Las dos palabras más recurridas para describir los acontecimientos en Egipto, después de los 18 días que culminaron el 11 de febrero, son revolución y democracia. Ambas caben, pero no sin aclaraciones.
La revolución egipcia pertenece a un nuevo tipo de revoluciones que espera denominación y que se ubican en lo que un analista brasileño llamó “historia posrevolucionaria”. Estas revoluciones no siguen el modelo francés, ruso o chino, dominante desde el siglo XVII hasta el triunfo del sandinismo en Nicaragua. Siguen siendo cambios súbitos y masivos, pero son pacíficos y vagos en su proyecto.
Son movimientos democráticos en el sentido más elemental y primario, porque son hechos por el demos. No son democráticos en el sentido en el que la prensa y los evangelizadores de la democracia liberal lo suponen. De la revolución iraní de 1979 –tal vez la primera de las revoluciones posmodernas– no se puede decir que haya emergido la democracia liberal y de las revoluciones de 1989 tampoco.
No sabemos qué va a salir de Egipto. Fareed Zakaria predice una “democracia iliberal”. Boutros Gali dijo hace poco que en África la democracia pasa por las tribus, y una democracia entre tribus puede ser democracia pero no será liberalismo. Probablemente “democracia” sea el más polémico de los términos políticos actuales, así que no hay que exagerar las celebraciones.
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