lunes, 12 de marzo de 2018

Vidrios polarizados

Dos camionetas están enfrentadas en una calle estrecha, estrechada más aún por una fila de carros parqueados. Suenan los pitos, como si fueran insultos en morse amplificado. Obstinados, nadie cede. Uno apaga su motor, el otro se pega de su pito como si hubiera muerto sobre la cabrilla. Empiezan a escucharse improperios a voz en cuello. Uno se baja, el otro también; se encaminan al enfrentamiento. En fracciones de segundo reconocen mutuamente a un colega cercano, se disculpan y se van.

La historia es real. La persona que me la contó y la protagonizó, reflexionó: eso pasa con los vidrios polarizados; no vemos al otro como persona, nos mantiene en el anonimato y cuando ocurren ambas cosas perdemos la sensibilidad, el trato tranquilo, la capacidad de razonar, nos llenamos de furia, nos atornillamos en nuestra insignificante posición y lubricamos esta tonta soberbia.

El filósofo alemán Peter Sloterdijk sugiere que los individuos contemporáneos no vivimos en el mundo, vivimos en una serie consecutiva de burbujas en las que nos encerramos, y nos protegemos (aislamos) de los demás. El carro es una. La conducta de una persona normal al volante –especialmente con vidrios polarizados– es muy diferente a la que demuestra en espacios sociales en los que se requiere el contacto sensorial, anímico, físico, humano.

Pero no estoy hablando de automóviles. Otras burbujas de encierro y ruptura con la socialización son el apartamento, el centro comercial, los mundos virtuales mediatizados por los dispositivos electrónicos. Todas están burbujas tienen sus propios vidrios polarizados. La diferencia en grados de socialización entre una unidad residencial y un vecindario barrial, entre un parque y un centro comercial, entre una tienda y un supermercado, entre el chat y la conversación en un café son abismales, tanto en cantidad como en calidad.

Esta falta de presencia personal afecta nuestros niveles de conocimiento, empatía, razonabilidad y solidaridad. Una de las mayores pérdidas es la que tiene que ver con la conversación. Cada burbuja genera ensimismamiento, entropía en la reflexión. La persona posmoderna se está convirtiendo en una oficina de pronunciamientos; un afán de sentar posición, de emitir juicios, nos carcome, sin que medie ningún tipo de información calificada, verificación de fuentes, preguntas, búsqueda de otras versiones. Nos anestesiamos ante la voz, la opinión y la postura del distinto.

Las burbujas contemporáneas crean un fenómeno que en distintas disciplinas sociales llamamos endogeneidad. La endogeneidad puede generar muchos errores producto de la repetición y el reciclaje, en este caso, de prejuicios y opiniones. La burbuja es un salto atrás en la evolución: como si volviéramos a casarnos con las hermanas. La endogeneidad produce bebés con cola de marrano, como en Cien años de soledad. Las llamadas redes sociales producen opiniones con cola de marrano. Decir marranadas, hacer marranadas, es una expresión regional arcaica que cobra sentido hoy.

El Colombiano, 11 de marzo

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