La muerte de Diomedes Díaz me sirve para dos propósitos vinculados estrechamente. El primero, hacer constar mi admiración por el artista; el segundo, procurar una reflexión sobre el buenismo.
Diomedes Díaz es un artista excepcional reconocido así por aquellos a quienes les corresponde decir eso: la crítica, los colegas y el público. Como simple melómano –lego en los asuntos del vallenato– me limito a rendirle un tributo y a decir que El cacique de La Junta es el primer responsable de que un aire folklórico regional se convirtiera en la auténtica música nacional. Colombia nunca tuvo una música propia asimilada en todas las regiones y por todos los sectores sociales hasta que Diomedes y otros impusieron el vallenato.
Mi reflexión sobre el buenismo tiene que ver con las opiniones de aquellos que, queriendo condenar la vida de Diomedes, enuncian un juicio negativo sobre su valor artístico. El locutor de Blu Radio Felipe Zuleta les dio voz a los buenistas condenando al guajiro cuando su cuerpo todavía estaba tibio. Llamo buenismo al enfoque que pretende integrar indisolublemente las facetas de la vida de una persona –en especial, la íntima y la profesional– y el subsecuente afán por pronunciar condenas públicas.
Me hizo recordar un comentario de Laureano Gómez sobre Porfirio Barba Jacob. La conclusión de Gómez después de revisar la obra del poeta fue que, aunque su calidad no era desdeñable, no era meritoria por tratarse de la creación de un homosexual. Laureano fue taxativo y pretendía salvarnos aseverando que nuestro vate mayor “es indigno de figurar entre las lecturas de personas normales y decentes” (Darío Jaramillo Agudelo, 1983). Los buenistas de hoy pueden decir que las personas normales y decentes no deben gozar de la música del intérprete de Sin medir distancias.
Hay dos errores fundamentales en el razonamiento de los buenistas. El primero fue ampliamente examinado por Isaiah Berlin durante el siglo pasado. Se trata de ignorar que los fines de la vida son múltiples y variados, y que muchos de esos fines son incompatibles entre sí. No somos ángeles –ya lo sabía san Agustín– y nuestras faltas van en una contabilidad distinta a la de nuestros méritos.
El segundo fue magníficamente explicado por Norberto Bobbio y constantemente apelado por los pedagogos (Adela Cortina, “Ser ético”, El Colombiano, 29.12.13.). Según este enfoque los fines que le dan sentido a una actividad determinada de la vida configuran los medios que se consideran idóneos para alcanzarlos. Evaluamos la obra de un artista por la manera como realiza un sentido de la estética y como logra plasmar su expresión según los medios de su ámbito.
La parábola de Barba Jacob se repite: Diomedes Díaz seguirá siendo escuchado y permanecerá en el imaginario popular durante mucho tiempo; sus jueces serán ignorados.
El Colombiano, 5 de enero
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