Apenas una docena de días después alcanzo a reaccionar ante la muerte de Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieira de Oliveira, una figura inolvidable para los aficionados al fútbol, al menos para los nacidos antes de 1970. También protagonista de uno de los episodios más dolorosos de mi vida como hincha: la eliminación de Brasil ante Italia, una tarde en la que Paolo Rossi fue Nerón, Hitler, Pablo Escobar.
Aunque confieso que mi favorito de aquel cuarteto mágico que completaban Zico y Toninho Cerezo era Paulo Roberto Falcao, Sócrates era suficientemente bueno y a la vez extraño como para suscitar las reacciones que se presentaron ante su muerte. Hasta The New York Times le dedicó un obituario.
Es muy extraño que en una época exitista un derrotado alcance tanta notoriedad. Y es que Sócrates ha pasado a engrosar la lista divina de gloriosos sin copas mundiales, junto a Moreno, Ademir, Puskas, Di Stéfano, Cruyff, Bochini, Platini; un elenco que espera a Lionel Messi.
No necesita Sócrates su cartón de médico, ni su doctorado en filosofía, ni su militancia democrática contra una dictadura (mientras Maradona callaba ante la suya), para pasar a la historia. Bastan los regalos que nos dio en esa selección sublime y en el Corinthians, antes de la televisión global.