lunes, 24 de junio de 2019

Chernóbil

Chernóbil, una ciudad cerca de la frontera entre Ucrania y Bielorrusia. Un desastre nuclear en 1986. Un libro de Svetlana Alexievich, premio Nóbel de Literatura en 2015. Una serie de televisión estrenada en 2019. Gran consternación por los peligros de la fisión nuclear, radiación, destrucción ambiental, muertes, cancerosos, pérdida de fauna y otra vida silvestre. Los accidentes ocurren, pero la acción humana está encaminada para evitar que ocurran y hay algunos —los que destruyen vidas— que nunca deben ocurrir. ¿Por qué ocurrió en Chernóbil?

Primero la reputación y la reputación entendida como que nunca nos equivocamos, siempre somos el número uno. El socialismo era el mejor sistema para la humanidad y la Unión Soviética su vanguardia. No podía saberse afuera que algo así había pasado. Imponer la negación. Cuando se supo, se intentó minimizar y presumir de que todo estaba bajo control. La ayuda alemana fracasó porque no se les dio el dato del nivel de radiación para que los equipos enviados cumplieran con la protección requerida.

El poder político contra la ciencia. La doctrina, el estado, el partido son más importantes que los hallazgos científicos. El funcionario decide al margen o en contra del científico. La estabilidad del régimen (aquí puede decir corporación, administración) es más importante que las malas noticias que surgen de los escrúpulos de los investigadores.

El poder disciplinario contra el saber técnico. El jefe de sección se impone sobre el operario, el de planta sobre el de sección, el alcalde sobre el gerente, el ministro hace su voluntad contra el alcalde, el líder supremo contra la del ministro. El objeto de toda organización es conservarse en el tiempo (ahora lo llaman sostenibilidad), pero la subsistencia basada en el miedo al fracaso y en el maquillaje como estrategia llevan al desastre.

El espíritu competitivo como prioridad ante la cooperación. El mayor valor del mérito individual, la pugna por el incentivo, el ascenso, el cargo, que introducen disputas en los equipos de trabajo y desvía a la organización del propósito y la misión. El éxito de cada parte puede resultar en el fracaso del todo.

La inhumanidad del discurso humanista. “La felicidad de toda la humanidad”, es el lema, también es el argumento para cerrar la ciudad y no dejar salir a la gente. Kant había condenado hace doscientos años a los que amaban a los tártaros y eran incapaces de hacer algo por el vecino. Felicidad y humanidad en abstracto, para el hombre concreto, para el súbdito, maltrato, humillación.

Visto de esta manera —desde el proceso y el sistema operativo—, eventos como Chernóbil, pequeños y mucho menos dañinos, ocurren con más frecuencia de la que pensamos. Se cae una carretera, un edificio, un puente; se desploma una compañía, un municipio, un país. Con Chernóbil podemos hablar de política, también de administración.

El Colombiano, 23 de junio.

lunes, 17 de junio de 2019

Antes y después

El escritor francés de filiación judía Jean-Claude Grumberg —poco conocido en nuestra lengua— dijo este año en una entrevista que una cosa era el antisemitismo antes de 1930, otra entre 1930 y 1945, y otra distinta después de 1945. Grumberg intentaba situar históricamente ese fenómeno resaltando las diferencias entre un rasgo cultural, quizás indeseable, un crimen y la repetición de los estigmas que condujeron a ese crimen. El consejo es útil para refutar los anacronismos en boga ahora (condenar la misoginia de Aristóteles, por ejemplo) y, sobre todo, para no banalizar las conductas que conformaron el contexto explicativo de ciertas calamidades en las que no deberíamos reincidir.

Podemos reafirmar a Gumbrerg diciendo que hay un antes y un después morales, y que esa frontera debe mantenerse visible para no abonarle el camino al deterioro del sistema que ordena las normas y la moralidad de una sociedad. Debe saber Gumbrerg que el progreso moral no está garantizado y que los humanos pisamos con frecuencia terrenos que nos conducen de modo imperceptible por pendientes resbaladizas.

En Colombia existen unas marcas visibles que separan un antes y un después.

La conducta inclemente de José Ignacio de Márquez (1793-1880) y Tomás Cipriano de Mosquera (1798-1878) que contribuyó a una sucesión de guerras y victorias que solo se rompió con los acuerdos que pusieron fin a la Guerra de los Mil Días. Aprendimos a negociar bajo la tutela gringa en 1902, volvimos a negociar en 1956 y 1957 y refinamos ese arte desde 1989 hasta ahora. Volver a tocar las teclas del odio a los conciudadanos y de la humillación a los contrarios es una mala idea que ya ensayamos.

La llamada Violencia, nuestra penúltima guerra civil, se originó en gran medida por el bloqueo entre los dos grandes partidos que representaban la opinión política del país y por el sistemático ataque a las instituciones públicas por parte de las élites políticas e intelectuales. Es lastimoso, por decir lo menos, el ejercicio sistemático de confrontación a las altas cortes por parte del Centro Democrático y de voceros, usualmente moderados, del conservatismo. Es increíble que los conservadores hayan olvidado a donde los llevó el laureanismo.

El país hizo conciencia de los llamados falsos positivos hace más de una década. Entendimos que había cierto tipo de incentivos a la eficacia militar que podían ser mal interpretados y conducir a crímenes de lesa humanidad. En su momento se tomaron medidas para establecer pautas institucionales que previnieran ese tipo de acciones ilegales. Ignorar ese pasaje, repitiendo procedimientos similares, actuando de forma incauta y negligente ante los reparos de la prensa y los organismos internacionales, solo agravará la responsabilidad de los actuales dirigentes del país.

El deterioro moral es probable, pero no tiene por qué ser inexorable. Su rumbo depende de nosotros, de nadie más.

El Colombiano, 16 de junio

lunes, 10 de junio de 2019

Primero cayó el café, luego la troncal

Los precios del café están por los suelos desde que comenzó 2019 y, por ende, han puesto en una situación difícil a los pequeños y medianos caficultores (los grandes se comen el 60% de los subsidios de papá estado). El efecto se siente hace rato en el suroeste antioqueño, la mayor región productora del departamento. Como si fuera poco ahora se taponó la Troncal del Café en el cañón de la quebrada Sinifaná. Los esfuerzos de la región para diversificarse con el turismo, la producción de frutales y pequeñas empresas de alimentos y prendas de vestir, también se derrumban.

Hasta ahora el debate de Pacífico 1, la concesión que va desde Bolombolo hasta Primavera, era sobre el trazado. Por qué no seguir la margen del Cauca hasta Antioquia y retomar de allí o Sopetrán hasta Puerto Valdivia; por qué no abrir la cuenca de El Poblanco; por qué no usar la vertiente por donde iba el tren. Ya ese debate no tiene sentido: la vía va por donde va, por tierras de superintendentes y congresistas, y de sus amantes.

El problema actual es con la intervención actual de Covipacífico, la empresa propiedad del señor Sarmiento Angulo, quien en virtud de su amistad con Juan Manuel Santos se convirtió de la noche a la mañana en experto en obras de infraestructura física. El ingeniero José Hilario López cuenta estas vicisitudes con pelos y señales en un artículo que recomiendo (“Calamidad pública en el suroeste antioqueño”, El Mundo, 04.06.19). De sus comentarios destaco el hecho de que la Veeduría de la Sociedad Antioqueña de Ingenieros había efectuado advertencias desde 2016 a la Agencia Nacional de Infraestructura, a la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales, a Covipacífico y a la Gobernación de Antioquia. Ellos mostraban la alta probabilidad de “deslizamientos que obligarían el cierre de la Troncal por un periodo superior a dos años”.

A esto habría que sumarle el hecho de que Invías había autorizado un cierre parcial desde mayo, durante todo 2019, y que para ello debió haber inspeccionado las obras y promovido el mejoramiento de las vías alternas que recomendó en ese entonces. Todo esto es llorarle al gobierno nacional, pero ¿qué ha hecho la Gobernación de Antioquia? Nada. Después de un mes de cierre parcial y dos semanas de cierre total, la Gobernación ni siquiera ha controlado el tráfico pesado por las vías Camilocé-Bolombolo y Camilocé-Puente Iglesias, que ya amenazan ruina por esta imprevisión. No hablemos ya de la ausencia de intervenciones físicas en el débil tramo entre El Cinco y Bolombolo que amenaza con aislar a Venecia. Ninguno de los siete contratos viales adjudicados por la Secretaría de Infraestructura Vial para 2019 está enfocado en estas vías.

Ya es tarde, pero si los dolientes del suroeste no se movilizan las cosas irán a peor.

El Colombiano, 9 de junio.

lunes, 3 de junio de 2019

Bicentenario

Es un consenso académico que uno de los principales problemas de Colombia es su falta de unidad: integración territorial, homogeneidad social, concordia cívica, unidad política. Uno de los elementos más importantes de la unidad es la comunión simbólica de la ciudadanía. La carencia de una simbólica nacional es uno de los aspectos que más subraya el intelectual franco-colombiano Daniel Pécaut. Muchas veces ha insistido en que las identidades bipartidistas terminaron remplazando u obstruyendo esa unión simbólica.

Las cosas han empeorado. No hay ya identidades bipartidistas, solo adscripciones fugaces y epidérmicas a personalidades. La majestad del poder ejecutivo se ha disuelto en medio del personalismo y las pequeñas vanidades. No hay continuidades institucionales, solo caras de administradores.

El destrozo de las pocas expresiones de la simbólica nacional se puede ejemplificar con la tarea que hizo el congreso con los billetes. Cambió las pocas caras que representaban la unidad política del país por una galería discutible de jefes liberales (Gaitán, López, Lleras), por un lado, y de artistas (Silva, Débora, Gabo), por el otro. Desaparecieron sin explicación alguna Bolívar, Santander, Nariño, Núñez. En Estados Unidos hubo un debate largo e intenso antes de sacar a Andrew Jackson del billete de veinte (fue remplazado por Harriet Tubman) y a nadie se le hubiera ocurrido sustituir a Washington por Poe. Ciertos intelectuales hacen la vista gorda porque creen que el nacionalismo es más problemático que la debilidad identitaria.

Esto parecía entenderlo la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez cuando dijo, el pasado 23 de octubre, que “conmemorar el Bicentenario del nacimiento de la República de Colombia es una ocasión para unirnos los colombianos, para pensar nuestro país hacia el futuro”. Los ritos, la rememoración, la dignificación de los líderes de la construcción del Estado hacen parte de los hilos zurcidos para unir a una comunidad. Y la mirada al pasado sirve para revisar nuestros proyectos, los avances y las faltas, los giros y las continuidades, para iluminar la manera como estamos juntos y para acomodarla a los tiempos que vendrán. Bien comprendido.

Lo que pasa es que, a renglón seguido, la vicepresidenta instaló una Comisión de Expertos repleta de ministros y gobernadores. Comisión y sin expertos. Como era de esperarse no salió nada y lo que pueda salir de aquí al siete de agosto será misérrimo. Otra oportunidad perdida.

Los únicos que han hecho algo desde el 2010 han sido los académicos y las universidades. Mucho; teniendo en cuenta sus limitaciones de recursos. En 2019 parece que le está yendo mejor a Alexander von Humboldt que a la independencia misma y eso se puede explicar, quizá, porque no hubo una comisión de ministros y gobernadores para organizar los festejos. No está mal. Al fin y al cabo, Bolívar creía que la obra de Humboldt era parte de la constitución de nuestras naciones.

El Colombiano, 2 de junio