A propósito de la frase de Tocqueville, que usé como título del artículo “La marcha en las tinieblas”, surgen problemas derivados del uso ordinario de la palabra “tinieblas”. Obviamente, la cultura occidental la ha cargado con denotaciones negativas, colocando allí, juntos, el peligro, el adversario, el paisaje del miedo. Para propósitos menos tenebrosos solemos usar oscuridad, penumbra, noche y afines.
La intención de Tocqueville no era apocalíptica. Tampoco la mía en ese intento precario por proponer una imagen para el fin del entusiasmo liberal. Nunca he sido liberal y el agotamiento de un periodo de exaltación no se predica con alegría, tampoco. Simplemente es un intento de resaltar un nuevo periodo en el que las certezas graníticas, las verdades definitivas y las grandes palabras han vuelto a quedar sepultadas. No ya bajo el polvo físico de un muro emblemático, quizás sí bajo el de unas emblemáticas torres, pero algo más: las guerras de la impotencia en Asia Central, el derrumbe financiero, la inmoralidad del nuevo humanitarismo, la instrumentalización de las bellas ideas de la posguerra.
Dicho en palabras de Daniel Innerarity (El País, 07.10.2008) se trata de señalar que el tiempo que termina es el aquel caracterizado por “el arte de tener siempre la razón”. Un arte basado en la idea de la existía una verdad con mayúsculas, que era posible conocerla y que había un método apropiado para hacerlo, usando una conocida síntesis de Isaiah Berlin. El profesor español elabora un buen complemento diciendo que ese arte presumía que era posible eliminar la ignorancia.
Y no. A lo apunta la marcha en las tinieblas es resaltar la irreductible incertidumbre de estos tiempos, “por lo que debemos entenderla [la ignorancia], tolerarla e incluso servirnos de ella y considerarla un recurso”. Filosóficamente se comprende mejor la pertinencia del pragmatismo norteamericano, sobre la soberbio de la ilustración europea.
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