoyos. Obviamente, cien era un número necesario y cerrado, y con ello siempre se echa de menos espacio. Pensando diversamente, imaginé la inclusión –para cuando la lista se abra– de gente como la que sigue.
Francisco Luis Jiménez (Granada, 1903 - Medellín, 2009). Graduado como abogado en 1930 con una tesis sobre derecho cooperativo, es reconocido como el padre del moderno cooperativismo colombiano. Impulsor de las cooperativas de cafeteros, fundador de innumerables entidades del sector –entre ellas Seguros La Equidad – y dirigente internacional del sector solidario.
Aníbal Tascón (Jardín, 1926-1981). Nacido en Karmatarrúa, el resguardo de la etnia embera chamí también conocido como Cristianía, se graduó como abogado de la Universidad de Antioquia en 1954. Tascón se sumó a las luchas campesinas e indígenas por la tierra de la década del setenta, con su saber jurídico y su convicción de que la ley protegía su comunidad. Fue asesinado un año antes de que el Estado les reconociera sus derechos.
Carlos Jiménez Gómez (El Carmen de Viboral, 1930). Abogado y dirigente político, para mi generación es El Procurador. Desde las instituciones fue el más decidido impulsor de los derechos humanos y el primero en tocar la llaga del paramilitarismo; reintrodujo la discusión sobre el derecho de gentes en Colombia.
León Benhur Zuleta (Medellín, 1952-1993). Filósofo de la Universidad de Antioquia y divulgador de los derechos humanos en el país, cuando de eso no hablaba ni la izquierda. Zuleta fue pionero de los derechos de los homosexuales. Existe un volumen antológico de sus escritos titulado “De semas y plebes” (1996).
María Teresa Uribe de Hincapié (Pereira, 1940). Socióloga de la Universidad Pontificia Bolivariana, maestra de varias generaciones de sociólogos y politólogos en la Universidad de Antioquia. Poseedora de una audacia intelectual que le permitió hacer aportes significativos en la comprensión de la formación de las regiones antioqueñas y de la historia reciente del Departamento.
Para alguien con pasión futbolística, la historia antioqueña en el siglo XX resulta coja sin la pelota, máxime cuando en la historia del fútbol en Antioquia coinciden la fundación del Deportivo Independiente Medellín y la de este diario. Así que me hace falta un cultor de la “número cinco”. Gabriel Ochoa Uribe (Sopetrán, 1929), ya jugaba en el América de Cali cuando no se había establecido el torneo profesional en Colombia. Como técnico ganó 13 campeonatos con tres equipos distintos y 4 como jugador, o sea más que cualquier institución del país.
En columnas anteriores ya había postulado a Guillermo Hoyos Vásquez y a Jaime Jaramillo Panesso.
Es probable que por sus obras o por ellos mismos, algunos o todos, no sean “moneda de oro”, pero estoy seguro que sus aportes ya trascendieron, sin mucho incienso y con pocos auspiciadores.
El Colombiano, 3 de febrero.
Francisco Luis Jiménez (Granada, 1903 - Medellín, 2009). Graduado como abogado en 1930 con una tesis sobre derecho cooperativo, es reconocido como el padre del moderno cooperativismo colombiano. Impulsor de las cooperativas de cafeteros, fundador de innumerables entidades del sector –entre ellas Seguros La Equidad – y dirigente internacional del sector solidario.
Aníbal Tascón (Jardín, 1926-1981). Nacido en Karmatarrúa, el resguardo de la etnia embera chamí también conocido como Cristianía, se graduó como abogado de la Universidad de Antioquia en 1954. Tascón se sumó a las luchas campesinas e indígenas por la tierra de la década del setenta, con su saber jurídico y su convicción de que la ley protegía su comunidad. Fue asesinado un año antes de que el Estado les reconociera sus derechos.
Carlos Jiménez Gómez (El Carmen de Viboral, 1930). Abogado y dirigente político, para mi generación es El Procurador. Desde las instituciones fue el más decidido impulsor de los derechos humanos y el primero en tocar la llaga del paramilitarismo; reintrodujo la discusión sobre el derecho de gentes en Colombia.
León Benhur Zuleta (Medellín, 1952-1993). Filósofo de la Universidad de Antioquia y divulgador de los derechos humanos en el país, cuando de eso no hablaba ni la izquierda. Zuleta fue pionero de los derechos de los homosexuales. Existe un volumen antológico de sus escritos titulado “De semas y plebes” (1996).
María Teresa Uribe de Hincapié (Pereira, 1940). Socióloga de la Universidad Pontificia Bolivariana, maestra de varias generaciones de sociólogos y politólogos en la Universidad de Antioquia. Poseedora de una audacia intelectual que le permitió hacer aportes significativos en la comprensión de la formación de las regiones antioqueñas y de la historia reciente del Departamento.
Para alguien con pasión futbolística, la historia antioqueña en el siglo XX resulta coja sin la pelota, máxime cuando en la historia del fútbol en Antioquia coinciden la fundación del Deportivo Independiente Medellín y la de este diario. Así que me hace falta un cultor de la “número cinco”. Gabriel Ochoa Uribe (Sopetrán, 1929), ya jugaba en el América de Cali cuando no se había establecido el torneo profesional en Colombia. Como técnico ganó 13 campeonatos con tres equipos distintos y 4 como jugador, o sea más que cualquier institución del país.
En columnas anteriores ya había postulado a Guillermo Hoyos Vásquez y a Jaime Jaramillo Panesso.
Es probable que por sus obras o por ellos mismos, algunos o todos, no sean “moneda de oro”, pero estoy seguro que sus aportes ya trascendieron, sin mucho incienso y con pocos auspiciadores.
El Colombiano, 3 de febrero.
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