De lejos, el autor más citado en el último libro del Premio Nobel de Economía 1998 es Samuel Huntington*. Aunque también puede decirse que Amartya Sen cierra cuentas en él con varias corrientes importantes de la filosofía política: con el multiculturalismo, el comunitarismo, el liberalismo universalista. Sen marcó una tendencia, cada vez más madura, hacia el diálogo desde la economía con la política en general y la filosofía política en particular, por lo que no es extraño que a sus 72 años efectuara este tipo de ejercicio.
Identity and Violence ya estaba prefigurado en un artículo previo**. La preocupación principal del economista indio estriba en la conexión entre la violencia y la presunción de que existe una única identidad social o que ella debe ser un objetivo colectivo de primer orden. Su lamento permanente, y a veces fatigoso como todo lamento largo, es que “a pesar de nuestras diversas identidades, el mundo repentinamente sea una federación de religiones y civilizaciones en lugar de un conjunto de gente” (13).
Es agudo y bastante contemporáneo Sen cuando muestra las similitudes entre las versiones más fuertes del comunitarismo (que simplifica la identidad), del multiculturalismo (que aplaude la diversidad per se) y del liberalismo universalista (por exclusivo y autocentrado). Cree que allí hay una fuente de justificaciones de la violencia y de recursos para facilitar políticas de sangre. Este alegato contra el determinismo cultural no le impide presentar sus argumentos contra el reduccionismo económico que le pone raíces a la violencia en la pobreza y la desigualdad, y así desacredita o subvalora la importancia intrínseca de estos problemas sociales (142).
Empero a mi modo de ver Sen subvalora dos asuntos importantes. El primero se refiere a que voz, razón y elección no dibujan el único camino de la agencia social. Valga traer a cuento la crítica de John Stuart Mill a Jeremy Bentham por su incomprensión del papel de los elementos irracionales en la acción humana***. El segundo es que precisamente uno de los aspectos centrales de la política en algunos momentos (crisis) y lugares (líneas de fractura) es la configuración de un conflicto alrededor de una incompatibilidad percibida a propósito de un asunto singular. La política y los políticos simplifican, es parte de su naturaleza. Por fuera de la política, el mundo es multicolor, lleno de matices y rara vez está sujeto a la definición de la primacía de un aspecto de la vida.
* Sen, A. 2006. Identity and Violence: the Illusion of Destiny, New York and London, W. W. Norton & Company. Existe edición castellana por Katz.
** Sen, A. 2001. “La otra gente: más allá de la identidad”, Letras libres, 3/34, 12-24.
*** Agradezco la referencia a Malcolm Deas en el contexto de un coloquio del Liberty Fund sobre Bentham.
miércoles, 28 de enero de 2009
martes, 20 de enero de 2009
Choque de mentalidades
El filósofo estadounidense Richard Bernstein ha introducido dos matices importantes en el análisis de Samuel Huntington. El primero, epistemológico, retorna a la parsimonia que critica el autor de “El choque de las civilizaciones”. El segundo, conceptual, sugiere el uso del término “mentalidades”.
Bernstein define la mentalidad como una “concepción o forma de pensar” que condiciona la manera de actuar*. Así, la “guerra contra el terror” de Bush sería un “choque de mentalidades” en el que se enfrentan dos oponentes paralelos, que tienen certezas morales absolutas y menosprecian la posibilidad de comprender o establecer compromisos con el contrario. El choque de mentalidades excluye a los sectores de todas las civilizaciones o Estados, o cualquier otro tipo de unidad, que tienen posiciones autocríticas, pragmáticas y menos dogmáticas.
Según Bernstein, el problema no está en las diferencias constitutivas de las civilizaciones, las culturas o los proyectos políticos sino en cuál es el tipo de mentalidad que se impone entre los líderes y las minorías activas de cada una de ellas. Si esos líderes y esas minorías adoptan el “anhelo de absolutos” o el “falibilismo pragmático”. Buena parte de la convivencia se jugaría entonces al interior de estas unidades.
El rechazo de Huntington a la parsimonia** no le impediría, a mi modo de ver, aceptar la conclusión de Bernstein. Al fin y al cabo, aquel propuso una “norma de abstención”, para que cada civilización respetara los asuntos propios de las demás, y una “norma de mediación conjunta”, para propiciar el acuerdo entre civilizaciones.
* Bernstein, R. J. 2006. El abuso del mal: la corrupción de la política y la religión desde el 11/9, Buenos Aires, Katz. Trad. Alejandra Vasallo y Verónica Inés Weinstabl.
** Uso parsimonia en su acepción más general de “principio de simplicidad”. De Luna, E. 1996. “Epistemología de la investigación taxonómica: inferencias filogenéticas y su evaluación”, Boletín de la Sociedad Botánica de México, 58: 43-53.
Bernstein define la mentalidad como una “concepción o forma de pensar” que condiciona la manera de actuar*. Así, la “guerra contra el terror” de Bush sería un “choque de mentalidades” en el que se enfrentan dos oponentes paralelos, que tienen certezas morales absolutas y menosprecian la posibilidad de comprender o establecer compromisos con el contrario. El choque de mentalidades excluye a los sectores de todas las civilizaciones o Estados, o cualquier otro tipo de unidad, que tienen posiciones autocríticas, pragmáticas y menos dogmáticas.
Según Bernstein, el problema no está en las diferencias constitutivas de las civilizaciones, las culturas o los proyectos políticos sino en cuál es el tipo de mentalidad que se impone entre los líderes y las minorías activas de cada una de ellas. Si esos líderes y esas minorías adoptan el “anhelo de absolutos” o el “falibilismo pragmático”. Buena parte de la convivencia se jugaría entonces al interior de estas unidades.
El rechazo de Huntington a la parsimonia** no le impediría, a mi modo de ver, aceptar la conclusión de Bernstein. Al fin y al cabo, aquel propuso una “norma de abstención”, para que cada civilización respetara los asuntos propios de las demás, y una “norma de mediación conjunta”, para propiciar el acuerdo entre civilizaciones.
* Bernstein, R. J. 2006. El abuso del mal: la corrupción de la política y la religión desde el 11/9, Buenos Aires, Katz. Trad. Alejandra Vasallo y Verónica Inés Weinstabl.
** Uso parsimonia en su acepción más general de “principio de simplicidad”. De Luna, E. 1996. “Epistemología de la investigación taxonómica: inferencias filogenéticas y su evaluación”, Boletín de la Sociedad Botánica de México, 58: 43-53.
viernes, 16 de enero de 2009
Huntington: una partida silenciosa
En pleno 24 de diciembre pasado murió Samuel Huntington (1927-2008). Una fecha excelente para quien no desee concentrar mucha atención sobre su funeral. Como es natural, el mundo académico occidental se inundó de obituarios; como es usual, en Colombia nos dedicamos al mutismo que provoca todo lo extraño a la provincia.
La extensa carrera de Huntington en Harvard University se vio acompañada de una obra prolífica, que ya era influyente antes de la publicación de su primer trabajo de largo aliento: “Political Order in Changing Societies” (1968). Este libro y “El choque de las civilizaciones” (1996) le atrajeron popularidad y regalías, fama y polémica. Esto puede explicarse tal vez por el carácter de estas obras: esfuerzos teóricos para tratar de establecer explicaciones y soluciones generales para mundos políticos convulsos.
Siempre estas generalizaciones rebosantes de líneas maestras, ideas-fuerza y escorzos teóricos para cumplir con el propósito de la síntesis están sometidas al escarnio de los expertos en detalles, anomalías y excepciones. Por si fuera poco, construir grandes teorías en tiempos posmodernos no deja de ser una audacia que a veces se paga cara. Lo supo Huntington y lo sabe Francis Fukuyama, uno de sus discípulos: “Quizás todas las grandes teorías estén condenadas al fracaso”, ha dicho éste hace poco.
No fue Huntington un pensador temerario según la definición que de ellos hace Mark Lilla. No traspasó las fronteras del mundo académico y ni siquiera se destacó por una personería pública como ciudadano. Fue satanizado eso sí por dos ideas conservadoras: la base de toda democracia debe ser el orden; no es posible pensar en un cuerpo político global. Toda satanización está vinculada con la ignorancia, de modo que “El choque de las civilizaciones” se convirtió en una referencia de medio mundo y en una lectura de pocos. Muchos se atreven, equivocadamente, a establecer un vínculo teórico entre el choque y el eje del mal de Bush. Ni siquiera hay un vínculo político, pues Huntington condenó como “imperial” la guerra en Irak y una de sus ideas nucleares es el rechazo del imperialismo (que tiene una esencia liberal).
Se fue en silencio pero su nombre se seguirá oyendo durante un buen tiempo.
La extensa carrera de Huntington en Harvard University se vio acompañada de una obra prolífica, que ya era influyente antes de la publicación de su primer trabajo de largo aliento: “Political Order in Changing Societies” (1968). Este libro y “El choque de las civilizaciones” (1996) le atrajeron popularidad y regalías, fama y polémica. Esto puede explicarse tal vez por el carácter de estas obras: esfuerzos teóricos para tratar de establecer explicaciones y soluciones generales para mundos políticos convulsos.
Siempre estas generalizaciones rebosantes de líneas maestras, ideas-fuerza y escorzos teóricos para cumplir con el propósito de la síntesis están sometidas al escarnio de los expertos en detalles, anomalías y excepciones. Por si fuera poco, construir grandes teorías en tiempos posmodernos no deja de ser una audacia que a veces se paga cara. Lo supo Huntington y lo sabe Francis Fukuyama, uno de sus discípulos: “Quizás todas las grandes teorías estén condenadas al fracaso”, ha dicho éste hace poco.
No fue Huntington un pensador temerario según la definición que de ellos hace Mark Lilla. No traspasó las fronteras del mundo académico y ni siquiera se destacó por una personería pública como ciudadano. Fue satanizado eso sí por dos ideas conservadoras: la base de toda democracia debe ser el orden; no es posible pensar en un cuerpo político global. Toda satanización está vinculada con la ignorancia, de modo que “El choque de las civilizaciones” se convirtió en una referencia de medio mundo y en una lectura de pocos. Muchos se atreven, equivocadamente, a establecer un vínculo teórico entre el choque y el eje del mal de Bush. Ni siquiera hay un vínculo político, pues Huntington condenó como “imperial” la guerra en Irak y una de sus ideas nucleares es el rechazo del imperialismo (que tiene una esencia liberal).
Se fue en silencio pero su nombre se seguirá oyendo durante un buen tiempo.
lunes, 12 de enero de 2009
Gaza: no tan rápido
La nueva guerra entre Israel y Hamás ha suscitado posiciones más tajantes y veloces que los cohetes que se lanzan las partes. Los Estados, llámense orientales o árabes, musulmanes u occidentales, llevan 60 años presenciando enfrentamientos similares en la región y mantienen inconmovible su inercia, ese silencio es más poderoso y veloz que cualquiera otra actitud. Los formadores de opinión en Occidente responden sin pensar simplificando de la forma más insostenible que se trata de una agresión del Tsahal contra el pueblo palestino, a lo cual sólo puede seguir una condena.
Michael Walzer se ha pronunciado de nuevo sobre el tema (“The Gaza War and Proportionality”, Dissent, 08.01.09) poniendo de presente la superficialidad del uso del término “ataque desproporcionado” y planteando lo que deben ser las preguntas cruciales a la hora de discutir este asunto. Sobre lo primero baste refrendar la insistencia de Walzer en dos cosas: la proporcionalidad se refiere, tanto en el derecho internacional como en las teorías de la guerra justa, a la relación entre los medios usados y los propósitos buscados; la proporcionalidad usualmente es un argumento que se utiliza para justificar el uso de la fuerza que para criticarlo pues una de sus formas tradicionales es “¿cuántas muertes civiles serían necesarias para derrotar a los nazis?”
En cuanto a las preguntas que Walzer cree determinantes, son tres: Antes de empezar la guerra, ¿hay otras maneras de alcanzar el propósito? Una vez la guerra ha empezado, ¿quién es el responsable de poner a los civiles en la línea de fuego? Por último, ¿el atacante actúa para minimizar los riesgos para los civiles y se arriesga a sí mismo para ello? Walzer se queja –con razón– de que nadie se haga estas preguntas en los medios occidentales y de que se abandone la tarea de “formular las preguntas difíciles y preocuparse por las respuestas correctas”. Esa es, recalca, “la obligación moral de los comentaristas y de los críticos”.
Quizás Walzer continúa eludiendo un tema crucial en la discusión sobre la proporcionalidad y su habitual confusión con la simetría y en la defensa de la distinción entre combatientes y civiles, el mismo que eluden los medios a los que critica: la naturaleza de una guerra como la que vemos entre Israel y Hamás es radicalmente distinta a la de las guerras modernas, por su aguda asimetría y por la dificultad para separar al soldado del civil. Quizás Walzer no haya contemplado la posibilidad de que podría buscarse una forma de convivir con quienes nos quieren hacer desaparecer de la faz de la tierra.
Michael Walzer se ha pronunciado de nuevo sobre el tema (“The Gaza War and Proportionality”, Dissent, 08.01.09) poniendo de presente la superficialidad del uso del término “ataque desproporcionado” y planteando lo que deben ser las preguntas cruciales a la hora de discutir este asunto. Sobre lo primero baste refrendar la insistencia de Walzer en dos cosas: la proporcionalidad se refiere, tanto en el derecho internacional como en las teorías de la guerra justa, a la relación entre los medios usados y los propósitos buscados; la proporcionalidad usualmente es un argumento que se utiliza para justificar el uso de la fuerza que para criticarlo pues una de sus formas tradicionales es “¿cuántas muertes civiles serían necesarias para derrotar a los nazis?”
En cuanto a las preguntas que Walzer cree determinantes, son tres: Antes de empezar la guerra, ¿hay otras maneras de alcanzar el propósito? Una vez la guerra ha empezado, ¿quién es el responsable de poner a los civiles en la línea de fuego? Por último, ¿el atacante actúa para minimizar los riesgos para los civiles y se arriesga a sí mismo para ello? Walzer se queja –con razón– de que nadie se haga estas preguntas en los medios occidentales y de que se abandone la tarea de “formular las preguntas difíciles y preocuparse por las respuestas correctas”. Esa es, recalca, “la obligación moral de los comentaristas y de los críticos”.
Quizás Walzer continúa eludiendo un tema crucial en la discusión sobre la proporcionalidad y su habitual confusión con la simetría y en la defensa de la distinción entre combatientes y civiles, el mismo que eluden los medios a los que critica: la naturaleza de una guerra como la que vemos entre Israel y Hamás es radicalmente distinta a la de las guerras modernas, por su aguda asimetría y por la dificultad para separar al soldado del civil. Quizás Walzer no haya contemplado la posibilidad de que podría buscarse una forma de convivir con quienes nos quieren hacer desaparecer de la faz de la tierra.
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