Una de las varias formas que usan los medios de comunicación para resumir un año es a través de preguntas como el personaje o el acontecimiento del año; las secciones culturales tratan de señalar el libro, el disco o la película del año; recientemente se indaga por la palabra –lo que pone de presente la importancia del lenguaje en el mundo contemporáneo. Haré este ejercicio brevemente para cerrar este 2017.
La palabra del año es corrupción. Si no nos gustan las generalidades podemos cambiarla por Odebrecht. Es la palabra más importante en Suramérica y en Colombia. En la región fue una palabra con poder que llevó a juicio a expresidentes y ministros; tiene tambaleando al gobierno peruano. En Colombia fue una palabra sonora, apagada en los recintos de la Fiscalía General de la Nación que tocó senadores provincianos y algunos funcionarios de segundo nivel pero que no ha llegado a los vestíbulos de la Casa de Nariño.
El acontecimiento del año en Colombia fue la desmovilización de las Farc. Uno puede obnubilarse con las noticias de la noche que desmienten las de la mañana, pero ese hecho quedará en los libros de la historia mundial como uno de los que alcanzarán el rango de “acontecimiento”, es decir, de punto de inflexión en el curso del tiempo. Gracias a él, 2017 tendrá el peso de 1953 o 1991 y no será solo un año más de desgobierno.
En el mundo, sin dudas, lo es la irrupción de Donald Trump en la Casa Blanca, con efectos disruptivos que pocos se imaginaron en sus detalles. Desde la destrucción del seguro de salud para 25 millones de estadunidenses hasta las medidas sobre clima o internet que afectarán a toda la humanidad. El historiador italiano Enzo Traverso acaba de llamarlo fascista, aclarando que no tiene tras de sí un movimiento fascista; menos aún que el régimen político en el que se inscribe lo sea (“Como europeo, no veo Cataluña como una nación oprimida”, El País, 14.12.17). No me gustan los calificativos, aunque este no desentona.
No existe una categoría para el muerto del año; solo a muertes notables alude The New York Times. El final de año debe servir siempre para recordar y agradecer a aquellos que tocaron nuestras vidas. La mente: Tzvetan Todorov, Giovanni Sartori, Daniel Herrera, Luz Gabriela Arango. El corazón: Chuck Berry, Tom Petty, Elkin Ramírez, Chris Cornell. El espíritu: Sam Shepard.
El funcionario público del año debió haber sido el Presidente de la República, pudo serlo el Fiscal General de la Nación pero –siempre en mi opinión– fue el Superintendente de Industria y Comercio. El mundo se llenó de tantos personajes grises que da lidia encontrar gente de talla; dejarán huella en sus países y regiones Angela Merkel y Xi Jinping, Emmanuel Macron es apenas una esperanza.
El Colombiano, 17 de diciembre
lunes, 18 de diciembre de 2017
lunes, 11 de diciembre de 2017
Cuatro libros para entendernos
La principal preocupación del país, es decir, de la sociedad y de los dirigentes debería ser la reconciliación, aunque lo que uno ve en la escena pública es la lucha ciega entre el miedo y el odio. La frase es de Álvaro Gómez Hurtado (1919-1995) a propósito de las elecciones de 1970; un tema sobre el que volveré cuando se acerque mayo del 2018. La reconciliación necesita reflexión, comprensión, distancia, discusión informada. Eso nos lo ofrecen cuatro libros publicados durante 2017. Será mi recomendación para vacaciones.
Empiezo por el que abarca el periodo más largo de la historia colombiana. Daniel Pécaut acaba de publicar una larga y magnífica conversación con el profesor Alberto Valencia Gutérrez de la Universidad del Valle (En busca de la nación colombiana, Debate). Pécaut recaba en su caracterización de Colombia como un país fragmentado no solo desde el punto de vista territorial, sino también social y político. El mensaje duro es que necesitamos avanzar en “la construcción de una voluntad nacional y de una visión de futuro”.
El trabajo que se remonta más atrás es de Francisco Gutiérrez Sanín, profesor de la Universidad Nacional (La destrucción de una república, Taurus - Universidad Externado). Trata del periodo de la república liberal (1930-1946) a través de la manera como se estructuraron y se condujeron los partidos tradicionales, pero hace un contraste esclarecedor sobre la llamada “hegemonía conservadora”, destrozando las caricaturas que se hacen sobre ambos periodos. La república destruida no fue solo la liberal sino la colombiana.
Eduardo Pizarro Leongómez publicó Cambiar el futuro (Debate). Se trata de la historia de los acuerdos de paz desde 1984 hasta el 2016. Una panorámica necesaria que muestra cómo este país se empecinó en buscar la paz casi desde el momento mismo en que comenzaron las guerras insurgentes. Y cómo los méritos de esta paz parcelada están muy repartidos. Puede verse que a lo largo de 35 años el país construyó instituciones, reglas y capacidades que terminan por configurar una política de Estado, sinuosa pero productiva a fin de cuentas.
En No hubo fiesta (Debate), Alonso Salazar narra una docena de historias de personajes que se fueron pa’l monte, como solía decirse. Alonso volvió a la crónica después de un largo paréntesis y lo hizo en un campo muy complicado, porque se atreve a contar historias de amigos, compañeros de estudio, familiares. La gran virtud del libro es que humaniza los personajes que detrás de una capucha o un camuflado eran vistos solo como fichas de juego de guerra o encarnaciones de la maldad.
Estas lecturas nos llaman a cambiar el futuro, frase de Carlos Pizarro. El riesgo de los colombianos es quedarnos pegados del pasado, dándole de comer al miedo y al odio, en lugar de ocuparnos de lo que viene para nosotros y los que nos seguirán.
El Colombiano, 10 de diciembre
Empiezo por el que abarca el periodo más largo de la historia colombiana. Daniel Pécaut acaba de publicar una larga y magnífica conversación con el profesor Alberto Valencia Gutérrez de la Universidad del Valle (En busca de la nación colombiana, Debate). Pécaut recaba en su caracterización de Colombia como un país fragmentado no solo desde el punto de vista territorial, sino también social y político. El mensaje duro es que necesitamos avanzar en “la construcción de una voluntad nacional y de una visión de futuro”.
El trabajo que se remonta más atrás es de Francisco Gutiérrez Sanín, profesor de la Universidad Nacional (La destrucción de una república, Taurus - Universidad Externado). Trata del periodo de la república liberal (1930-1946) a través de la manera como se estructuraron y se condujeron los partidos tradicionales, pero hace un contraste esclarecedor sobre la llamada “hegemonía conservadora”, destrozando las caricaturas que se hacen sobre ambos periodos. La república destruida no fue solo la liberal sino la colombiana.
Eduardo Pizarro Leongómez publicó Cambiar el futuro (Debate). Se trata de la historia de los acuerdos de paz desde 1984 hasta el 2016. Una panorámica necesaria que muestra cómo este país se empecinó en buscar la paz casi desde el momento mismo en que comenzaron las guerras insurgentes. Y cómo los méritos de esta paz parcelada están muy repartidos. Puede verse que a lo largo de 35 años el país construyó instituciones, reglas y capacidades que terminan por configurar una política de Estado, sinuosa pero productiva a fin de cuentas.
En No hubo fiesta (Debate), Alonso Salazar narra una docena de historias de personajes que se fueron pa’l monte, como solía decirse. Alonso volvió a la crónica después de un largo paréntesis y lo hizo en un campo muy complicado, porque se atreve a contar historias de amigos, compañeros de estudio, familiares. La gran virtud del libro es que humaniza los personajes que detrás de una capucha o un camuflado eran vistos solo como fichas de juego de guerra o encarnaciones de la maldad.
Estas lecturas nos llaman a cambiar el futuro, frase de Carlos Pizarro. El riesgo de los colombianos es quedarnos pegados del pasado, dándole de comer al miedo y al odio, en lugar de ocuparnos de lo que viene para nosotros y los que nos seguirán.
El Colombiano, 10 de diciembre
lunes, 4 de diciembre de 2017
Zombie rojo
Hace dos semanas se efectuó la consulta interna del Partido Liberal en medio de la apatía general de la ciudadanía y de la opinión pública. Solo hubo ruido en los medios de comunicación y entre muchos columnistas, lo que da a entender que el Partido está sobrerrepresentado en esas esferas. Un partido que es como un espectro; como algunos de esos santos a los que la Iglesia bajó hace tiempos de los altares pero que todavía tienen devotos despistados que gastan plata en veladoras y tiempo en oraciones.
Tristes los argumentos del debate sobre la consulta. Que el problema era la plata –los benditos 40 mil millones–, que se agravará cuando nos cuenten que la dirección liberal se embolsillará 3 mil millones por reposición de votos. Otra letanía fue que la consulta era democrática porque hubo urnas: es una concepción estrecha de la democracia, por parte de opinadores que no me molestaré en citar. Urnas hubo en Cuba esta semana y hay en Venezuela cada seis meses. Los votos, por otra parte, fueron tan poquitos que no suman ni siquiera la cantidad que se le exige a un candidato que se postule mediante firmas. Es decir, el Partido Liberal se ha deslegitimado a sí mismo.
La consulta acabó con la tradición pluralista del partido pues empezó por descabezar a todos aquellos candidatos que no adhirieron a un llamado “Manifiesto liberal”, redactado para sacar a las senadoras Vivian Morales y Sofía Gaviria, y afinó su tradición oportunista sacando a Juan Manuel Galán, ya no por motivos ideológicos sino de interés inmediato. César Gaviria y los otros le pusieron una mortaja a eso que se supone era el liberalismo y que el politólogo Francisco Gutiérrez llama “partido ancho” (La destrucción de una república, 2017), el partido de matices con el que se llenaban la boca Lleras y López, los de los billetes nuevos.
Sirvió, eso sí, para comprobar el hecho de que el liberalismo ya no existe como gran partido y, menos aún, como partido de las mayorías. Fueron 735.957 participantes en esta consulta, el equivalente a un tercio de los que participaron en el 2006 (2.227.484) y a una sexta parte de los que votaron en la consulta de 1990 ( Jorge Bustamante, “La antidemocrática consulta del Partido Liberal”, Razón Pública, 21.11.17). Incluso, a uno le queda la duda de si hay partido propiamente dicho. Esta columna no la titulé “mortaja roja” porque aquí los partidos no se acaban, se vuelven zombies.
Lo deplorable, casi cómico, es que los dirigentes liberales pretendan que una coalición de centro para las elecciones presidenciales gire alrededor del candidato elegido en tal consulta. Como si estuviéramos en 1930 o en 1958. Como si los demás aspirantes y movimientos fueran pequeños satélites que tuvieran que girar alrededor de la supuesta estrella liberal.
El Colombiano, 3 de diciembre
Tristes los argumentos del debate sobre la consulta. Que el problema era la plata –los benditos 40 mil millones–, que se agravará cuando nos cuenten que la dirección liberal se embolsillará 3 mil millones por reposición de votos. Otra letanía fue que la consulta era democrática porque hubo urnas: es una concepción estrecha de la democracia, por parte de opinadores que no me molestaré en citar. Urnas hubo en Cuba esta semana y hay en Venezuela cada seis meses. Los votos, por otra parte, fueron tan poquitos que no suman ni siquiera la cantidad que se le exige a un candidato que se postule mediante firmas. Es decir, el Partido Liberal se ha deslegitimado a sí mismo.
La consulta acabó con la tradición pluralista del partido pues empezó por descabezar a todos aquellos candidatos que no adhirieron a un llamado “Manifiesto liberal”, redactado para sacar a las senadoras Vivian Morales y Sofía Gaviria, y afinó su tradición oportunista sacando a Juan Manuel Galán, ya no por motivos ideológicos sino de interés inmediato. César Gaviria y los otros le pusieron una mortaja a eso que se supone era el liberalismo y que el politólogo Francisco Gutiérrez llama “partido ancho” (La destrucción de una república, 2017), el partido de matices con el que se llenaban la boca Lleras y López, los de los billetes nuevos.
Sirvió, eso sí, para comprobar el hecho de que el liberalismo ya no existe como gran partido y, menos aún, como partido de las mayorías. Fueron 735.957 participantes en esta consulta, el equivalente a un tercio de los que participaron en el 2006 (2.227.484) y a una sexta parte de los que votaron en la consulta de 1990 ( Jorge Bustamante, “La antidemocrática consulta del Partido Liberal”, Razón Pública, 21.11.17). Incluso, a uno le queda la duda de si hay partido propiamente dicho. Esta columna no la titulé “mortaja roja” porque aquí los partidos no se acaban, se vuelven zombies.
Lo deplorable, casi cómico, es que los dirigentes liberales pretendan que una coalición de centro para las elecciones presidenciales gire alrededor del candidato elegido en tal consulta. Como si estuviéramos en 1930 o en 1958. Como si los demás aspirantes y movimientos fueran pequeños satélites que tuvieran que girar alrededor de la supuesta estrella liberal.
El Colombiano, 3 de diciembre
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