lunes, 27 de diciembre de 2021

Falta humor

Malos tiempos para la risa y el humor en el mundo. Los radicales islámicos empezaron condenando a muerte a los escritores y a los caricaturistas provocadores, ejecutaron atentados contra intelectuales y medios de comunicación. Tal espíritu se apoderó de muchos sectores en Occidente, básicamente semisabios o semitontos que adoptaron la bandera de la corrección política y montaron una nueva inquisición. El último presidente colombiano que se rio fue Andrés Pastrana, que degustaba las bromas pesadas de Jaime Garzón. Quizás el comienzo criollo haya sido el asesinato del magnífico bufón. Desde entonces el país pasó de la irreverencia de Humberto Martínez Salcedo —creador de El corcho, colaborador de mi paisano Ci-mifú, y más conocido como el maestro Salustiano— al hálito tenebroso de su hijo el exfiscal Néstor Humberto.

Los ataques que se desataron en Estados Unidos y Europa contra el comediante Dave Chappelle representan el capítulo más reciente contra los humoristas. Mientras Chappelle —“negro y asquerosamente rico”, como se presenta— dedicó sus monólogos a los problemas raciales y sociales fue celebrado, además, porque sus posturas políticas son progresistas. Pero empezó a burlarse de los homosexuales y transgénero y ahí fue Troya. Por fortuna, la dirección de Netflix ha soportado la presión basados en la libertad de expresión y la distinción antigua entre el mundo de la burla y el mundo real. Y es que los fueros de la esfera burlesca se respetaron hasta en las monarquías absolutas, la vaticana entre ellas.

Cuando el filósofo francés Henri Bergson (1859-1941) abordó el tema de la comicidad avisó que lo hacía “con el respeto que se le debe a la vida”. Bergson encuentra en el humor un rasgo enteramente humano, razonable, metódico, artístico, imaginativo, dice, aunque lo veamos absurdo y loco. El humor amplía los límites comunicativos de los seres humanos y demanda una sensibilidad y una inteligencia que están siendo amenazadas. Estos grupos de vociferantes que no entienden el sarcasmo, la ironía, la ambigüedad, que solo conocen lógica y literalidad y detestan lo que es difícil de comprender, dan miedo.

Entre los novelistas, Milan Kundera es uno de los que más se ha ocupado del tema, en especial cuando vivía bajo la égida totalitaria en Checoslovaquia. En una de sus obras —El libro de la risa y el olvido, 1979— distingue entra la auténtica risa que cuestiona el significado racional del mundo y que amplía los horizontes de la vida, y la risa angélica, impostada, que solo ve bondad y belleza alrededor (Howard Jacobson, “The unbearable lightness of being cancelled”, UnHerd, 20.12.21). Además de crítica e irreverente, la risa verdadera también puede ser escéptica y despreciativa, incluso procaz y ultrajante, algo de lo que hizo gala Dante Alighieri en su “Divina Comedia”.

Esta columna seria sobre el peligro de la seriedad fanática debe leerse el Día de los Santos Inocentes.

El Colombiano, 26 de diciembre

miércoles, 22 de diciembre de 2021

Bases llenas sin outs

 Bases llenas sin “outs”

¿Por qué no hay más libros editados sobre la 
historia del béisbol colombiano?


Contexto, 20 de diciembre de 2021

lunes, 20 de diciembre de 2021

Sobra el odio

Hay mucho odio en Colombia. Eso no se mide; está en el aire, se siente y se huele. El pensamiento filosófico converge en afirmar que el odio es una afección que resulta de la retención de la rabia y el resentimiento, de su represamiento y fermentación a lo largo del tiempo. Pero a diferencia de estos —de la rabia y el resentimiento— el odio no es un sentimiento moral, es “una actitud psíquica permanente” (Max Scheler).

No cabe duda de que tenemos razones para la amargura y de que son amargas las múltiples grietas que nos dividen como sociedad. Más allá de percepciones y emociones individuales y colectivas, tenemos bases concretas para llevar a cabo y sostener diversos conflictos sociales. Pero a los conflictos, en particular, los políticos les sobra el odio. El adversario político “no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico”, dijo Carl Schmitt.

Los pensadores cristianos distinguían dos tipos de odio, la abominación y la enemistad. Se entendía la abominación como el rechazo intenso de ciertas ideas, rasgos personales o comportamientos de una persona y, por extensión, de un grupo social. La modernidad ofreció soluciones —eficientes durante largo tiempo— a este tipo de incompatibilidades: las libertades de conciencia y expresión, la tolerancia, la deliberación, la democracia. La enemistad se dirige contra la persona, de modo directo, cuyo mal se encuentra satisfactorio y se busca. La modernidad acotó la enemistad mediante el monopolio de la violencia por parte del estado y revivió la tradición del derecho de gentes cuando se trataba de casos extremos.

Si el odio permanece en modo pasivo carece de impacto social; afecta, sí, a las personas que lo albergan. Se vuelve un asunto terapéutico ya que, como dice Carlos Thiebaut, “quien odia se encadenará al objeto de su odio y se dañará a sí mismo”. Las cosas se agravan cuando los rencorosos se ponen en modo activo porque todo odio manifiesto, el verbal por ejemplo, constituye un vector de violencia física, de daño. Por eso se ha codificado penalmente el discurso del odio.

El odio ideológico y político es uno de los rasgos del fanatismo. Y el fanatismo siempre fue excluido del arte político por la simple razón de que es contraproducente. Me explico, mientras más rencor y fanatismo incube un grupo social es menos probable que cumpla con sus propósitos. El resultado más probable será mayores calamidades y dolores, propios y ajenos. Quienes siguen viendo a sus semejantes y compatriotas como enemigos más que adversarios, quienes creen que hay buenos y malos, héroes y villanos esenciales, quienes abandonaron los argumentos y solo “odian por odiar” (W. H. Auden), cargan con la responsabilidad de la violencia.

Con estos párrafos procuro enviar un mensaje público de navidad. En la privacidad, el amor.

El Colombiano, 19 de diciembre

lunes, 13 de diciembre de 2021

Cancha desnivelada

No existen democracias liberales puras. El politólogo Robert Dahl intentó sin mucho éxito establecer la categoría “poliarquía”, hace 65 años, para reflejar mejor los distintos niveles de las democracias históricas. Desde otra perspectiva, el deterioro de algunos componentes necesarios de la democracia se ve como un decaimiento o retroceso conducente hacia el autoritarismo. Me ocupo de uno de esos componentes: la imparcialidad, llamada coloquialmente por algunos estudiosos como un campo de juego nivelado, lo que implica que no exista intervención externa en el proceso electoral (Levitsky y Way, Competitive Authoritarianism, 2010).

Creo que en Colombia, la cancha está desnivelada desde el 2005 hasta hoy. Inicialmente la desniveló la reelección presidencial. El hecho es que ninguno de los dos presidentes en ejercicio perdió las elecciones y cuando alguno estuvo a punto de perderlas —Santos en 2014— las palancas gubernamentales se activaron para impedirlo. Recuérdese la financiación ilegal de la campaña, por la que está condenado su gerente Roberto Prieto, o la intervención de la Fiscalía en el caso de un hacker.

La intervención presidencial en la campaña electoral es la segunda forma de parcialidad que hemos visto en este siglo. El evento más descarado se dio en las elecciones de 2010, cuando el entonces presidente Álvaro Uribe no solo postuló a su sucesor —Juan Manuel Santos— sino que intervino activamente para descalificar a Antanas Mockus —“el caballito discapacitado”— y detener la llamada ola verde. Iván Duque también está intentando desprestigiar a algunos candidatos y fuerzas políticas, algo inaceptable según las reglas de juego democráticas.

El abuso de poder de los titulares de los órganos de control ha sido la otra forma. Baste recordar al procurador Alejandro Ordóñez cuya gestión sectaria e ilegal ha redundado en varias condenas al estado colombiano. Ordóñez se ensañó con los mandatarios regionales que tenían vínculos con el Polo Democrático y el Partido Verde, y destituyó a Gustavo Petro y Alonso Salazar, fracasando en el intento. El contralor Felipe Córdoba y el fiscal Francisco Barbosa siguen su camino abriendo procesos temerarios para bloquear la candidatura de Sergio Fajardo. Lo que hay detrás de esta larga cadena de hechos es la intención de impedir el triunfo de cualquier fuerza de oposición.

Que la pulsión autoritaria que subyace a la sistemática parcialidad de algunos organismos estatales en los procesos electorales no es menor ni acotada se demuestra por la violenta conculcación de las libertades civiles y los inquietantes ataques a la libertad de prensa. Baste saber que la plenaria de la Cámara de Representantes aprobó un artículo (68 del Proyecto de Ley Anticorrupción) que castiga la crítica y el cuestionamiento de los funcionarios públicos. La ciudadanía debe saber que los representantes antioqueños Nidia Marcela Osorio y Germán Blanco (conservadores) y Mónica Raigoza (partido de la U) votaron a favor de esa norma (Kienyke, 08.12.21).

El Colombiano, 12 de diciembre

lunes, 6 de diciembre de 2021

Al garete

Hace casi cinco años varias personas y organizaciones locales lanzamos una alerta sobre el futuro inmediato de Medellín (“Alcalde, Medellín es frágil”, El Colombiano, 23.01.17), una muestra de esa preocupación fue el surgimiento del grupo llamado “Medellín pa’dónde vamos”. Lo recuerdo porque esa era y sigue siendo la pregunta. Poco después apareció el informe de memoria histórica de la ciudad en el que se interpretó la crisis de los años setenta a partir de estos elementos: un crecimiento que desbordó la visión institucional, fractura de las élites, pérdida de la guía de conducta sociocultural y falta de proyecto. Esto condujo a lo allí se llamó el “gran desorden” de los años ochenta.

Desde entonces, cada nueva grieta en el tejido institucional antioqueño me convence de que estamos en una situación muy parecida a esa. En 1975, digamos, todavía disfrutábamos de los resultados de las grandes reformas de mitad de siglo y del crecimiento industrial; éramos la tacita de plata y la capital moderna del país. Después llegó la década del no futuro y los apelativos grotescos de la ciudad: “mierdellín”, “metrallín”. Lo único que faltaba era el episodio —que parece un déja vù— en el que un grupo de inversionistas extranjeros con mascarón de proa colombiano pretende tomar el control de algunas de las empresas más grandes de la región.

Ya perdimos, aunque sea temporalmente, el gobierno de la ciudad y el manejo de EPM. La ciudad extravió su rumbo estratégico desde antes de Quintero, hay que decirlo, y lo único que interesa en La Alpujarra es la nómina, los contratos, las comisiones y el músculo electoral para el hermoso binomio que están conformando Luis Pérez y Gustavo Petro. Los negociantes ilegales y rentistas están haciendo su agosto, y no lo disimulan. El empresariado moderno se dejó enredar en las peleas de los políticos, se fragmentó y no renovó sus liderazgos. Las organizaciones sociales están dedicadas principalmente a la subsistencia, mientras las voces cívicas están dispersas.

Los pregoneros de lo que alguien llama el “optimismo fraudulento” mostrarán las cosas buenas, pero lo cierto es que lo que llamo la red cívica perdió la iniciativa y la masa crítica para sostener el proyecto de ciudad. La red predatoria está a la ofensiva, es decir, la conjunción de intereses entre políticos, mafiosos y negociantes que usan la violencia y la política como vías de acumulación de riqueza y poder. Estamos a la defensiva y nada más demostrativo que el esfuerzo de los gerentes por proteger a Nutresa y a Sura. Los antioqueños lo sienten, como lo muestra la Encuesta Mundial de Valores (“Una encuesta deja ver el pesimismo antioqueño”, El Colombiano, 30.11.21).

De esta salimos, digo. Para ello se necesita más valor, mejores ideas, y más acuerdos que permitan reconstruir la ciudad con criterios de equidad, sostenibilidad y libertad.

El Colombiano, 5 de diciembre