Con un poquito de capacidad de sabotaje de las Farc y/o un mayor atrevimiento de los habituales delincuentes electorales, las elecciones del 14 de marzo hubieran sido un completo fiasco. Y todo por la ineptitud demostrada por la Registraduría Nacional.
No se trata sólo de los problemas de comunicación, la lentitud en el escrutinio, la confusión en la información presentada o la falta de prioridades para atender las urgencias políticas del momento, que eran las consultas y el Senado. El asunto va más atrás: cambio del proveedor de sistemas, retroceso a la manualidad en el diligenciamiento del listado de electores y los certificados electorales y mal diseño de las tarjetas electorales.
En medio de este caos, el clientelismo -que maneja jurados, testigos y registradores locales- puede (¿pudo?) hacer su agosto. La jornada resultó desalentadora para los votantes y frustrante para los miles de ciudadanos que cumplen la función de jurados, en los que finalmente se limpia muy orondo el señor registrador. ¿Renunciará?
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