lunes, 5 de septiembre de 2022

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Se dice que las zonas urbanas con menor calidad de vida se caracterizan —además de los indicadores sociodemográficos conocidos— por tres ce: congestión, contaminación y crimen; no sé si cabrá una cuarta: “cool”, que para el turista en Medellín significa sexo, drogas y reguetón baratos. Si la mayoría de esas ce colman la ciudad, estaríamos ante una calamidad que nos abocaría a lo que el investigador Fernando Carrión llama “urbicidio”.

Escuchamos clamores ciudadanos debido a un componente de la contaminación, el ruido. Vivimos en una región de ancestros mineros donde el estruendo es promesa de riqueza y la pólvora gesto de celebración. No hay silencio ni en templos ni hospitales, no se sabe si es peor tener un bar en el vecindario o un gimnasio, los establecimientos educativos y las unidades residenciales se atiborraron de hidrolavadoras, sopladoras, guadañas y parlantes. Sin contar las fuentes usuales de ruido que son los automotores, la construcción y el comercio minorista. La estridencia se considera inocua. No es así. Para una explicación actualizada de los problemas del ruido para la salud física y mental de las personas y la convivencia en las comunidades basta leer el reporte del programa ambiental de Naciones Unidas (Unep, “Frontiers 2022: Noise, blazes and mismatches”, 2022). Allí se afirma que el ruido es una de las “principales amenazas ambientales emergentes”.

El representante Daniel Carvalho usó la expresión calamidad pública en sesión de la Comisión Sexta de la Cámara el 16 de agosto. Carvalho mencionó allí, entre otras cosas, el ruido como causa de desplazamiento intraurbano y que el país carece de una normatividad adecuada al respecto. “Medellín cómo vamos” nos informó, también, del estancamiento en la atención administrativa al problema del ruido. La cautela se comprende ya que el Área Metropolitana evaluó el asunto hace tres años; realmente hemos empeorado. Si alguien visita la página del Área —que es la autoridad ambiental— o del Siata se dará cuenta que no existe seguimiento ni interés alguno en el tema.

En el Valle de Aburrá el desorden empieza por la autoridad. Piénsese en los camiones del aseo, los tablados o el perifoneo oficial; sígase con la falta de control sobre autos y motos, empezando por las chivas rumberas y los piques de velocidad, o sobre los sitios de diversión nocturna. Pero al sector privado también le cabe responsabilidad sobre la forma como se transportan materiales y mercancías, como se publicitan los productos o el tipo de eventos que se apoyan. En un mundo casi civilizado se demandaría una contribución adicional de la sanción social, pero lo pueden terminar matando a uno. De ese tamaño es el desmadre. 

Sé de sobra que tenemos muchos problemas y el del ruido parece menor, accesorio. Cobra importancia adicional si comprendemos que el ruido afecta nuestra posibilidad de escucharnos, de entendernos. Se trata “del derecho a escuchar más que del derecho al silencio” (Kate Wagner, The Atlantic, “City noise might be making you sick”, 20.02.18).

El Colombiano, 4 de septiembre

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