Todo quien piense con un sentido de comunidad política debe preguntarse, ante situaciones críticas o acontecimientos notables, cómo hacer que ellas redunden en resultados positivos para todos. Las marchas del 4 de febrero de 2008 se convirtieron en un punto de inflexión que marcó la derrota política de las Farc y abrió la posibilidad de la negociación. Las marchas del 21 de noviembre pueden marcar un punto de quiebre, así su único mensaje claro sea de inconformidad.
Para que ese esfuerzo tenga consecuencias positivas para todos hay que tratar de hacerlo legible. Para hacerlo legible, para entenderlo, hay que empezar por determinar sus dimensiones y por clarificar su sentido. A ello no ayudan las tácticas infantiles de minimizar su volumen, como las cifras increíbles de movilizados que dieron Duque y el alcalde de Medellín, o de meter a marchantes tan diversos en el mismo costal. Las marchas fueron más grandes que la izquierda, el petrismo o los sindicatos. El cacerolazo, espontáneo, masivo e inédito, no lo ordenó Maduro.
Para empezar a leer bien, es conveniente despejar algunos malentendidos.
El problema no es Duque, es el régimen. A Duque le ha tocado la coyuntura en que buena parte de los colombianos ya no soportan las promesas incumplidas de lucha contra la corrupción, reforma a la justicia, reforma tributaria equitativa, trabajo decente, equidad territorial, y demás, que se han aplazado desde la primavera constituyente de 1991. A Duque le toca —y esa es su responsabilidad— pero los problemas de hoy son las asignaturas perdidas desde Samper hasta Santos pasando por Uribe.
El problema no es de números. El afán racionalista de los administradores públicos es de una candidez casi estúpida. Los valores que mueven a la mitad de la población colombiana están guiados por valores inmateriales (Inglehart): a quien pide paz no se le convence mostrándole el crecimiento del producto interno, a quien pide equidad racial y sexual no le dicen nada las cifras de desempleo, a quien quiere protección del medio ambiente no le dice nada la estabilidad macroeconómica, a quien pide respeto no le dice nada que el gobierno haya presentado o no una mala propuesta de reforma.
El problema es político, como todos los grandes problemas, pero no fue un asunto electoral, como lo señaló Germán Vargas Lleras en su columna dominical. Es una interpretación que no ayuda a buscar soluciones y que solo pide un plazo de dos años para dirimir el pleito en las urnas.
Del otro lado, hay que saber leer a los sectores de la inercia. A quienes se opusieron a las marchas, a quienes expresaron miedos auténticos, hay que escucharlos y dialogar con ellos, ahora que vuelva la calma. Primero entre razonables y conversadores. Después veremos si es posible hacerlo con los fanáticos. Con los malintencionados no hay nada que hacer.
El Colombiano, 24 de noviembre.