El calor ya está duro, incluso para los que nos gusta; los ríos secos, como se vio en el impresionante reportaje gráfico de este diario (El Colombiano, 17.01.16); el bolsillo se lamenta, por las tarifas y el impacto de la sequía en los precios. Sin duda, estamos atravesando otro fenómeno del Niño, pero la responsabilidad de los problemas no es del clima sino nuestra.
La culpa directa e inmediata es de los dos últimos gobiernos, Uribe y Santos. Así se deduce del análisis de Guillermo Perry basado en informes de la Contraloría, el congreso y expertos (“Alzas e imprevisión”, El Tiempo, 09.11.15). Crudamente lo que Perry dice es que el gobierno de Uribe nos ha hecho pagar 7 mil millones de dólares desde el 2006 para que las generadoras hicieran los ajustes necesarios para atender una sequía o escasez de gas. La plata parece que se perdió y ahora hay cortes e incremento en las tarifas, de cuenta de Santos. Este gobierno, además, al parecer se desentendió de los problemas en las termoeléctricas. Nadie protesta.
Juan Manuel Santos figuró en la Cumbre de Naciones Unidas sobre cambio Climático, en Lima, y se lució también en París en XXI Conferencia Internacional sobre Cambio Climático. Muchos compromisos en el papel y muchas guías para el futuro. En lo que resta de gobierno hará lo mismo: clientelismo, cortoplacismo e inercia administrativa (“Santos dice una cosa en París y otra en las CAR”, La silla vacía, 08.11.15). ¿Quién hace control político?
Colombia es un país muy sensible a los avatares del clima por cuenta de la debilidad de su infraestructura, la precariedad de sus políticas públicas y la debilidad del Estado en todos los niveles para garantizar el cumplimiento de las normas. Lo demostraron las inundaciones del 2011, los desastres naturales en las regiones y lo muestra la sequía actual. Sin embargo, el cambio climático es una expresión en boca de todos que no afecta la conducta de nadie. Los gobernantes locales que han prohijado la destrucción del bosque para impulsar la construcción de vivienda o los gerentes que asumen que nada vale más vale que un metro de obra pública, son ejemplos de ello. Cuando se habla de Metroplús en Envigado, de la invasión de las laderas en Sabaneta o la minería en Jericó, a los responsables se les olvida el ambiente.
Por último están los ciudadanos que lavan carros, motos, andenes y balcones con agua potable por chorros; los que se bañan dos veces porque está haciendo mucho calor; los que compran ventiladores y le suben al aire acondicionado como si no hubiera un vínculo entre agua, energía, escasez y bolsillo. Porque vivir al día, gastar hoy porque puedo pagar, acomodarme sin que importe el resto de la humanidad, es una actitud arraigada en la sociedad. ¡Más autorregulación!
El Colombiano, 24 de enero.
lunes, 25 de enero de 2016
lunes, 18 de enero de 2016
Rumberos primitivos
Hace 40 años diciembre duraba 15 días: siete y ocho, la novena, el 31 y el 6 de enero. Se festejaba con fervor religioso el siete, matada de marrano en la calle el 24, pólvora pequeña pero agresiva, y bailes familiares y barriales con música de las grandes orquestas criollas y venezolanas, amenizada con discos de verdad y tocadiscos (el dispositivo que retornará). Era una celebración simple, rústica, pero comunitaria y con un sentido preciso.
Después, con la nueva oleada migratoria, la violencia y la subcultura del narcotráfico hubo muchos cambios. Ahora diciembre dura seis semanas. La religiosidad y los bailes desaparecieron, la pólvora se hizo más detonante, dañina y cotidiana, la borrachera se multiplicó y la música se volvió una excusa para la grosería. No hay discos, solo emisoras llenas de gritos que repiten incesantemente la misma docena de temas.
Estoy hablando del valle de Aburrá y algunas regiones de Antioquia. Pero el provinciano cree que diciembre es así en todo el mundo. Falso. La vida me ha permitido pasar diciembre en otras cuatro regiones del país y sendos países latinoamericanos. En Bogotá la pólvora es, por comparación, casi inexistente; en la costa Caribe la música es musical, no líneas con palabras que riman con lulo y con fruta. En Centroamérica se mantiene presente que en Occidente la navidad es una fiesta religiosa. Los argentinos no beben más en diciembre y celebran sin escándalo. Al final del año un taxista peruano es más exquisito, musicalmente hablando, que cualquier profesional paisa.
Hace unos tres años estuve en un seminario académico en Bolivia. Era una concentración de profesionales europeos y americanos en Mecapaca, un pueblito a media hora de La Paz. Con mucho esfuerzo trabajamos. Día y noche sonaron explosiones, como si viéramos Los cañones de Navarone en cuarta dimensión. Los europeos salían en los ratos libres a conocer el pueblo y llegaban con historias de aymaras y mestizos, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, tirados en la calle en medio de tacos de dinamita y botellas de cerveza. Un día sí y otro también. Los anfitriones bolivianos trataron de explicarnos con leves asomos de vergüenza de qué se trataba la cosa. El seis de agosto es el día de la declaración de independencia y en muchos pueblos la gente se dedica la semana entera a la pólvora y al alcohol.
De todo lo que he visto en la vida eso es lo más parecido a una navidad paisa, excepción hecha que los bolivianos no se matan. Medellín y Antioquia se han ido modernizando. Somos más sofisticados en la culinaria y en ciertos aspectos del consumo cultural. Sin embargo, nuestras formas de festejar han perdido trasfondo y se han vuelto cada vez más prosaicas. La crítica a la ordinariez y el primitivismo ayuda al proceso de civilización.
El Colombiano, 17 de enero.
Después, con la nueva oleada migratoria, la violencia y la subcultura del narcotráfico hubo muchos cambios. Ahora diciembre dura seis semanas. La religiosidad y los bailes desaparecieron, la pólvora se hizo más detonante, dañina y cotidiana, la borrachera se multiplicó y la música se volvió una excusa para la grosería. No hay discos, solo emisoras llenas de gritos que repiten incesantemente la misma docena de temas.
Estoy hablando del valle de Aburrá y algunas regiones de Antioquia. Pero el provinciano cree que diciembre es así en todo el mundo. Falso. La vida me ha permitido pasar diciembre en otras cuatro regiones del país y sendos países latinoamericanos. En Bogotá la pólvora es, por comparación, casi inexistente; en la costa Caribe la música es musical, no líneas con palabras que riman con lulo y con fruta. En Centroamérica se mantiene presente que en Occidente la navidad es una fiesta religiosa. Los argentinos no beben más en diciembre y celebran sin escándalo. Al final del año un taxista peruano es más exquisito, musicalmente hablando, que cualquier profesional paisa.
Hace unos tres años estuve en un seminario académico en Bolivia. Era una concentración de profesionales europeos y americanos en Mecapaca, un pueblito a media hora de La Paz. Con mucho esfuerzo trabajamos. Día y noche sonaron explosiones, como si viéramos Los cañones de Navarone en cuarta dimensión. Los europeos salían en los ratos libres a conocer el pueblo y llegaban con historias de aymaras y mestizos, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, tirados en la calle en medio de tacos de dinamita y botellas de cerveza. Un día sí y otro también. Los anfitriones bolivianos trataron de explicarnos con leves asomos de vergüenza de qué se trataba la cosa. El seis de agosto es el día de la declaración de independencia y en muchos pueblos la gente se dedica la semana entera a la pólvora y al alcohol.
De todo lo que he visto en la vida eso es lo más parecido a una navidad paisa, excepción hecha que los bolivianos no se matan. Medellín y Antioquia se han ido modernizando. Somos más sofisticados en la culinaria y en ciertos aspectos del consumo cultural. Sin embargo, nuestras formas de festejar han perdido trasfondo y se han vuelto cada vez más prosaicas. La crítica a la ordinariez y el primitivismo ayuda al proceso de civilización.
El Colombiano, 17 de enero.
miércoles, 13 de enero de 2016
Necrología
La escasez de biografías y memorias entre nosotros –a diferencia de lo que pasa en Estados Unidos o Europa– quizá sea un reflejo de la baja estima del papel de los individuos en la sociedad. Encima, la virtual inexistencia de un género menor como la necrología reduce la vida de las personas a estadísticas y contingencias. Mientras en los grandes diarios del mundo el obituario ocupa una sección importante, en Colombia no existe: paga la familia un aviso y el periódico despacha al difunto célebre con un párrafo insulso.
La biografía, la memoria y la necrología ayudan a entender cómo se forjan las personalidades, las carreras, las obsesiones de las personas que lograron destacarse en algún ámbito de la vida social, para bien o para mal. Son parte crucial de la historia de las sociedades y, por ende, de la comprensión del presente. Ayudan a ilustrar las vidas ejemplares y a entender cómo la inteligencia, la sensibilidad, el trabajo y el azar conforman las trayectorias de la gente y de su medio; cómo se cambian a sí mismos y cómo transforman su entorno.
Revisar la sección necrológica de algunos periódicos internacionales muestra las pérdidas que tuvimos casi sin que nos diéramos cuenta. Tal vez uno de los ámbitos menos atendido sea el de las ciencias. En 2016 tuvimos una muerte pública gracias a que el neurocientífico Oliver Sacks decidió contar su enfermedad y su agonía. En cambio, en silencio, se murieron pensadores tan diversos como los sociólogos Ulrich Beck y Benedict Anderson, el politólogo Sheldon Wolin y el economista Douglas North. En Colombia murió Jaime Jaramillo Uribe, el pionero de la llamada “nueva historia”, sin que la prensa se ocupara con seriedad de su vida. Más allá de una nota en Generación, la muerte de Michel Hermelin, maestro de generaciones de geólogos, pasó inédita.
La literatura, y el arte, en general suelen llamar más atención. Un premio Nobel difunto, como Günter Grass, puede obtener un espacio destacado a partir de lo que mandan las agencias de prensa. Un personaje como Eduardo Galeano, cuya celebridad era más mucho más grande que su obra, también. Pero de la muerte de un poeta local, como Jesús Gaviria, no se da cuenta ni la prensa local. Aun así, hay mucha diferencia en el trato a los artistas populares; se notó en el cariño y la dedicación de la prensa estadunidense al deceso de B. B. King y lo que hicieron los medios colombianos con Calixto Ochoa. Un pionero de la música electrónica, que vino a Medellín en 1985, pasó a mejor vida sin que supiéramos, Dieter Moebius se llama.
El obituario nos recuerda la gratitud debida a quien nos hizo la vida mejor: el humor de Daniel Rabinovich, el talante del Doctor Spock, una canción de Celina González.
El Colombiano, 10 de enero.
La biografía, la memoria y la necrología ayudan a entender cómo se forjan las personalidades, las carreras, las obsesiones de las personas que lograron destacarse en algún ámbito de la vida social, para bien o para mal. Son parte crucial de la historia de las sociedades y, por ende, de la comprensión del presente. Ayudan a ilustrar las vidas ejemplares y a entender cómo la inteligencia, la sensibilidad, el trabajo y el azar conforman las trayectorias de la gente y de su medio; cómo se cambian a sí mismos y cómo transforman su entorno.
Revisar la sección necrológica de algunos periódicos internacionales muestra las pérdidas que tuvimos casi sin que nos diéramos cuenta. Tal vez uno de los ámbitos menos atendido sea el de las ciencias. En 2016 tuvimos una muerte pública gracias a que el neurocientífico Oliver Sacks decidió contar su enfermedad y su agonía. En cambio, en silencio, se murieron pensadores tan diversos como los sociólogos Ulrich Beck y Benedict Anderson, el politólogo Sheldon Wolin y el economista Douglas North. En Colombia murió Jaime Jaramillo Uribe, el pionero de la llamada “nueva historia”, sin que la prensa se ocupara con seriedad de su vida. Más allá de una nota en Generación, la muerte de Michel Hermelin, maestro de generaciones de geólogos, pasó inédita.
La literatura, y el arte, en general suelen llamar más atención. Un premio Nobel difunto, como Günter Grass, puede obtener un espacio destacado a partir de lo que mandan las agencias de prensa. Un personaje como Eduardo Galeano, cuya celebridad era más mucho más grande que su obra, también. Pero de la muerte de un poeta local, como Jesús Gaviria, no se da cuenta ni la prensa local. Aun así, hay mucha diferencia en el trato a los artistas populares; se notó en el cariño y la dedicación de la prensa estadunidense al deceso de B. B. King y lo que hicieron los medios colombianos con Calixto Ochoa. Un pionero de la música electrónica, que vino a Medellín en 1985, pasó a mejor vida sin que supiéramos, Dieter Moebius se llama.
El obituario nos recuerda la gratitud debida a quien nos hizo la vida mejor: el humor de Daniel Rabinovich, el talante del Doctor Spock, una canción de Celina González.
El Colombiano, 10 de enero.
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