Una de las cosas que mejor refleja el estado de un país son sus símbolos. De eso son muy conscientes las naciones fuertes (también las religiones). Lo vemos cada 4 de julio en Estados Unidos, cada 14 en Francia, los 16 de septiembre en México o los primeros de octubre en China. Más allá de la parafernalia, los discursos y la pirotecnia, lo que se demuestra es la congregación de una multitud alrededor de lo que los une.
Una de los mayores defectos de los grupos dirigentes en Colombia ha sido su falta de sentido simbólico, que puede ser consecuencia de muchas cosas. Del débil espíritu democrático, por ejemplo. Recuerdo el escándalo desatado contra el gran Kid Pambelé cuando se puso la bandera tricolor en su pantaloneta. La bandera empezó a ser de todos hace apenas tres décadas cuando una nueva constitución coincidió con varios acuerdos de paz y con el cambio de uniforme de una selección de fútbol triunfante. Ahora amenaza con ser objeto de disputa, como pudo verse en el reciente estallido social durante el cual el gobierno se vistió de traje camuflado mientras los manifestantes usaban el amarillo, azul y rojo.
La revuelta popular de mayo será un festín para los semiólogos, eso espero. En el plano simbólico otra de las cosas inquietantes fue la destrucción de estatuas porque todo ataque a la belleza afecta el bien y la verdad (le creo a Roger Scruton). La que más me dolió fue la de Antonio Nariño, de quien nos enseñaron que era el Precursor, padre de los derechos humanos en el país, ni más ni menos. Hice memoria y recordé que quienes empezaron todo esto fueron la junta del banco central y algunos congresistas que sacaron a Nariño del billete para terminar incluyendo, digamos, a Carlos Lleras Restrepo (¡válgame Dios!).
La gran oportunidad de la dirigencia eran los bicentenarios: el político de 1810, el militar de 1819 y el constitucional de 1821. Eran, en pasado imperfecto; fueron oportunidades perdidas, en pasado perfecto. Hacia 2010 el gobierno estaba muy ocupado organizando una sucesión presidencial que luego lamentó; en 2019, estaba Duque y nadie le recordó el detallito de la batalla de Boyacá y del bicentenario del ejército; en 2021, espantan en la Casa de Nariño y solo algunas academias de historia se percataron de los 200 años de la constitución de Cúcuta.
Dicen los clasicistas, que el origen griego de la palabra es jurídico y que se usó para significar un pacto, una alianza política, y, además, en el ámbito religioso, una comunidad. Los símbolos expresan la unidad de creencias de quienes los usan. Sýmbolon es unir, reunir. La acción opuesta es desunir, dividir; el agente (según mi diccionario griego) es un calumniador, malvado. Ese contrario de sýmbolon tiene nombre: diábolon. También es el mismísimo…
El Colombiano, 18 de julio
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