Fue a mediados de 2011 cuando se le cayó la máscara a Jorge Osorio Ciro y supimos que “Sueños del balón” sería nuestra peor pesadilla. El periodista Mauricio González lo entrevistó en su programa de televisión “Gente, pasión y fútbol”. Ciro llegó con su autoconciencia de ser el mejor hincha, el más sabio y el mejor de los antioqueños. Al segundo cuestionamiento de González se descompuso como el personaje de Jack Nicholson en “Cuestión de honor” (1992), y todos supimos que nos estaban engañando y que ya nos habían atracado. La vigilancia que ejerció Wbeimar Muñoz Ceballos le hizo acreedor a varias amenazas.
“Sueños del balón” vendió completas dos nóminas campeonas del Deportivo Independiente Medellín, entre ellos a Jackson Martínez, Aldo Bobadilla y Juan Guillermo Cuadrado. Y el equipo quedó sin los jugadores y sin la plata. Peores, mucho peores que ese otro pirata llamado Jorge Castillo que hace 20 años vino a hacer lo mismo, y nos dejó en la misma condición que Malevo, desde su columna en El Espectador, llamó alguna vez “el equipo de la lástima”.
Comenzamos el 2012 jugando el papel de candidato a la B en el folklor futbolístico. Y en medio de la inopia, la empresa saqueadora de la que Ciro era la fachada, acabó con lo poco que había. En el mercado de la carne humana vendieron, incluso, a Leyton Jiménez lesionado y cometieron el inapropiado acto de venderle los jugadores seleccionables al rival de patio. Después le embargaron la cantera a los nuevos directivos, obligando al equipo a competir con una nómina improvisada y corta.
Que la fe y el escepticismo pueden convivir, es algo que sólo pueden testimoniar los hinchas de algunos equipos de fútbol, y en este país solo los del Poderoso. Un amor ciego al rey de corazones y el ojo siempre alerta con los timadores que, con más frecuencia de la que quisiéramos, se adueñan del equipo.
Después llegaron las contingencias deportivas que, por su convergencia, dieron la impresión de una conspiración. Más de una docena de puntos esquilmados por los árbitros en los minutos finales de varios partidos, la suspensión del técnico durante medio torneo y la reiterada sanción de los pocos jugadores con experiencia en la nómina. Con 12 mil hinchas en Armenia, la camiseta sagrada aseguró su presencia inesperada en la semifinal. Contra todos los pronósticos llegó a la final, en la que los entendidos daban por hecho que el contrario ganaría sobrado.
El año termina con una transición que, ojalá, estabilice la administración del equipo y permita una celebración digna del centenario de la institución roja. Gracias a la directiva provisional, gracias al cuerpo técnico encabezado por un Hernán Gómez que parece estar reinventándose; gracias a los jugadores que descubrieron el secreto de este equipo; pero sobre todo gracias a una hinchada incondicional y agradecida.
El Colombiano, 23 de diciembre
miércoles, 26 de diciembre de 2012
miércoles, 19 de diciembre de 2012
Top 10 del rock latino
A Rolling Stone se le ocurrió proponer su top 10 de álbumes de rock latino. Su lista fue:
1. Re – Café Tacuba
2. Fabulosos calavera – Los fabulosos cadillacs
3. Buenivento – Julieta Venegas
4. Sueño stéreo – Soda stéreo
5. Infame – Babasónicos
6. Río – Aterciopelados
7. Karnak – Karnak
8. Clandestino – Manu Chao
9. Os mutantes – Os mutantes
10. Abraxas – Santana
Por mi parte, prefiero sacar a Santana por su lugar en el mainstream, a los brasileños porque no han sido parte del circuito musical latinoamericano, son otra historia. También a los españoles porque inflan tanto el catálogo disponible, que un top 10 resultaría insuficiente.
Con estas aclaraciones, este es mi intento:
1. Vagabundo – Robi Draco Rosa (Puerto Rico, 1996)
2. El circo – La maldita vecindad y los hijos de quinto patio (México, 1991)
3. Rodrigo D. No futuro – Banda sonora original (Colombia, 1987)
4. Confesiones de invierno – Sui generis (Argentina, 1973)
5. Pateando piedras – Los prisioneros (Chile, 1986)
6. Re – Café Tacuba (México, 1994)
7. El amor después del amor – Fito Páez (Argentina, 1992)
8. Fíjate bien – Juanes (Colombia, 2000)
9. Zulú – Zulú (Perú, 1974)
10. León Gieco – León Gieco (Argentina, 1973)
1. Re – Café Tacuba
2. Fabulosos calavera – Los fabulosos cadillacs
3. Buenivento – Julieta Venegas
4. Sueño stéreo – Soda stéreo
5. Infame – Babasónicos
6. Río – Aterciopelados
7. Karnak – Karnak
8. Clandestino – Manu Chao
9. Os mutantes – Os mutantes
10. Abraxas – Santana
Por mi parte, prefiero sacar a Santana por su lugar en el mainstream, a los brasileños porque no han sido parte del circuito musical latinoamericano, son otra historia. También a los españoles porque inflan tanto el catálogo disponible, que un top 10 resultaría insuficiente.
Con estas aclaraciones, este es mi intento:
1. Vagabundo – Robi Draco Rosa (Puerto Rico, 1996)
2. El circo – La maldita vecindad y los hijos de quinto patio (México, 1991)
3. Rodrigo D. No futuro – Banda sonora original (Colombia, 1987)
4. Confesiones de invierno – Sui generis (Argentina, 1973)
5. Pateando piedras – Los prisioneros (Chile, 1986)
6. Re – Café Tacuba (México, 1994)
7. El amor después del amor – Fito Páez (Argentina, 1992)
8. Fíjate bien – Juanes (Colombia, 2000)
9. Zulú – Zulú (Perú, 1974)
10. León Gieco – León Gieco (Argentina, 1973)
Interbolsa, la responsabilidad
El hasta hace poco presidente de Interbolsa aseguró a este diario que “no he tomado un solo peso de nuestros clientes para mi beneficio personal” (El Colombiano, 25.11.12). El actual presidente de la Bolsa de Valores, y miembro de la junta directiva de Interbolsa, Juan Pablo Córdoba aseguró a varios medios que “lo de Interbolsa se veía venir”.
Esas expresiones y sus correspondientes entrevistas se realizaron en un contexto en el cual los personajes tratan de persuadir al público de que el descalabro de Interbolsa es un asunto técnico. Jaramillo Correa recalca: “La situación del Grupo Interbolsa es producto de una equivocada decisión empresarial y no de un engaño”.
El gobierno y los dueños de Interbolsa están tratando de hacernos creer que el problema es pequeño. No lo es en magnitud ni lo es en sus implicaciones institucionales. Se habla de más de 180 mil inversionistas; hay dineros corporativos involucrados, pero también decenas de miles de personas naturales perjudicadas. Información extraoficial dice que el 25% de los fondos de empleados del país tenían dineros en esa empresa.
Jaramillo Correa dice que el caso de Interbolsa no se parece al de Bernard Madoff, pero las descripciones de ambos son idénticas. En los Estados Unidos se trató como una pirámide. Acá el procurador y un senador de la república han comparado el caso con DMG, es decir, como una estafa.
No tengo interés en la situación jurídica; me interesan más las aristas éticas del asunto. Aceptemos en gracia de discusión que nadie robó, aunque sabemos que el dinero no se esfuma, simplemente se va para otro lugar. Aceptemos también que no hubo dolo, sino sólo un mal cálculo técnico. ¿Significa esto que no hay implicaciones morales en el caso?
La palabra clave de la discusión es la que menos ha aparecido en los medios: responsabilidad. Mi respuesta va de la mano del filósofo alemán Hans Jonas (1903-1993). Jonas considera que la responsabilidad es el principal imperativo ético de nuestro tiempo y, así, se aparta explícitamente de Platón y Kant. Plantea que alguien es responsable cuando: a) tiene capacidad de decidir y producir cosas, b) cuando sus actos están bajo algún grado de control, y c) cuando es posible prever hasta cierto punto las consecuencias de esos actos. La responsabilidad deja de ser un asunto de entereza personal para convertirse en acción eficaz de cuidado de un objeto particular.
Evidentemente, el caso de Interbolsa se ha configurado como uno de suprema irresponsabilidad en el cual personas con poder y conocimiento actuaron sin cuidar los bienes que centenares de miles de personas les confiaron y defraudaron la confianza pública. Lo que incluye al presidente de la Bolsa que “venía venir” el embrollo y no hizo nada salvo, quizás, proteger lo suyo. Y el Gobierno, pues si Madoff tuvo su Bush, Jaramillo tiene su Santos.
El Colombiano, 16 de diciembre
Esas expresiones y sus correspondientes entrevistas se realizaron en un contexto en el cual los personajes tratan de persuadir al público de que el descalabro de Interbolsa es un asunto técnico. Jaramillo Correa recalca: “La situación del Grupo Interbolsa es producto de una equivocada decisión empresarial y no de un engaño”.
El gobierno y los dueños de Interbolsa están tratando de hacernos creer que el problema es pequeño. No lo es en magnitud ni lo es en sus implicaciones institucionales. Se habla de más de 180 mil inversionistas; hay dineros corporativos involucrados, pero también decenas de miles de personas naturales perjudicadas. Información extraoficial dice que el 25% de los fondos de empleados del país tenían dineros en esa empresa.
Jaramillo Correa dice que el caso de Interbolsa no se parece al de Bernard Madoff, pero las descripciones de ambos son idénticas. En los Estados Unidos se trató como una pirámide. Acá el procurador y un senador de la república han comparado el caso con DMG, es decir, como una estafa.
No tengo interés en la situación jurídica; me interesan más las aristas éticas del asunto. Aceptemos en gracia de discusión que nadie robó, aunque sabemos que el dinero no se esfuma, simplemente se va para otro lugar. Aceptemos también que no hubo dolo, sino sólo un mal cálculo técnico. ¿Significa esto que no hay implicaciones morales en el caso?
La palabra clave de la discusión es la que menos ha aparecido en los medios: responsabilidad. Mi respuesta va de la mano del filósofo alemán Hans Jonas (1903-1993). Jonas considera que la responsabilidad es el principal imperativo ético de nuestro tiempo y, así, se aparta explícitamente de Platón y Kant. Plantea que alguien es responsable cuando: a) tiene capacidad de decidir y producir cosas, b) cuando sus actos están bajo algún grado de control, y c) cuando es posible prever hasta cierto punto las consecuencias de esos actos. La responsabilidad deja de ser un asunto de entereza personal para convertirse en acción eficaz de cuidado de un objeto particular.
Evidentemente, el caso de Interbolsa se ha configurado como uno de suprema irresponsabilidad en el cual personas con poder y conocimiento actuaron sin cuidar los bienes que centenares de miles de personas les confiaron y defraudaron la confianza pública. Lo que incluye al presidente de la Bolsa que “venía venir” el embrollo y no hizo nada salvo, quizás, proteger lo suyo. Y el Gobierno, pues si Madoff tuvo su Bush, Jaramillo tiene su Santos.
El Colombiano, 16 de diciembre
jueves, 13 de diciembre de 2012
Jarto con el cable
En los noventa Bruce Springsteen escribió una canción que se titulaba, traduzco, “57 canales (y nada)”. Me pareció un tema propio de la vida anodina en el mundo contemporáneo y posindustrial. Pero sobre lo anodino uno pasa y no pasa nada, otra cosa es cuando aquello es claramente malo, repetitivo y tonto. De eso se trata la televisión por cable.
La televisión por cable es una de las muestras de las innumerables fallas del mercado. Llámese como se llame el operador, sea nacional o extranjero, lucrativo o comunitario, baratos o caros, todos están amarrados al mismo proveedor que empaqueta –como dicen los mercadotecnistas– los mismos canales con pequeñas variaciones.
La única diferencia significativa está en el fútbol. Los comunitarios te pasan algún partido más de la liga gaseosa, digamos entre Patriotas y Envigado, lo que no aporta ninguna emoción al fin de semana. Los exclusivos te filtran partidos de las anestésicas ligas holandesa o francesa, en las que ni siquiera hay lugar para el humor. Las demás diferencias están en el “pague por ver”, para acceder a películas que dentro de 2 años repetirán una y otra vez en los canales del paquete ordinario.
Después viene la distribución por franjas en el menú. Primero, está la Colombia privatizada de la crónica roja y las modelos en paños menores, con la poca imaginativa combinación de las dos. Sin acceso, claro está, a la otra media Colombia de los canales regionales, en las que al menos se respira autenticidad. ¿Por qué no podemos ver Telecaribe, Telepacífico y Telecafé? No lo entiendo.
Tenemos la folklórica franja argentina de canales deportivos, adornada con algunos colombianos para que veamos más representatividad. Una franja en la que un partido de la cuarta división argentina –entre Excursionistas y Sacachispas, por ejemplo– es más importante que otro de la primera de Brasil o Ecuador, en la que cualquier evento de trascendencia es interrumpido durante media hora para escuchar las declaraciones de un jugador de Boca. Esta semana fue la tapa: la muerte de Miguel Calero no trascendió más allá de un titular en la barra de resultados como un asunto “cafetero”, como dicen allá.
Salta uno al islote de los telepredicadores que colonizan unos cinco canales y que se reparten equitativamente entre criollos y europeos, como la inefable madre Angélica. Alguno comentará que tienen mucho rating, por mi parte propondría que pasaran al “pague por ver” (a ver si alguien paga).
Todo esto en medio de diversas ofertas anglosajonas, que se mueven entre las estupideces para niños dobladas por mexicanos y las ordinarieces para adolescentes sin doblaje alguno. No todo es espantoso. Con algo de paciencia y mucha suerte es posible que no te den algo repetido en “Film & Arts”. Todo se resuelve fácil o barato: apretando el botón de “stand by” o cancelando el servicio.
El Colombiano, 9 de diciembre
La televisión por cable es una de las muestras de las innumerables fallas del mercado. Llámese como se llame el operador, sea nacional o extranjero, lucrativo o comunitario, baratos o caros, todos están amarrados al mismo proveedor que empaqueta –como dicen los mercadotecnistas– los mismos canales con pequeñas variaciones.
La única diferencia significativa está en el fútbol. Los comunitarios te pasan algún partido más de la liga gaseosa, digamos entre Patriotas y Envigado, lo que no aporta ninguna emoción al fin de semana. Los exclusivos te filtran partidos de las anestésicas ligas holandesa o francesa, en las que ni siquiera hay lugar para el humor. Las demás diferencias están en el “pague por ver”, para acceder a películas que dentro de 2 años repetirán una y otra vez en los canales del paquete ordinario.
Después viene la distribución por franjas en el menú. Primero, está la Colombia privatizada de la crónica roja y las modelos en paños menores, con la poca imaginativa combinación de las dos. Sin acceso, claro está, a la otra media Colombia de los canales regionales, en las que al menos se respira autenticidad. ¿Por qué no podemos ver Telecaribe, Telepacífico y Telecafé? No lo entiendo.
Tenemos la folklórica franja argentina de canales deportivos, adornada con algunos colombianos para que veamos más representatividad. Una franja en la que un partido de la cuarta división argentina –entre Excursionistas y Sacachispas, por ejemplo– es más importante que otro de la primera de Brasil o Ecuador, en la que cualquier evento de trascendencia es interrumpido durante media hora para escuchar las declaraciones de un jugador de Boca. Esta semana fue la tapa: la muerte de Miguel Calero no trascendió más allá de un titular en la barra de resultados como un asunto “cafetero”, como dicen allá.
Salta uno al islote de los telepredicadores que colonizan unos cinco canales y que se reparten equitativamente entre criollos y europeos, como la inefable madre Angélica. Alguno comentará que tienen mucho rating, por mi parte propondría que pasaran al “pague por ver” (a ver si alguien paga).
Todo esto en medio de diversas ofertas anglosajonas, que se mueven entre las estupideces para niños dobladas por mexicanos y las ordinarieces para adolescentes sin doblaje alguno. No todo es espantoso. Con algo de paciencia y mucha suerte es posible que no te den algo repetido en “Film & Arts”. Todo se resuelve fácil o barato: apretando el botón de “stand by” o cancelando el servicio.
El Colombiano, 9 de diciembre
miércoles, 5 de diciembre de 2012
Más allá del derecho
Las discusiones sobre la pérdida de 75.000 kilómetros cuadrados de mar territorial en El Caribe por parte de Colombia ayudan a ilustrar un poco el tipo de mentalidad que caracteriza a las élites colombianas. De una vez por todas, diré que cuando digo élites uso el término en el sentido sociológico que incluye, además de los ricos y los políticos, a los directores ideológicos como las iglesias, los medios, los intelectuales y las universidades.
La primera nota dominante es la carencia del mínimo sentido de solidaridad (en este caso con los isleños) y de noción de comunidad política. La opinión predominante entre los intelectuales –algunos de ellos columnistas– carece de cualquier sentimiento de patria, lo que no sorprende pero sí entristece. Creo que los intelectuales deben caracterizarse por un criterio propio, incluso personal, pero teniendo en cuenta el contexto en el que vivimos. Pocos han expresado una opinión que tenga en cuenta el sentimiento razonado –en cualquier rango sobre el 84%– de los colombianos que rechazan lo ocurrido el 19 de noviembre (Semana, encuesta Colombia Opina 2012-4)
La segunda es el leguleyismo. Una cosa es la valoración de la capacidad civilizatoria del derecho y otra muy distinta es creer que lo único que existe es la ley. Además, del derecho existe, por ejemplo, la justicia. El derecho ni siquiera es el único discurso normativo, esto es, que ayuda a regular las relaciones sociales. También lo son la ética y la política.
En el caso del tema que nos concierne, Colombia siempre despreció la política. No intentó buscar una mediación internacional, como la que hizo Juan Pablo II entre Chile y Argentina; no buscó una negociación directa con Nicaragua, como las que hizo con Venezuela; tampoco hizo un ejercicio sistemático y fuerte de soberanía en la zona desde que se firmó el Tratado Esguerra-Bárcenas en 1928, para consolidar con hechos lo que había ganado con títulos históricos y diplomacia.
Lo que vemos ahora en las discusiones públicas es la disyuntiva falsa de acatar o no el fallo de la Corte Internacional de Justicia. La disyuntiva es falsa porque la única opción sensata, bien sea desde una perspectiva idealista o desde una realista, es acatarlo. Pero también es falsa porque no es lo único que hay para hacer. Las posibles acciones que se abren para el Estado colombiano son múltiples. Y quizás la más importante de toda sea la de empezar, de una vez por todas, a construir una política de Estado respecto al significado y las implicaciones de la soberanía.
El país debe abandonar la manía folklórica de firmar cuanta ocurrencia emerge de la maraña de las normas internacionales, característica de las repúblicas bananeras cosmopolitas. Los Estados serios del mundo se caracterizan por firmar pocos tratados internacionales, hacerlos bajo el criterio del interés nacional y cumplir los que se firman.
El Colombiano, 2 de diciembre
La primera nota dominante es la carencia del mínimo sentido de solidaridad (en este caso con los isleños) y de noción de comunidad política. La opinión predominante entre los intelectuales –algunos de ellos columnistas– carece de cualquier sentimiento de patria, lo que no sorprende pero sí entristece. Creo que los intelectuales deben caracterizarse por un criterio propio, incluso personal, pero teniendo en cuenta el contexto en el que vivimos. Pocos han expresado una opinión que tenga en cuenta el sentimiento razonado –en cualquier rango sobre el 84%– de los colombianos que rechazan lo ocurrido el 19 de noviembre (Semana, encuesta Colombia Opina 2012-4)
La segunda es el leguleyismo. Una cosa es la valoración de la capacidad civilizatoria del derecho y otra muy distinta es creer que lo único que existe es la ley. Además, del derecho existe, por ejemplo, la justicia. El derecho ni siquiera es el único discurso normativo, esto es, que ayuda a regular las relaciones sociales. También lo son la ética y la política.
En el caso del tema que nos concierne, Colombia siempre despreció la política. No intentó buscar una mediación internacional, como la que hizo Juan Pablo II entre Chile y Argentina; no buscó una negociación directa con Nicaragua, como las que hizo con Venezuela; tampoco hizo un ejercicio sistemático y fuerte de soberanía en la zona desde que se firmó el Tratado Esguerra-Bárcenas en 1928, para consolidar con hechos lo que había ganado con títulos históricos y diplomacia.
Lo que vemos ahora en las discusiones públicas es la disyuntiva falsa de acatar o no el fallo de la Corte Internacional de Justicia. La disyuntiva es falsa porque la única opción sensata, bien sea desde una perspectiva idealista o desde una realista, es acatarlo. Pero también es falsa porque no es lo único que hay para hacer. Las posibles acciones que se abren para el Estado colombiano son múltiples. Y quizás la más importante de toda sea la de empezar, de una vez por todas, a construir una política de Estado respecto al significado y las implicaciones de la soberanía.
El país debe abandonar la manía folklórica de firmar cuanta ocurrencia emerge de la maraña de las normas internacionales, característica de las repúblicas bananeras cosmopolitas. Los Estados serios del mundo se caracterizan por firmar pocos tratados internacionales, hacerlos bajo el criterio del interés nacional y cumplir los que se firman.
El Colombiano, 2 de diciembre
lunes, 3 de diciembre de 2012
Nunca estuvo el mar
No estuvo en los libros de geografía, los que ayudan a conocer y querer el territorio. Al menos no en el tratado de Ernesto Guhl “Colombia, bosquejo de su geografía tropical” (1975) donde se consolida el modelo interpretativo de las cinco regiones naturales, ninguna de las cuales corresponde al país insular y marítimo. Tampoco en la última edición del Atlas de Colombia (2002) del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, en el que se repite la idea de las cinco regiones y el mapa del Archipiélago se reduce a cartografías de las pequeñas islas, sin ninguna plasmación del mar territorial.
No ha estado el mar en la política estatal. San Andrés y Providencia siempre fue como la selva: sepultado, nivelado e ignorado bajo el letrero de “Territorios nacionales”. Y no había manera de ejercicio de soberanía en un país que hasta hace poco careció –de hecho– de armada. La armada colombiana es ridícula al lado de nuestros pares suramericanos (Argentina, Chile, Perú y Venezuela): menos fragatas y una gran desventaja en alcance de radares y sonares, velocidad y capacidad de desplazamiento de los equipos (Poder militar, 2011). En equipos apenas nos comparamos con Ecuador y Uruguay, aunque Ecuador tiene dos veces y media más aviación naval y Uruguay nos aventaja en un 50% (The Military Balance, 2010).
No ha estado el mar en la iniciativa del sector privado, si exceptuamos como tal la apropiación ilegal de pequeños islotes cercanos a la costa Caribe. El mejor dato para aproximarse a la actividad privada en el mar es el de la pesca, porque exploraciones de minerales e hidrocarburos resulta demasiado exigente para nuestra capacidad emprendedora. Perú pesca 54 veces más que Colombia, Chile 39, Argentina 11 y Brasil 10 veces más. Colombia pesca un quinto de lo que pesca Ecuador y un 29% de lo que pesca Venezuela. Uruguay pesca lo mismo que nosotros teniendo 5 veces menos costa (FAO, 2010).
El mar estuvo en el espíritu talasofílico de José Prudencio Padilla, a quien después el terrícola Bolívar hizo fusilar. Estuvo en la imaginación heráldica del envigadeño Alejandro Vélez Barrientos (1794-1841) quien, como senador de la República, propuso en 1833 el proyecto de lo que hoy es el escudo de Colombia, con el dibujo primoroso en la franja inferior del istmo de Panamá con lo que se ve de los dos océanos: el de abajo que enseñorean los narcos y el de arriba que ahora es de Nicaragua.
El mar estuvo allí y en el corazón y los ojos de los raizales y los isleños. En ninguna otra parte. No en la visión de las élites. Ni en la mente de Andrés Pastrana cuando nos sometió a la jurisdicción de la Corte, ni en las de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos que nos defendieron con un servicio diplomático clientelar y poco profesional.
El Colombiano, 25 de noviembre
No ha estado el mar en la política estatal. San Andrés y Providencia siempre fue como la selva: sepultado, nivelado e ignorado bajo el letrero de “Territorios nacionales”. Y no había manera de ejercicio de soberanía en un país que hasta hace poco careció –de hecho– de armada. La armada colombiana es ridícula al lado de nuestros pares suramericanos (Argentina, Chile, Perú y Venezuela): menos fragatas y una gran desventaja en alcance de radares y sonares, velocidad y capacidad de desplazamiento de los equipos (Poder militar, 2011). En equipos apenas nos comparamos con Ecuador y Uruguay, aunque Ecuador tiene dos veces y media más aviación naval y Uruguay nos aventaja en un 50% (The Military Balance, 2010).
No ha estado el mar en la iniciativa del sector privado, si exceptuamos como tal la apropiación ilegal de pequeños islotes cercanos a la costa Caribe. El mejor dato para aproximarse a la actividad privada en el mar es el de la pesca, porque exploraciones de minerales e hidrocarburos resulta demasiado exigente para nuestra capacidad emprendedora. Perú pesca 54 veces más que Colombia, Chile 39, Argentina 11 y Brasil 10 veces más. Colombia pesca un quinto de lo que pesca Ecuador y un 29% de lo que pesca Venezuela. Uruguay pesca lo mismo que nosotros teniendo 5 veces menos costa (FAO, 2010).
El mar estuvo en el espíritu talasofílico de José Prudencio Padilla, a quien después el terrícola Bolívar hizo fusilar. Estuvo en la imaginación heráldica del envigadeño Alejandro Vélez Barrientos (1794-1841) quien, como senador de la República, propuso en 1833 el proyecto de lo que hoy es el escudo de Colombia, con el dibujo primoroso en la franja inferior del istmo de Panamá con lo que se ve de los dos océanos: el de abajo que enseñorean los narcos y el de arriba que ahora es de Nicaragua.
El mar estuvo allí y en el corazón y los ojos de los raizales y los isleños. En ninguna otra parte. No en la visión de las élites. Ni en la mente de Andrés Pastrana cuando nos sometió a la jurisdicción de la Corte, ni en las de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos que nos defendieron con un servicio diplomático clientelar y poco profesional.
El Colombiano, 25 de noviembre
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