lunes, 26 de septiembre de 2022

Insostenible

No vamos bien como vamos, ni como veníamos, lo advierto por si algún lector pensara en los términos presentistas que dominan nuestro ambiente.

El informe de desarrollo humano de Naciones Unidas —titulado Tiempos inciertos, vidas inestables— muestra una reducción por segundo año consecutivo del Índice de Desarrollo Humano global. “En 2021 el IDH cayó en 51% de los 191 países para los que se calcula su valor. En 2020 cayó en el 87% de los países”, entre ellos Colombia que no solo perdió cinco posiciones sino que también disminuyó su calificación; así lo resume el colega Mauricio Uribe López (“Desarrollo humano: retroceso e incertidumbre”, La Patria, 16.09.22). El índice se creó a finales de la década de 1980 como respuesta a la insatisfactoria métrica que supone el producto interno bruto e incluyó, además del ingreso, variables que suponíamos irreversibles como la expectativa de vida y el logro educativo.

De otro lado la Fundación Bill & Melinda Gates presentó su evaluación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, acordados en 2015 para acabar con la pobreza, luchar contra la desigualdad y detener el cambio climático para el 2030. “Siete años después, el mundo no está encaminado a alcanzar prácticamente ninguno de estos objetivos” (El futuro del progreso, 2022). Los escenarios que plantea el programa de la Fundación señalan que si se mejorara el esfuerzo de todos los países y de la comunidad internacional, en los próximos siete años podría cumplirse la meta cuantitativa en dos de los objetivos considerados.

Antes del inicio de la pandemia las cosas no iban bien, aunque en Colombia gobernantes y tecnócratas pintaban pajaritos en el aire. La SDG Tracker, otra entidad que monitorea los Objetivos, muestra el panorama colombiano que podría condensarse como malo en pobreza, mediocre en ingresos y bueno en salud. Nuestros problemas más urgentes se relacionan con el hambre, que antes del Covid, agobiaba al 8,8% de la población (el doble de Chile y Argentina, lejos de Brasil y Uruguay, los países latinoamericanos de mejor desempeño), la mortalidad materna, que es de 83 por cien mil nacidos vivos en Colombia, la pobreza extrema del 10,3% y la informalidad laboral nos ubican en el grupo de los países rezagados del continente.

La Fundación Gates reconoce que los números son insuficientes y que dejan por fuera tanto aspectos inmensurables de la crisis como las posibilidades de innovación. En otras palabras, la situación puede ser peor de lo que dicen los números, pero los números no dan cuenta de las posibilidades que tiene la humanidad. Eso sí, dicen, “el fracaso puede ser evitado si cuestionamos todos juntos nuestras suposiciones en cuanto a cómo lograr el progreso global” o, en las palabras urgentes de Bill Gates, “necesitamos cambiar nuestra manera de pensar”. No hay desarrollo sostenible sin cambio en la forma de abordar la solución de los problemas sociales; un mensaje claro.

El Colombiano, 25 de septiembre.

lunes, 19 de septiembre de 2022

Bibliotecas personales

¿Qué es una biblioteca personal? ¿Un proyecto de lectura o un cementerio de libros? Le escuché esta disyuntiva al médico Alberto Vasco Uribe hace muchos años, bajo la forma de una discusión personal con Carlos Gaviria Díaz. Vasco, si mal no recuerdo, defendía la visión escéptica de que el tiempo no alcanzaba ni alcanzaría para leer los volúmenes que paulatinamente expandían la biblioteca personal. Nunca mencionó el caso doloroso, el suyo, de vivir en el exilio y de abandonar familiares, amigos y libros en su país, para ir a otro donde comenzar de nuevo la vida… y la biblioteca. Gaviria, supongo, tenía la visión optimista de que la biblioteca era un campo que podríamos explorar en algún momento de la vida.

A fin de cuentas o, mejor, cuando las cuentas van llegando a su fin ambas consideraciones resultan razonables. Revisa uno sus anaqueles y se percata de que hay libros que ya no va a leer, porque se desactualizaron, perdimos interés, cambiamos de aficiones y obsesiones, porque nunca fueron prioritarios y —con franqueza— porque ya no nos alcanzará el tiempo. Estantes que calientan polillas y tomos que vencen maderas y se mellan, deforman, amarillean. También están los lomos expuestos como una bibliografía tridimensional que nos llaman la atención en cada pasaje y nos proponen temas, nos asaltan sugiriendo conexiones con preguntas que llevamos en el córtex, nos recuerdan que todavía están allí a la espera.

Una fotografía reciente me hizo pensar que además de tumba o plan la biblioteca personal asume en algunos casos la función de patrimonio, activo fijo (algún contador me corregirá). El pie de foto indicaba una “biblioteca de clásicos”. No es difícil suponer que lo que esconden las cubiertas o sobrecubiertas son ediciones príncipe, primeras ediciones, ejemplares autógrafos o ediciones extrañas de alguna obra cuyo contenido cede relevancia a la antigüedad, al prestigio del editor, al material, a la firma del autor. Algunos bibliómanos son conscientes que allí tienen un ahorro o una inversión. En ese mueble el libro no está ni muerto ni vivo; contra lo que diga la contaduría, no está activo. El dueño lo cuida como un tesoro pero son muy pocas las personas que lo saben o lo consideran así o son capaces de liquidarlo. Ponemos los románticos en alguna repisa los títulos sin otro valor que algún recuerdo y allí mismo podría encontrarse la egoteca, el conjunto de pliegos que salieron de nuestras manos.

Para cierto tipo de investigadores, algunas bibliotecas personales son objetos de trabajo y apreciadas fuentes de información que arrojan pistas sobre la formación intelectual de su poseedor, la trastienda de sus labores, el diálogo —muchas veces evidente— con la obra (por ejemplo, las notas de Napoleón a El príncipe de Maquiavelo). 

Pueden ser más cosas, ¿qué deberían ser? La antesala del beneficio colectivo haciéndose tributarias de las bibliotecas institucionales, oficiales o privadas. Nadie entenderá mejor el valor de esos objetos; nadie les dará mejor uso.

El Colombiano, 18 de septiembre

jueves, 15 de septiembre de 2022

Fiesta del libro: lanzamientos

Sábado 17 de septiembre, 6:30 p.m.

Auditorio Patio de las Azaleas. Jardín Botánico 

Rey de corazones (El Medellín, una pasión crónica) de varios autores y 

El olvido que habitamos de Luis Fernando González 

Presentan: Gonzalo Medina, Jorge Giraldo Ramírez y Sergio Valencia 

Convoca: Librería Grámmata.

Domingo 18 de septiembre, 3:30 p.m.

Salón Restrepo. Jardín Botánico 

La confianza en el siglo XXI de varios autores 

Presentan: Jorge Giraldo Ramírez, Paula Restrepo y Cipriano López 

Convoca: Editorial Eafit


lunes, 12 de septiembre de 2022

De Fiesta

París Trejos no es una ruta de autobuses, ni una parodia de la película de Wim Wenders, no es una razón social plagiada en un barrio popular, es el título del último libro de Ricardo Aricapa (Ediciones Unaula, 2022). Más sorprendente aún, es el nombre de un hombre nacido en Riosucio, como Aricapa. Sé que se trata de una historia largamente buscada y construida por el cronista. En la tapa se ve un hombre de cara aindiada, robusta y con gabardina que recuerda, de inmediato, a Clemenza, uno de los lugartenientes de Vito Corleone. Bueno, es que esa facha debajo de un subtítulo que reza Memorias de un estafador da para poco más. El escritor y crítico Luis Germán Sierra dice en la contratapa que es “un texto cuyo estilo recuerda las crónicas de Gay Talese”. Es un elogio apropiado para uno de nuestros mejores cultivadores del género. Ricardo me señala como “lector kilométrico”, pero las casi 500 páginas de su libro deberán esperarme a que pase la Fiesta del Libro.

Hace 25 años este columnista deambulaba por calles y tribunas buscando complicidades para escribirle una oda larga al Medellín, al Poderoso (no me gusta el uso de las siglas). Parecía fácil porque poetas, cineastas, periodistas, narradores varios de la región resultaban ser hinchas, casi todos, ¡qué va! Pasaron 6 años antes de que Rey de corazones: el Medellín, una pasión crónica (Pregón, 2004) apareciera y desapareciera en un abrir y cerrar de ojos. No cesaron las súplicas, presiones, incitaciones, para que estuviera disponible de nuevo. Ante la flaqueza de mi fe, el dios de la Rexixtenxia envió al profesor Gonzalo Medina y al librero Wilson Mendoza. El primero empujó lo suficiente como para motivar una segunda edición ampliada y corregida del libro, desde la librería Grámmata, el segundo, se decidió a publicarlo con su propio sello editorial. La nómina completa es de 25 contribuyentes más, digamos como primer hincha del libro, el escritor argentino Roberto Fontanarrosa. En total, más plumas que trofeos. Será presentado en la Fiesta el sábado 17 de septiembre (consulten la programación).

De la misma editorial y el mismo día se presentará el libro El olvido que habitamos: historias urbanas y arquitectónicas de Medellín, del arquitecto e historiador Luis Fernando González que estudia barrios y edificios en distintos periodos de los últimos dos siglos y que está ilustrado con planos, dibujos y fotografías. González da cuenta de episodios que le confirman que “Medellín es una ciudad que odia la memoria y el patrimonio” desde los comienzos mismos de la república hasta el presente. En el trasfondo hay iniciativas privadas y políticas públicas, que sin una orientación distinta a la utilitaria, al parecer, y bajo el sambenito de la modernización y el progreso edificaron y destrozaron, embellecieron y arruinaron diversos lugares de lo que hoy llamamos el Centro.

Un oasis para el espíritu y la mente en medio de la pésima gestión cultural que sufre Medellín.

El Colombiano, 11 de septiembre

lunes, 5 de septiembre de 2022

rrrrrrr

Se dice que las zonas urbanas con menor calidad de vida se caracterizan —además de los indicadores sociodemográficos conocidos— por tres ce: congestión, contaminación y crimen; no sé si cabrá una cuarta: “cool”, que para el turista en Medellín significa sexo, drogas y reguetón baratos. Si la mayoría de esas ce colman la ciudad, estaríamos ante una calamidad que nos abocaría a lo que el investigador Fernando Carrión llama “urbicidio”.

Escuchamos clamores ciudadanos debido a un componente de la contaminación, el ruido. Vivimos en una región de ancestros mineros donde el estruendo es promesa de riqueza y la pólvora gesto de celebración. No hay silencio ni en templos ni hospitales, no se sabe si es peor tener un bar en el vecindario o un gimnasio, los establecimientos educativos y las unidades residenciales se atiborraron de hidrolavadoras, sopladoras, guadañas y parlantes. Sin contar las fuentes usuales de ruido que son los automotores, la construcción y el comercio minorista. La estridencia se considera inocua. No es así. Para una explicación actualizada de los problemas del ruido para la salud física y mental de las personas y la convivencia en las comunidades basta leer el reporte del programa ambiental de Naciones Unidas (Unep, “Frontiers 2022: Noise, blazes and mismatches”, 2022). Allí se afirma que el ruido es una de las “principales amenazas ambientales emergentes”.

El representante Daniel Carvalho usó la expresión calamidad pública en sesión de la Comisión Sexta de la Cámara el 16 de agosto. Carvalho mencionó allí, entre otras cosas, el ruido como causa de desplazamiento intraurbano y que el país carece de una normatividad adecuada al respecto. “Medellín cómo vamos” nos informó, también, del estancamiento en la atención administrativa al problema del ruido. La cautela se comprende ya que el Área Metropolitana evaluó el asunto hace tres años; realmente hemos empeorado. Si alguien visita la página del Área —que es la autoridad ambiental— o del Siata se dará cuenta que no existe seguimiento ni interés alguno en el tema.

En el Valle de Aburrá el desorden empieza por la autoridad. Piénsese en los camiones del aseo, los tablados o el perifoneo oficial; sígase con la falta de control sobre autos y motos, empezando por las chivas rumberas y los piques de velocidad, o sobre los sitios de diversión nocturna. Pero al sector privado también le cabe responsabilidad sobre la forma como se transportan materiales y mercancías, como se publicitan los productos o el tipo de eventos que se apoyan. En un mundo casi civilizado se demandaría una contribución adicional de la sanción social, pero lo pueden terminar matando a uno. De ese tamaño es el desmadre. 

Sé de sobra que tenemos muchos problemas y el del ruido parece menor, accesorio. Cobra importancia adicional si comprendemos que el ruido afecta nuestra posibilidad de escucharnos, de entendernos. Se trata “del derecho a escuchar más que del derecho al silencio” (Kate Wagner, The Atlantic, “City noise might be making you sick”, 20.02.18).

El Colombiano, 4 de septiembre