Cuando alguien interrogó a Isaiah Berlin sobre la celebrada obra del filósofo estadounidense John Rawls, su respuesta fue que este había olvidado que no solo existía la justicia, sino también la compasión, la benevolencia, la piedad, y un etcétera, que puede multiplicarse a gusto. Básicamente Berlin se estaba afincando en lo que llamó “pluralismo de valores” y coligiendo que había otros valores tan importantes o más que la justicia.
Ni Berlin ni Rawls estaban hablando de la justicia en general. Se referían a la justicia entendida como equidad. Si les pusieran el tema colombiano del día, donde la justicia parece entenderse sólo como justicia retributiva, como castigo, retaliación o venganza, ambos estarían de acuerdo en criticar tan estrecha visión. Nunca los filósofos de la justicia privilegiaron la retribución sobre las demás formas de justicia. De hecho, en la famosa argumentación de Perelman sobre la justicia, la retribución ni siquiera aparece.
Del mismo modo, son extrañas las sociedades históricas en las que se creyera que la justicia retributiva fuera el fin supremo. Eso se pensó de la ley o la libertad, de la soberanía o la paz, pero no puedo recordar una época o país en los que ese lugar lo ocupara la retribución. O tal vez sí, el pueblo de Israel que tenía como legislador un dios inclemente y un profeta justiciero como Isaías. El cristianismo es una insurrección contra los tipos dominantes del Antiguo Testamento y por eso postula un dios bondadoso y un profeta del amor.
A otro campo totalmente distinto se pasa cuando dejamos de hablar de la justicia como valor o como fin de las comunidades políticas y nos referimos al diseño institucional que permite realizar ese valor. En las sociedades demoliberales la fórmula clásica es la división del trabajo en la elaboración de la ley, la garantía en el cumplimiento de la norma y su aplicación a casos particulares presuntamente desviados, que son las atribuciones del legislativo, el ejecutivo y el judicial. En ese orden de ideas, toda sociedad aspira a que cada uno haga lo suyo y sea, por tanto, un legislador, un gobernante y un juez justos.
Así que no se puede suponer que la justicia sea deber exclusiva del juez. Decir rama judicial no significa decir que el valor de la justicia sea una propiedad exclusiva de quienes ejercen esa función. Y decir “separación de poderes” es una barbaridad. Eso no existe. De hecho, la Constitución de 1991, recogiendo casi literalmente la reforma constitucional de 1945, usa la expresión “poder público” en singular, separa las funciones –no el poder– y ordena la colaboración “armónica” para realizar los fines del Estado.
La historia moderna está llena de tensiones entre quienes fungen como servidores públicos en las distintas funciones. Y la deformación más habitual ha sido la imposición del gobernante sobre el juez. Pero eso no significa que no se pueda dar una dictadura judicial, ni que la pretensión de imponer al juez sobre los demás sea una arbitrariedad. Con toga, pero arbitrariedad.
El Colombiano, 19 de febrero
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