Reventaron los Pandora Papers, como antes los Panamá Papers y mañana los Petro Papers, digo yo, porque cada que sale una encuesta con Petro arriba un puñado de adinerados corre a llevarse la plata del país y se apura para conseguir pronto otra nacionalidad con la cual arroparse. En Pandora aparecieron los expresidentes Gaviria y Pastrana, y cuatro funcionarios del gobierno de Duque, la vicepresidente, la ministra de transporte, el embajador en Chile y el director de la Dian (“Estos son los colombianos en los Pandora Papers”, El Colombiano, 03.10.21).
Estas prácticas son un peligro para la democracia, un sistema que se basa en una identidad, la equidad y un destino común, todo aquello que Aristóteles llamó la “comunidad de vida”. Por eso es particularmente grave que políticos profesionales y funcionarios públicos recurran a esos mecanismos. Algunos empresarios (Gilinsky, Sarmiento) simplemente pelan el cobre. Y la respuesta que ofrecen —cuando la ofrecen— solo empeora las cosas. César Gaviria, por ejemplo, se escudó diciendo que su operación era legal.
La profesora de Columbia Katharina Pistor observó al respecto que “cuanto más insistan las élites ricas y sus abogados en que todo lo que hacen es legal, menos confiará el público en la ley” (“The Pandora Papers and the threat to democracy”, Project Syndicate, 12.10.21). Añade que están olvidando que su riqueza fue posible gracias a la confianza en la ley, y que el deterioro de la confianza pública no fácil de subsanar. Pues la confianza, aunque no aparezca en los balances anuales, sigue siendo el principal activo de la empresa privada.
Siendo esto cierto, el problema más profundo quizás sea que estas élites, de antemano, han “roto prácticamente todos los lazos de solidaridad con las sociedades en las cuales habita” (Juan Carlos Flórez, “La élite María Antonieta y los Pandora Papers”, Semana, 09.10.21). Colombia se ha caracterizado por un débil sentido nacional y los responsables de construirlo hacen poco por fortalecerlo. Entre ellos, algunas franjas intelectuales que alucinan con las teorías cosmopolitas.
La solidaridad —fraternidad en el lenguaje de los republicanos del siglo XVIII— es uno de los pilares de la democracia, junto con la libertad y la igualdad. Y como estas, se trata de un programa, un objetivo, pero también de un ejercicio, de una práctica. Una práctica que depende menos de la bondad o de la generosidad o del discurso edificante que de la vivencia y la conciencia de ser prójimos. Prójimo es el cercano, aquel con quien compartimos la vida, sus problemas y alegrías, sus retos y calamidades.
Las prácticas de cercanía no existen ya entre las clases altas y se están deteriorando a pasos agigantados en las medias. Sin una sólida comunidad de vida el ejercicio de la solidaridad es más arduo. Gobernantes y empresarios deberían demostrar que están haciendo ese esfuerzo.
El Colombiano, 17 de octubre