Hay mucho odio en Colombia. Eso no se mide; está en el aire, se siente y se huele. El pensamiento filosófico converge en afirmar que el odio es una afección que resulta de la retención de la rabia y el resentimiento, de su represamiento y fermentación a lo largo del tiempo. Pero a diferencia de estos —de la rabia y el resentimiento— el odio no es un sentimiento moral, es “una actitud psíquica permanente” (Max Scheler).
No cabe duda de que tenemos razones para la amargura y de que son amargas las múltiples grietas que nos dividen como sociedad. Más allá de percepciones y emociones individuales y colectivas, tenemos bases concretas para llevar a cabo y sostener diversos conflictos sociales. Pero a los conflictos, en particular, los políticos les sobra el odio. El adversario político “no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico”, dijo Carl Schmitt.
Los pensadores cristianos distinguían dos tipos de odio, la abominación y la enemistad. Se entendía la abominación como el rechazo intenso de ciertas ideas, rasgos personales o comportamientos de una persona y, por extensión, de un grupo social. La modernidad ofreció soluciones —eficientes durante largo tiempo— a este tipo de incompatibilidades: las libertades de conciencia y expresión, la tolerancia, la deliberación, la democracia. La enemistad se dirige contra la persona, de modo directo, cuyo mal se encuentra satisfactorio y se busca. La modernidad acotó la enemistad mediante el monopolio de la violencia por parte del estado y revivió la tradición del derecho de gentes cuando se trataba de casos extremos.
Si el odio permanece en modo pasivo carece de impacto social; afecta, sí, a las personas que lo albergan. Se vuelve un asunto terapéutico ya que, como dice Carlos Thiebaut, “quien odia se encadenará al objeto de su odio y se dañará a sí mismo”. Las cosas se agravan cuando los rencorosos se ponen en modo activo porque todo odio manifiesto, el verbal por ejemplo, constituye un vector de violencia física, de daño. Por eso se ha codificado penalmente el discurso del odio.
El odio ideológico y político es uno de los rasgos del fanatismo. Y el fanatismo siempre fue excluido del arte político por la simple razón de que es contraproducente. Me explico, mientras más rencor y fanatismo incube un grupo social es menos probable que cumpla con sus propósitos. El resultado más probable será mayores calamidades y dolores, propios y ajenos. Quienes siguen viendo a sus semejantes y compatriotas como enemigos más que adversarios, quienes creen que hay buenos y malos, héroes y villanos esenciales, quienes abandonaron los argumentos y solo “odian por odiar” (W. H. Auden), cargan con la responsabilidad de la violencia.
Con estos párrafos procuro enviar un mensaje público de navidad. En la privacidad, el amor.
El Colombiano, 19 de diciembre
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