La inquietud de estudiosos y observadores de la política global por el abuso autoritario de la ley para controlar el virus que ocasiona la Covid-19 es constante desde hace casi un año, aunque marginal. La mayoría de los gobernantes han mostrado muy poco instinto democrático-liberal, el esfuerzo pedagógico ha sido mínimo y el sesgo represivo se expresa cotidianamente en el intento de controlar los cuerpos y doblegar los espíritus. Los daños actuales a las libertades presentes podrían resultar pequeños, considerando el carácter exponencial que pueden adquirir dadas la ruptura de la normalidad y el adiestramiento en las medidas de excepción.
Las anécdotas de la semana pasada en Antioquia son ilustrativas. Gobernantes que intentan mandar por Twitter (los imagina uno sentados en el sofá de la casa, sobando el gato, sin consultar el trino con un asesor ni discutirlo con un consejo de gobierno o consultarlo con un cuerpo colegiado); contradiciéndose cada tres minutos; “debatiendo” con colegas a través de medios sociales y otras, mejor ilustradas por los memes que circulan. Alcaldes y gobernador tomando medidas pocas horas antes de aplicarlas como si los ciudadanos, las empresas y las organizaciones no requirieran seguridad normativa y previsión.
Es un terrible contraste que en un país al que le sobran leyes y abogados exista tan poca sensibilidad jurídica. Un decreto gubernamental es una norma; las normas tienen que ser claras, públicas, con cierta estabilidad temporal (aún en casos de excepción). Las normas —si aspiran a tener eficacia— deben tener en cuenta la idiosincrasia, las costumbres y la cultura de la población, cuando no su opinión, mediada o directa.
La abundancia de decretos contradictorios, ilógicos, ineficaces, desconcierta a la gente y la induce a la inobservancia generalizada. En el pasado reciente había palabras que causaban temor como “toque de queda”, hoy dan risa. Entonces estamos abocados a otro problema grave: en la cultura ciudadana se está sembrando la idea de que la ley es inútil, quizá perversa. La majestad de la ley como elemento de un estado legítimo empieza a cuestionarse por la vía de los hechos, la más firme de las vías. ¿Qué nos espera?
Carlos Jiménez Gómez (1930-2021).
Uno de los pioneros de las doctrinas de los derechos humanos y el derecho humanitario en Colombia, defensor de los ideales de la democracia liberal, acaba de morir en Bogotá (16 de enero). Una de las figuras más significativas del país durante la década tenebrosa de 1980 y una de las más descollantes entre los funcionarios del estado. En vida, sus méritos fueron resaltados por muy pocos: Carlos Gaviria Díaz, sus paisanos de El Carmen de Viboral (más por su labor como escritor) y —debo decirlo— yo, en mi libro “Las ideas en la guerra” (Debate, 2015). Sobre él se lanzó un manto de silencio, pero su legado prevalecerá.
El Colombiano, 24 de enero