Durante los últimos años he sentido los efectos de dos transeúntes nocturnos de la Avenida El Poblado. Un personaje, que me imagino circulando por los andenes de norte a sur, que destruye recurrentemente las vidrieras de los estacionamientos de buses y de los dispositivos de publicidad, algunas vitrinas y avisos corporativos. El otro que circula en una motocicleta de alto cilindraje, que me parece escuchar de sur a norte, usando la avenida como pista de carreras y desplegando un ruido atronador. Creo que pasa lo mismo en otras avenidas de la ciudad.
Estos dos hombres son representantes del pequeño vandalismo, la destrucción en pequeña escala de los bienes públicos, tanto materiales como intangibles. El primero, que me represento como uno de los llamados con decencia “habitantes de la calle”, que trata de inutilizar o al menos deslucir el mobiliario urbano. El otro, que me parece más bien un malcriado de estratos altos, que despierta vecindarios, aturde amantes y provoca accidentes.
Estos vándalos, el de costal sucio de cabuya y el de la moto brillante de 5 millones de pesos, pueden ser las figuras de los destructores urbanos: los ladrones de cables, los deliberados atacantes de las cámaras de seguridad y la iluminación pública, los involuntarios derribadores de postes y semáforos, los que rayan fachadas de casas y edificios, los que petardean locales comerciales y sedes bancarias, las hordas de derrotados en las tardes de fútbol, el desocupado que se llevó un pelo del bigote del gato de Botero. Más todos los que violan cotidianamente las normas básicas de la convivencia.
Tienen sus pares en las clases alta y media: los saqueadores silenciosos del patrimonio histórico, los cleptómanos de los pequeños tesoros de las oficinas públicas o corporativas, los reducidores del mercado cultural, los morbosos de la ostentación. Pero sigue siendo pequeño vandalismo.
El pequeño vandalismo suele ser banalizado o elogiado. Se banaliza por pequeño, pero se olvida que la escala y la recurrencia que tiene en nuestra sociedad supone un costo económico significativo y un daño mayor a la convivencia y a la idea, aún débil entre nosotros, de lo público. Se elogia dizque porque puede ser una señal de inconformismo o de resistencia social, de carácter ante el adocenamiento o por el atractivo estético que entrañan, a veces, las conductas desviadas.
No creo que se deba banalizar y tampoco que ante el pequeño vandalismo acudamos, como último recurso, a la paciencia o a la pura resignación. Pero ello no nos debe hacer olvidar que sigue siendo pequeño, que se trata de un pelo del bigote del gato de Botero. Y que hay otro vandalismo que representa –siguiendo la metáfora– destruir o robarse o comerse el gato completo. El terrorismo, la corrupción, el daño grave al medio ambiente, el corporativismo que se apropia de ramas enteras del Estado (por estos días, bien representado por la judicatura), todos estos fenómenos ilustran bien la acción de los grandes vándalos.
El Colombiano, 15 de abril
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