El escritor francés de filiación judía Jean-Claude Grumberg —poco conocido en nuestra lengua— dijo este año en una entrevista que una cosa era el antisemitismo antes de 1930, otra entre 1930 y 1945, y otra distinta después de 1945. Grumberg intentaba situar históricamente ese fenómeno resaltando las diferencias entre un rasgo cultural, quizás indeseable, un crimen y la repetición de los estigmas que condujeron a ese crimen. El consejo es útil para refutar los anacronismos en boga ahora (condenar la misoginia de Aristóteles, por ejemplo) y, sobre todo, para no banalizar las conductas que conformaron el contexto explicativo de ciertas calamidades en las que no deberíamos reincidir.
Podemos reafirmar a Gumbrerg diciendo que hay un antes y un después morales, y que esa frontera debe mantenerse visible para no abonarle el camino al deterioro del sistema que ordena las normas y la moralidad de una sociedad. Debe saber Gumbrerg que el progreso moral no está garantizado y que los humanos pisamos con frecuencia terrenos que nos conducen de modo imperceptible por pendientes resbaladizas.
En Colombia existen unas marcas visibles que separan un antes y un después.
La conducta inclemente de José Ignacio de Márquez (1793-1880) y Tomás Cipriano de Mosquera (1798-1878) que contribuyó a una sucesión de guerras y victorias que solo se rompió con los acuerdos que pusieron fin a la Guerra de los Mil Días. Aprendimos a negociar bajo la tutela gringa en 1902, volvimos a negociar en 1956 y 1957 y refinamos ese arte desde 1989 hasta ahora. Volver a tocar las teclas del odio a los conciudadanos y de la humillación a los contrarios es una mala idea que ya ensayamos.
La llamada Violencia, nuestra penúltima guerra civil, se originó en gran medida por el bloqueo entre los dos grandes partidos que representaban la opinión política del país y por el sistemático ataque a las instituciones públicas por parte de las élites políticas e intelectuales. Es lastimoso, por decir lo menos, el ejercicio sistemático de confrontación a las altas cortes por parte del Centro Democrático y de voceros, usualmente moderados, del conservatismo. Es increíble que los conservadores hayan olvidado a donde los llevó el laureanismo.
El país hizo conciencia de los llamados falsos positivos hace más de una década. Entendimos que había cierto tipo de incentivos a la eficacia militar que podían ser mal interpretados y conducir a crímenes de lesa humanidad. En su momento se tomaron medidas para establecer pautas institucionales que previnieran ese tipo de acciones ilegales. Ignorar ese pasaje, repitiendo procedimientos similares, actuando de forma incauta y negligente ante los reparos de la prensa y los organismos internacionales, solo agravará la responsabilidad de los actuales dirigentes del país.
El deterioro moral es probable, pero no tiene por qué ser inexorable. Su rumbo depende de nosotros, de nadie más.
El Colombiano, 16 de junio
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