Dos tipos van corriendo a toda velocidad, en cierto momento uno pregunta: ¿para dónde vamos? Y el otro le responde: no sé, pero vamos a llegar tarde. Es un chiste muy viejo. Apelo a este recurso para ilustrar esa manía de los habitantes del Valle de Aburrá de vivir a las carreras. Todo el mundo corre en sus vehículos, a pie por las aceras, dentro de los lugares de trabajo, como si los persiguiera el demonio. O como si quisiéramos demostrar que estamos atareados, que somos diligentes.
Me contaron hace poco que un visitante se había sorprendido con el ritmo febril de Medellín. Que, me dijeron que dijo, solo había visto algo así en Nueva York. Tal vez sí. Solo que en Nueva York no se matan tanto corriendo, literalmente en accidentes de tránsito, y producen mucho más que nosotros. Porque la baja productividad antioqueña, y colombiana en general, se disimula corriendo. O gastando silla o computador. Aquí creemos que el que produce es el tiempo y la presencia física. Una herencia del gamonalismo que predica que “el ojo del amo engorda al ganado”.
De ese modo estamos en el peor de los mundos. Gastamos enormes recursos corriendo, yendo a trabajar, permaneciendo largas jornadas en el puesto, y por el otro lado producimos poco, incluso menos que antes. Santiago Montenegro acaba de divulgar cifras de Planeación Nacional que indican que la productividad nacional “fue negativa en el período 2000-2014” y que “en 2016, la caída fue de -1,1 %” (“Un nuevo enfoque”, El Espectador, 17.09.17). Sigue diciendo Montenegro que, según la OCDE, “hace medio siglo hacían falta tres trabajadores colombianos para producir lo que producía un trabajador de los Estados Unidos” y ahora se necesitan casi cinco. Como tuvimos la bonanza minera, nos cruzamos de brazos.
El mismo día, en el mismo diario, Salomón Kalmanovitz criticó las extensas jornadas de trabajo en el país (“La jornada de trabajo”). Los países más productivos del mundo tienen jornadas de trabajo cortas, vacaciones largas, mucho trabajo flexible y no presencial. Las urbes modernas de Colombia y las medianas y grandes empresas tienen los medios para cambiar esta situación pero no lo hacen. A nadie debe escapársele que la productividad es una responsabilidad primordial de los empresarios. También las condiciones laborales. No hay excusa.
La corredera no implica cumplimiento de metas. Como los personajes del chiste, corremos mucho sin saber cuál es el propósito o postergándolo. Nuestra corredera va de la mano con la tendencia a postergar la realización. Del mismo modo, la lentitud puede llevarse bien con la eficiencia. La lentitud no debe confundirse con el aplazamiento. Tal vez en esto reside la paradoja que encierra la brevedad de la vida: como es breve hay que disfrutarla paso a paso, como es breve hay que hacer algo cada día.
El Colombiano, 24 de septiembre.
lunes, 25 de septiembre de 2017
lunes, 18 de septiembre de 2017
Medellín hace memoria
A veces es bueno mirar atrás. A Medellín y Antioquia les ha servido de mucho mantener un fuerte sentido de pertenencia alimentado por una visión optimista del pasado y un sentido casi heroico de que habría un futuro mejor. Sin esa pujanza, sin esa confianza, no habríamos salido del hoyo en el que nos metimos en la segunda mitad del siglo XX. Pero, a veces, es bueno mirar atrás.
Así lo entendió la administración del alcalde Aníbal Gaviria Correa (2012-2015) cuando tomó la iniciativa de proponerle al Centro Nacional de Memoria Histórica la realización de un informe de memoria de la ciudad. Los dos entes estatales más el Ministerio del Interior asumieron la financiación. La realización corrió por cuenta de la Universidad Eafit, la Universidad de Antioquia y la Corporación Región, y la coordinación recayó en esta última que, por demás, ha liderado los demás informes de memoria (cuatro) hechos en Antioquia.
Después de más de dos años de trabajo se presentó el pasado jueves, en el Centro Cultural de Moravia, el informe que lleva por título Medellín: memorias de una guerra urbana. Son 518 páginas divididas en cinco capítulos más una introducción y unas recomendaciones. El libro físico se esfumará, como ha pasado con los demás informes, pero está disponible para leer o descargarse en el sitio web del Centro Nacional de Memoria Histórica.
El trabajo incluyó 20 talleres en los que participaron 324 personas, 13 grupos focales con 102 personas, 70 entrevistadas, todas ellas de los más diversos estamentos y condiciones de la sociedad. Son incontables las fuentes documentales consultadas, así como incuestionable –sin falsa modestia– el bagaje de los investigadores y las instituciones que estuvieron a cargo de esa tarea. Sin embargo, todos los participantes y promotores creemos que este es un relato más y de que es bueno para nuestra sociedad que haya más relatos y más variados.
No pretendo hacer una síntesis de un trabajo tan vasto. Solo contar con tristeza que, cifras en mano, Medellín fue el municipio con la población más victimizada del país. Algo de lo que no somos conscientes nosotros y menos aún quienes, sin entendernos, nos acusan colectivamente. Solo señalar que Medellín no se jodió en los ochenta, cuando llegaron el ruido y la furia, sino dos décadas atrás cuando todos los sectores dirigentes se apoltronaron en la complacencia por los éxitos de sus antecesores y no fueron capaces de entender los cambios que estaban ocurriendo y las tempestades que, sin querer, estaban sembrando. Solo enfatizar que si esta ciudad se levantó, fue porque muchas personas e instituciones se juntaron, resistieron, sembraron luz; fue porque hubo acciones del Estado a nivel nacional, voluntades de organismos de cooperación, que contribuyeron de modo decisivo a ayudarnos. Solo recordar que no somos inmunes.
Léanlo. A veces es bueno mirar atrás.
El Colombiano, 17 de septiembre
Así lo entendió la administración del alcalde Aníbal Gaviria Correa (2012-2015) cuando tomó la iniciativa de proponerle al Centro Nacional de Memoria Histórica la realización de un informe de memoria de la ciudad. Los dos entes estatales más el Ministerio del Interior asumieron la financiación. La realización corrió por cuenta de la Universidad Eafit, la Universidad de Antioquia y la Corporación Región, y la coordinación recayó en esta última que, por demás, ha liderado los demás informes de memoria (cuatro) hechos en Antioquia.
Después de más de dos años de trabajo se presentó el pasado jueves, en el Centro Cultural de Moravia, el informe que lleva por título Medellín: memorias de una guerra urbana. Son 518 páginas divididas en cinco capítulos más una introducción y unas recomendaciones. El libro físico se esfumará, como ha pasado con los demás informes, pero está disponible para leer o descargarse en el sitio web del Centro Nacional de Memoria Histórica.
El trabajo incluyó 20 talleres en los que participaron 324 personas, 13 grupos focales con 102 personas, 70 entrevistadas, todas ellas de los más diversos estamentos y condiciones de la sociedad. Son incontables las fuentes documentales consultadas, así como incuestionable –sin falsa modestia– el bagaje de los investigadores y las instituciones que estuvieron a cargo de esa tarea. Sin embargo, todos los participantes y promotores creemos que este es un relato más y de que es bueno para nuestra sociedad que haya más relatos y más variados.
No pretendo hacer una síntesis de un trabajo tan vasto. Solo contar con tristeza que, cifras en mano, Medellín fue el municipio con la población más victimizada del país. Algo de lo que no somos conscientes nosotros y menos aún quienes, sin entendernos, nos acusan colectivamente. Solo señalar que Medellín no se jodió en los ochenta, cuando llegaron el ruido y la furia, sino dos décadas atrás cuando todos los sectores dirigentes se apoltronaron en la complacencia por los éxitos de sus antecesores y no fueron capaces de entender los cambios que estaban ocurriendo y las tempestades que, sin querer, estaban sembrando. Solo enfatizar que si esta ciudad se levantó, fue porque muchas personas e instituciones se juntaron, resistieron, sembraron luz; fue porque hubo acciones del Estado a nivel nacional, voluntades de organismos de cooperación, que contribuyeron de modo decisivo a ayudarnos. Solo recordar que no somos inmunes.
Léanlo. A veces es bueno mirar atrás.
El Colombiano, 17 de septiembre
jueves, 14 de septiembre de 2017
Medellín: memorias de una guerra urbana
En consonancia con la misión otorgada por la Ley 1448 de 2011 (llamada “ley de víctimas”) al Centro Nacional de Memoria Histórica de aportar al esclarecimiento y la comprensión de las causas de la guerra en Colombia, el informe Medellín: memorias de una guerra urbana centra su mirada en el conflicto armado y las violencias asociadas ocurridas en la ciudad de Medellín entre 1980 y 2014. Describe cuál fue el repertorio de violencias desplegado por los actores partícipes de esta confrontación armada, los factores que posibilitaron su emergencia y persistencia en la vida urbana, los impactos generados a la población y la manera como esta respondió para enfrentar y sobreponerse a los estragos de estas violencias.
El informe completo puede descargarse de la página del Centro de Memoria Histórica.
RELATORES
Marta Inés Villa Martínez
Ana María Jaramillo Arbeláez
Jorge Giraldo Ramírez
Manuel Alberto Alonso Espinal
Sandra Arenas Grisales
Pablo Bedoya Molina
Luz María Londoño Fernández
CENTRO NACIONAL DE MEMORIA HISTÓRICA
CORPORACIÓN REGIÓN
UNIVERSIDAD EAFIT
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
miércoles, 13 de septiembre de 2017
Las ideas en la guerra: Ibsen Martínez II
Escarnio de la paz, nostalgia de la guerra
IBSEN MARTÍNEZ
El País, Madrid, 12 septiembre, 2017
Que la paz sea recibida con indiferencia por muchos colombianos es de las cosas más intrigantes para el extranjero que viene a vivir en Colombia.
Esto pudo sentirse con ocasión de la visita papal. La sorna que expresaban las redes sociales me recordó a muchísima gente que en Venezuela cree a pies juntillas la conseja según la cual Juan Manuel Santos está en la nómina de Nicolás Maduro.
Rumiar la idea fija de una conspiración que reúne a Nicolás Maduro, Raúl Castro y Juan Manuel Santos en torno a un mismo designio es característico de muchos compatriotas míos a quienes he llamado "venecouribistas": abominan por igual de Santos y del papa Francisco.
Asimilan el origen argentino del pontífice a una filiación peronista, más precisamente kirchnerista y, por peregrina transitividad y negra magia empática, también chavista.
Recíprocamente, se leen y escuchan en Colombia insinuaciones que señalan la visita pastoral como una martingala engañabobos orientada a instaurar, llegado el momento y sin que se le ofrezca resistencia, una dictadura "castrochavista".
Dicho sea de paso, aunque se discrepe de quienes así piensan, hay que reconocer el acierto de Álvaro Uribe al dar con una palabra que resume el parentesco esencial, la consanguinidad ya indiscutible que une al fraudulento socialismo del siglo XXI chavista con la interminable tragedia cubana.
Está claro, pues, que parte del escepticismo ante lo bueno que pueda traer a Colombia el posconflicto va de la mano con una desvalorización de la paz. Y cabe preguntarse, como lo ha hecho el escritor Andrés Hoyos, si esta equivale a una vergonzante nostalgia de la guerra.
Respuestas sumamente persuasivas a esa pregunta hallé en el libro de Jorge Giraldo Ramírez, Las ideas en la guerra (Debate, 2015).
Una de ellas, que el filósofo e historiador de las ideas ilustra cabalmente, se halla en la sostenida y prolongada elaboración, digamos teórica, que a lo largo de todo el siglo XX, y aun de parte del actual, hicieron ciertas élites colombianas para apuntar la noción de que la lucha armada era por completo inevitable.
No solo los hombres de la guerra, sino también académicos e intelectuales de mucha valía concibieron y propugnaron la violencia como único medio de alcanzar fines filantrópicos en la desigual Colombia. Asombra que tanta gente, incluso figuras que repudiaban principistamente la violencia, la tuviesen como inevitable. Giraldo explica parcialmente esto último con lo que Albert Hirschmann llamó la "fracasomanía" de los colombianos.
Un desolador efecto de esta idea de inevitabilidad de la violencia, observa Giraldo, fue el rechazo sectario a toda iniciativa política que abriese posibilidades a medios pacíficos y electorales, es decir, deliberantes y políticos, de alcanzar el poder.
Giraldo pasa minuciosa revista a los desdenes doctrinarios con que los violentos ignoraron las posibilidades abiertas por del Pacto de Benidorm, a fines de los años cincuenta, y las opciones que abrió a la lucha de masas la firma de la Constitución de 1991.
En varios momentos de su libro, Giraldo comenta la incapacidad de los mandos violentos y sus valedores intelectuales para identificar las ocasiones que hubiesen permitido imprimir un giro pacífico y democrático a sus métodos de lucha, en lugar de sembrar el país con millones de víctimas.
Esa ceguera condujo a la socarrona fórmula "combinación de todas las formas de lucha" que, en realidad, nombraba una sola: la armada.
Al firmar la paz y abrazar un proyecto electoral, las FARC han optado al fin por las formalidades democráticas. Sin cerrar los ojos a su pasado, un ecuánime sentido deportivo debería llevar a desearles mejor puntería en esta nueva y bienvenida oportunidad.
IBSEN MARTÍNEZ
El País, Madrid, 12 septiembre, 2017
Que la paz sea recibida con indiferencia por muchos colombianos es de las cosas más intrigantes para el extranjero que viene a vivir en Colombia.
Esto pudo sentirse con ocasión de la visita papal. La sorna que expresaban las redes sociales me recordó a muchísima gente que en Venezuela cree a pies juntillas la conseja según la cual Juan Manuel Santos está en la nómina de Nicolás Maduro.
Rumiar la idea fija de una conspiración que reúne a Nicolás Maduro, Raúl Castro y Juan Manuel Santos en torno a un mismo designio es característico de muchos compatriotas míos a quienes he llamado "venecouribistas": abominan por igual de Santos y del papa Francisco.
Asimilan el origen argentino del pontífice a una filiación peronista, más precisamente kirchnerista y, por peregrina transitividad y negra magia empática, también chavista.
Recíprocamente, se leen y escuchan en Colombia insinuaciones que señalan la visita pastoral como una martingala engañabobos orientada a instaurar, llegado el momento y sin que se le ofrezca resistencia, una dictadura "castrochavista".
Dicho sea de paso, aunque se discrepe de quienes así piensan, hay que reconocer el acierto de Álvaro Uribe al dar con una palabra que resume el parentesco esencial, la consanguinidad ya indiscutible que une al fraudulento socialismo del siglo XXI chavista con la interminable tragedia cubana.
Está claro, pues, que parte del escepticismo ante lo bueno que pueda traer a Colombia el posconflicto va de la mano con una desvalorización de la paz. Y cabe preguntarse, como lo ha hecho el escritor Andrés Hoyos, si esta equivale a una vergonzante nostalgia de la guerra.
Respuestas sumamente persuasivas a esa pregunta hallé en el libro de Jorge Giraldo Ramírez, Las ideas en la guerra (Debate, 2015).
Una de ellas, que el filósofo e historiador de las ideas ilustra cabalmente, se halla en la sostenida y prolongada elaboración, digamos teórica, que a lo largo de todo el siglo XX, y aun de parte del actual, hicieron ciertas élites colombianas para apuntar la noción de que la lucha armada era por completo inevitable.
No solo los hombres de la guerra, sino también académicos e intelectuales de mucha valía concibieron y propugnaron la violencia como único medio de alcanzar fines filantrópicos en la desigual Colombia. Asombra que tanta gente, incluso figuras que repudiaban principistamente la violencia, la tuviesen como inevitable. Giraldo explica parcialmente esto último con lo que Albert Hirschmann llamó la "fracasomanía" de los colombianos.
Un desolador efecto de esta idea de inevitabilidad de la violencia, observa Giraldo, fue el rechazo sectario a toda iniciativa política que abriese posibilidades a medios pacíficos y electorales, es decir, deliberantes y políticos, de alcanzar el poder.
Giraldo pasa minuciosa revista a los desdenes doctrinarios con que los violentos ignoraron las posibilidades abiertas por del Pacto de Benidorm, a fines de los años cincuenta, y las opciones que abrió a la lucha de masas la firma de la Constitución de 1991.
En varios momentos de su libro, Giraldo comenta la incapacidad de los mandos violentos y sus valedores intelectuales para identificar las ocasiones que hubiesen permitido imprimir un giro pacífico y democrático a sus métodos de lucha, en lugar de sembrar el país con millones de víctimas.
Esa ceguera condujo a la socarrona fórmula "combinación de todas las formas de lucha" que, en realidad, nombraba una sola: la armada.
Al firmar la paz y abrazar un proyecto electoral, las FARC han optado al fin por las formalidades democráticas. Sin cerrar los ojos a su pasado, un ecuánime sentido deportivo debería llevar a desearles mejor puntería en esta nueva y bienvenida oportunidad.
lunes, 11 de septiembre de 2017
Pérdida del vos
Pocas cosas hay de nuestro modo de ser, el paisa, que me provoquen nostalgia o me convoquen a una causa de conservación o defensa. Las perdidas, perdidas están y no volverán por muchas invocaciones que hagamos. Muchas de ellas vale la pena que hayan muerto. Al fin y al cabo el desmadre y el despiste en que se metió Antioquia entre 1960 y comienzos de este siglo se debe en gran parte a los demonios que se ocultaban tras ese modo de ser que nos parecía tan épico y que engendró ditirambos como, por ejemplo, los de Jorge Robledo Ortiz que se incrustaban en el inconsciente a través de la oratoria de Rodrigo Correa Palacio.
Una de las pocas cosas que lamento de verdad, que me entristece, es la pérdida del vos. El voseo es una de las formas que tiene el habla latinoamericana, especialmente en Centroamérica y el Cono Sur, aunque nada ajeno a la región andina. En Colombia, se trata de un uso típicamente paisa, del centro, oriente y sur de Antioquia y el viejo Caldas; pero no solo, ya que existe en otras regiones. Pero basta aguzar el oído, en la casa, el trabajo, la calle, para palpar su agonía.
El trato de vos es uno de los rasgos más característicos no solo del habla sino de nuestra manera de ser y de relacionarnos con los demás. Lo dijo Martin Heidegger (1889-1976), siempre a propósito de sus reflexiones ontológicas: “el lenguaje es la casa del ser”. Y con más fuerza y no menos profundidad Ernesto Sábato (1911-2011): “el lenguaje es la sangre del espíritu”. Si nos atenemos a estas proposiciones y nos adentramos en sus implicaciones podemos entender que no se trata de un asunto menor sino de todo lo contrario, de uno de los nervios de la cultura, la identidad y el alma.
El escritor y pensador argentino diagnosticó la vergüenza frente al vos como indicador de “un fuerte sentimiento de inferioridad y un subconsciente espíritu de vasallaje” (“El voseo”, 1966). Y se justificaba por ocuparse de ese tema diciendo que en momentos de crisis era necesario hacer conciencia de la propia situación. Sin dudas, hay arribismo en el abandono del vos y el abrazo del tú. Arribismo característico de las clases medias en tiempos de prosperidad y de trato recurrente con el mundo exterior y con las clases altas. También hay algo de eso que Fernando González bautizó mejor como complejo de hideputa.
Ahora los padres, los maestros, los jefes, usan y abusan del tú sin saber siquiera conjugarlo, como una impostación, a pesar de que les sea imposible ocultar el capote de montañero que todos llevamos. Pero la inoculación sobre los niños y los jóvenes hará que el desplazamiento del vos sea más natural. ¿La casa y el espíritu dónde quedarán?
El Colombiano, 10 de septiembre.
Una de las pocas cosas que lamento de verdad, que me entristece, es la pérdida del vos. El voseo es una de las formas que tiene el habla latinoamericana, especialmente en Centroamérica y el Cono Sur, aunque nada ajeno a la región andina. En Colombia, se trata de un uso típicamente paisa, del centro, oriente y sur de Antioquia y el viejo Caldas; pero no solo, ya que existe en otras regiones. Pero basta aguzar el oído, en la casa, el trabajo, la calle, para palpar su agonía.
El trato de vos es uno de los rasgos más característicos no solo del habla sino de nuestra manera de ser y de relacionarnos con los demás. Lo dijo Martin Heidegger (1889-1976), siempre a propósito de sus reflexiones ontológicas: “el lenguaje es la casa del ser”. Y con más fuerza y no menos profundidad Ernesto Sábato (1911-2011): “el lenguaje es la sangre del espíritu”. Si nos atenemos a estas proposiciones y nos adentramos en sus implicaciones podemos entender que no se trata de un asunto menor sino de todo lo contrario, de uno de los nervios de la cultura, la identidad y el alma.
El escritor y pensador argentino diagnosticó la vergüenza frente al vos como indicador de “un fuerte sentimiento de inferioridad y un subconsciente espíritu de vasallaje” (“El voseo”, 1966). Y se justificaba por ocuparse de ese tema diciendo que en momentos de crisis era necesario hacer conciencia de la propia situación. Sin dudas, hay arribismo en el abandono del vos y el abrazo del tú. Arribismo característico de las clases medias en tiempos de prosperidad y de trato recurrente con el mundo exterior y con las clases altas. También hay algo de eso que Fernando González bautizó mejor como complejo de hideputa.
Ahora los padres, los maestros, los jefes, usan y abusan del tú sin saber siquiera conjugarlo, como una impostación, a pesar de que les sea imposible ocultar el capote de montañero que todos llevamos. Pero la inoculación sobre los niños y los jóvenes hará que el desplazamiento del vos sea más natural. ¿La casa y el espíritu dónde quedarán?
El Colombiano, 10 de septiembre.
lunes, 4 de septiembre de 2017
Las ideas en la guerra: Ibsen Martínez
Las ideas en la guerra
IBSEN MARTÍNEZ
El País, Madrid, 29 de agosto de 2017
Susan Sontag observa en su ensayo Ante el dolor de los demás: “En el centro de las esperanzas y de la sensibilidad ética modernas está la convicción de que la guerra, aunque inevitable, es una aberración. De que la paz, si bien inalcanzable, es la norma. Desde luego, no es así como se ha considerado la guerra a lo largo de la historia. La guerra ha sido la norma, y la paz, la excepción”.
En Colombia se ha firmado un acuerdo de paz que puso fin a casi siete décadas de atroz conflicto armado que dejó más de seis millones de víctimas y centenares de miles de muertos. Otra “cifra dura”, equiparable a la de las víctimas, es la opinión del 50,23% de los 12.779.402 ciudadanos consultados en el referéndum de 2016. Ellos dijeron “no” al acuerdo alcanzado por las FARC y el Gobierno colombiano.
El resultado del referéndum, favorable por un pelo al “no”, aunque carente de fuerza jurídica, invita a preguntarse si la mitad de los consultados está por la prolongación de la guerra. Tal como en Colombia alude a ellos la conversación pública, lo rechazado son los términos del acuerdo, y no la idea del retorno a la paz.
Tampoco ningún político colombiano y casi ningún columnista de prensa opuesto a los acuerdos se ha manifestado, que yo sepa, abiertamente partidario de que el Estado siga en pie de guerra hasta que no quede un fóquin guerrillero de las Farc sobre la tierra.”La paz, sí, pero no a cualquier precio” es el motivo común de sus alegatos y lo ha sido, también, y muy acusadamente, de la precampaña electoral.
Sin embargo, a otra mucha gente nos intriga la tibieza con que la sociedad colombiana, en su conjunto, ha recibido el advenimiento de lo que se anuncia como retorno a la norma que echa de menos la Sontag: la paz.
¿Qué idea se han hecho los colombianos de la paz y de las muchas cosas buenas, tangibles o no, que ella permitirá alcanzar, ahora que los funcionarios de la ONU, supervisores del desarme se han marchado, dejándonos su visto bueno?
Ahora que las FARC anuncian campanudamente, con un congreso ideológico y hasta spots publicitarios, su decisión de participar en unas elecciones ateniéndose a las reglas de lo que durante muchas décadas se fulminó como obscena farsa burguesa, ¿qué será del aplastante cúmulo de ideas en favor de la guerra revolucionaria que Colombia ha producido desde el siglo pasado? Si la paz ha llegado al fin, ¿importa conocer de esas ideas?
Tal es el tema de uno de los libros más originales, mejor averiguados y absorbentemente bien escritos que haya producido la vasta literatura colombiana sobre el conflicto armado.
Nadie que lea Las ideas en la guerra (Debate, 2015), del filósofo colombiano Jorge Giraldo Ramírez, podrá conformarse después con el relato periodístico al uso que reduce las Farc, y al medio centenar de organizaciones armadas que signaron para mal la vida de los colombianos durante más de medio siglo, a una inevitable consecuencia de la desigualdad social o de la asfixia política.
En un país prolífico en rudas crónicas de la guerra y en entusiastas alegatos en pro de la violencia que discurren con una mezcla de aquiescencia hacia los sofismas de los violentos e hipócrita consternación ante el sufrimiento de las víctimas, Giraldo recorre la ruta de las ideas equivocadas sobre los fines y los medios que hicieron de Colombia un infierno de muerte y de odios.
Me gustará mucho comentar ese aleccionador libro en mi próxima entrega, la semana que viene.
IBSEN MARTÍNEZ
El País, Madrid, 29 de agosto de 2017
Susan Sontag observa en su ensayo Ante el dolor de los demás: “En el centro de las esperanzas y de la sensibilidad ética modernas está la convicción de que la guerra, aunque inevitable, es una aberración. De que la paz, si bien inalcanzable, es la norma. Desde luego, no es así como se ha considerado la guerra a lo largo de la historia. La guerra ha sido la norma, y la paz, la excepción”.
En Colombia se ha firmado un acuerdo de paz que puso fin a casi siete décadas de atroz conflicto armado que dejó más de seis millones de víctimas y centenares de miles de muertos. Otra “cifra dura”, equiparable a la de las víctimas, es la opinión del 50,23% de los 12.779.402 ciudadanos consultados en el referéndum de 2016. Ellos dijeron “no” al acuerdo alcanzado por las FARC y el Gobierno colombiano.
El resultado del referéndum, favorable por un pelo al “no”, aunque carente de fuerza jurídica, invita a preguntarse si la mitad de los consultados está por la prolongación de la guerra. Tal como en Colombia alude a ellos la conversación pública, lo rechazado son los términos del acuerdo, y no la idea del retorno a la paz.
Tampoco ningún político colombiano y casi ningún columnista de prensa opuesto a los acuerdos se ha manifestado, que yo sepa, abiertamente partidario de que el Estado siga en pie de guerra hasta que no quede un fóquin guerrillero de las Farc sobre la tierra.”La paz, sí, pero no a cualquier precio” es el motivo común de sus alegatos y lo ha sido, también, y muy acusadamente, de la precampaña electoral.
Sin embargo, a otra mucha gente nos intriga la tibieza con que la sociedad colombiana, en su conjunto, ha recibido el advenimiento de lo que se anuncia como retorno a la norma que echa de menos la Sontag: la paz.
¿Qué idea se han hecho los colombianos de la paz y de las muchas cosas buenas, tangibles o no, que ella permitirá alcanzar, ahora que los funcionarios de la ONU, supervisores del desarme se han marchado, dejándonos su visto bueno?
Ahora que las FARC anuncian campanudamente, con un congreso ideológico y hasta spots publicitarios, su decisión de participar en unas elecciones ateniéndose a las reglas de lo que durante muchas décadas se fulminó como obscena farsa burguesa, ¿qué será del aplastante cúmulo de ideas en favor de la guerra revolucionaria que Colombia ha producido desde el siglo pasado? Si la paz ha llegado al fin, ¿importa conocer de esas ideas?
Tal es el tema de uno de los libros más originales, mejor averiguados y absorbentemente bien escritos que haya producido la vasta literatura colombiana sobre el conflicto armado.
Nadie que lea Las ideas en la guerra (Debate, 2015), del filósofo colombiano Jorge Giraldo Ramírez, podrá conformarse después con el relato periodístico al uso que reduce las Farc, y al medio centenar de organizaciones armadas que signaron para mal la vida de los colombianos durante más de medio siglo, a una inevitable consecuencia de la desigualdad social o de la asfixia política.
En un país prolífico en rudas crónicas de la guerra y en entusiastas alegatos en pro de la violencia que discurren con una mezcla de aquiescencia hacia los sofismas de los violentos e hipócrita consternación ante el sufrimiento de las víctimas, Giraldo recorre la ruta de las ideas equivocadas sobre los fines y los medios que hicieron de Colombia un infierno de muerte y de odios.
Me gustará mucho comentar ese aleccionador libro en mi próxima entrega, la semana que viene.
Sabotaje como gobierno
Hay mucha literatura sobre los supuestos nuevos rasgos de la política contemporánea que, después de milenios de historia, no dejan de mostrar parecidos con momentos antiguos y se convierten apenas en acentos o énfasis. Muchos analistas, bajo arrebatos de esnobismo, se inventan palabras nuevas como “pospolítica” o “posverdad” olvidando que se trata de la política y la mentira de siempre.
Pero de vez en cuando alguien hace un diagnóstico sencillo, sin necesidad de tratados ni neologismos, y da en el clavo. Me parece que John McCain lo hizo hace poco ante el senado de los Estados Unidos. McCain lleva tres décadas como senador por Arizona; combatió en Vietnam, donde fue herido y estuvo preso más de cinco años; y es un conservador clásico y duro del partido republicano. Parece ser un hombre reflexivo, al menos, no es usual verlo como gregario.
Hace dos meses McCain pronunció un discurso en el que dijo dos cosas importantes. Una que “insistimos en querer ganar sin buscar la ayuda del que está al otro lado del pasillo”. Se trata de la vieja y siempre vigente idea de que no se puede gobernar una sociedad sin un consenso básico. Idea que está siendo socavada por administradores soberbios que se dejan embriagar por un poder transitorio por naturaleza. Llamó a la confianza y a taparse los oídos ante los vociferantes del twitter y la televisión.
La segunda: “Dedicarse a impedir que tus oponentes políticos cumplan sus metas, no es el trabajo más inspirador” (“McCain, afectado de cáncer, enmudece al Senado con su defensa del consenso”, El País, 27.07.17). McCain, obvio, hablaba de Trump quien ha cifrado el éxito de su gobierno en desbaratar el legado de Barack Obama antes que en construir el suyo. Porque Trump se está gastando su primer año desmantelando las políticas ambiental, sanitaria, fiscal, energética y regional de su antecesor. Construir, propiamente, nada. Podría aplicarse a casos colombianos, tanto nacionales como regionales.
El apunte de McCain es interesante porque no hay muchos antecedentes del gobierno como sabotaje. Los revolucionarios, incluidos los nazis, querían destruir el mundo existente pero solo como paso para construir otro radicalmente distinto. Incluso los bolcheviques mantuvieron en sus cargos a los burócratas y generales zaristas. Que un gobernante tenga como propósito principal borrar lo que hizo su antecesor, que desaloje la burocracia precedente y quiera eliminar cualquier indicio de continuidad, no es muy frecuente.
No se está hablando de la oposición desleal y dañina sino del gobernante que olvida sus deberes. Cualquier administrador sabe que un cuatrienio es corto y, por tanto, que todo segundo que no se gaste en construir es un despilfarro. El gobernante saboteador le resta eficacia a las políticas públicas, afecta la legitimidad de las instituciones democráticas y aumenta los costos de los bienes públicos, afectando a todos los ciudadanos.
El Colombiano, 3 de septiembre
Pero de vez en cuando alguien hace un diagnóstico sencillo, sin necesidad de tratados ni neologismos, y da en el clavo. Me parece que John McCain lo hizo hace poco ante el senado de los Estados Unidos. McCain lleva tres décadas como senador por Arizona; combatió en Vietnam, donde fue herido y estuvo preso más de cinco años; y es un conservador clásico y duro del partido republicano. Parece ser un hombre reflexivo, al menos, no es usual verlo como gregario.
Hace dos meses McCain pronunció un discurso en el que dijo dos cosas importantes. Una que “insistimos en querer ganar sin buscar la ayuda del que está al otro lado del pasillo”. Se trata de la vieja y siempre vigente idea de que no se puede gobernar una sociedad sin un consenso básico. Idea que está siendo socavada por administradores soberbios que se dejan embriagar por un poder transitorio por naturaleza. Llamó a la confianza y a taparse los oídos ante los vociferantes del twitter y la televisión.
La segunda: “Dedicarse a impedir que tus oponentes políticos cumplan sus metas, no es el trabajo más inspirador” (“McCain, afectado de cáncer, enmudece al Senado con su defensa del consenso”, El País, 27.07.17). McCain, obvio, hablaba de Trump quien ha cifrado el éxito de su gobierno en desbaratar el legado de Barack Obama antes que en construir el suyo. Porque Trump se está gastando su primer año desmantelando las políticas ambiental, sanitaria, fiscal, energética y regional de su antecesor. Construir, propiamente, nada. Podría aplicarse a casos colombianos, tanto nacionales como regionales.
El apunte de McCain es interesante porque no hay muchos antecedentes del gobierno como sabotaje. Los revolucionarios, incluidos los nazis, querían destruir el mundo existente pero solo como paso para construir otro radicalmente distinto. Incluso los bolcheviques mantuvieron en sus cargos a los burócratas y generales zaristas. Que un gobernante tenga como propósito principal borrar lo que hizo su antecesor, que desaloje la burocracia precedente y quiera eliminar cualquier indicio de continuidad, no es muy frecuente.
No se está hablando de la oposición desleal y dañina sino del gobernante que olvida sus deberes. Cualquier administrador sabe que un cuatrienio es corto y, por tanto, que todo segundo que no se gaste en construir es un despilfarro. El gobernante saboteador le resta eficacia a las políticas públicas, afecta la legitimidad de las instituciones democráticas y aumenta los costos de los bienes públicos, afectando a todos los ciudadanos.
El Colombiano, 3 de septiembre
viernes, 1 de septiembre de 2017
Responsabilidad y reconciliación: ante la justicia transicional colombiana
Jorge Giraldo Ramírez
Responsabilidad y reconciliación: ante la justicia transicional colombiana
Medellín: Editorial EAFIT, 2017.
He hablado extensa y, espero, claramente sobre responsabilidad política. La primera y mayor responsabilidad hoy en Colombia es la responsabilidad por el Acuerdo Final, de protegerlo y cumplirlo. El Acuerdo permitió el desarme de las farc y representa una enorme oportunidad para el país, como las que se presentaron en 1957 y 1991, y que aprovechamos medianamente. Hay que preservar y respetar el Acuerdo en medio de un proceso de confianza que permita una implementación razonable, constructiva, flexible, que admita imperfecciones, mejoramientos imprevistos, incumplimientos puntuales y prudentes.
Creo firmemente, como le escuché al profesor brasileño Luis Greco, que “el deber de actuar debe ceder a deberes negativos, como el de proteger”. La hybris que existe en el ambiente social e institucional colombiano no me tranquiliza. Ese es mi temor y su hogar filosófico es el precepto clásico de no hacer daño y el liberalismo del miedo de Judith Shklar. Mi esperanza está en que el proceso político de los próximos años continúe ofreciendo el contexto institucional para que los colombianos nos hagamos cargo de la reconciliación.
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