Algunas gentes e instituciones conmemoraron la semana pasada el terrible 25 de agosto en la Medellín de hace 25 años. Debieran haber sido más, sobre todo si queremos aprender algo de nuestra historia reciente y si pensamos que podríamos intentar mejorar nuestro porvenir.
Ese día hubo tres hombres muertos, asesinados para ser exactos, si mal no recuerdo en la calle Argentina, en el lapso de unas pocas horas. Hombres de tres generaciones distintas, procedencias sociales y perfiles políticos diferentes, incluso muy diferentes. Luis Felipe Vélez, Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur Taborda. Sus diferencias ilustran bien lo que vivía Colombia en esos años y lo que seguiría viviendo hasta el presente –aunque ahora con menos frecuencia y notoriedad.
Héctor Abad Gómez era una autoridad académica cuya dedicación a la medicina social fue distraída solamente por el imperativo moral que emergía de la caótica política colombiana de la década de 1980. Abad Gómez era un liberal sin “vetas”, como alguna vez le escuché decir, y como tal un promotor práxico de las ideas de los derechos humanos y la tolerancia. El liberalismo de Abad fue la prueba ácida para el partido liberal. El Comité de Derechos Humanos se fundó en medio de la noche turbayista y su muerte fue durante el mandato de Virgilio Barco. En suma, Abad era demasiado liberal para el liberalismo colombiano. Un disidente.
Leonardo Betancur era más bien un socialista. Criado en el movimiento estudiantil de los años sesenta y setenta, uno de los cofundadores de la Escuela Nacional Sindical, militante heterodoxo de la izquierda y dirigente regional del movimiento Firmes encabezado por Gerardo Molina. También médico, primero discípulo y después colega de Abad Gómez, con él promotor del Comité de Derechos y durante el turbayato, “canero” como decía. Leonardo era un representante de la oposición civil y democrática.
Luis Felipe Vélez, maestro y dirigente sindical, presidente de Adida cuando fue asesinado. Militante del clandestino Partido Comunista Marxista Leninista, primero maoísta y después proalbanés, según los códigos impenetrables de la barahúnda izquierdista de la época. Un dirigente social, un civil en términos del derecho humanitario, por más que su militancia le creara una afinidad con el Epl. Un ejemplar de la rebelión.
Esa era la manera como el régimen político y la sociedad podían llegar a tratar a críticos, opositores y rebeldes. Después de un cuarto de siglo se puede afirmar rotundamente que hemos avanzado. Las palabras duras de lo que aquí llaman algunos, con cierta desmesura, polarización son de los más civilizado que hemos tenido.
Pero recordar a estos tres hombres tiene que servir para más. Para aprender a tener gobernantes distintos, movimientos y partidos alternativos; para aprender a debatir y convivir con personas de ideologías extrañas y con pasados azarosos. Sería una manera de prepararnos para lo que viene, si el gobierno no se equivoca demasiado.
El Colombiano, 2 de septiembre
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