Siendo joven para morir –y más joven aún para ser filósofo– el pensador Chaïm Perelman (1912-1984) escribió un pequeño ensayo titulado De la justicia. Fue publicado en formato de libro y la edición española más reciente fue hecha en México hace casi 50 años y ocupa apenas 80 páginas.
Perelman –quien nació en Polonia y se hizo después ciudadano belga– afirma que la justicia es una noción que tiene mucho prestigio y que se trata de un término que entraña fuertes emociones. Sin embargo, para él, la justicia también es una noción confusa. De hecho, su trabajo se despliega analizando seis maneras distintas de entender la justicia. Por supuesto, allí hay un problema terrible. Cuando se habla de justicia se percuten en la sociedad y las personas sentimientos y reacciones muy profundas, que suelen tornarse problemáticas ya que al hablar de justicia muchas veces entendemos cosas distintas.
Esta antigua dificultad de la noción de justicia se ha querido subsanar modernamente con el predominio de la llamada “justicia formal”, es decir, en la observación rigurosa de la regla y la igualdad de tratamiento a las personas semejantes. Pero Perelman cree que esta solución es apenas parcial porque normalmente las reglas están vinculadas con un sistema de valores, y los sistemas de valores tienen principios injustificados y algunos elementos arbitrarios.
En virtud de estos argumentos, Perelman llega a la conclusión de que es inevitable que existan elementos de arbitrariedad en todo sistema judicial o, para decirlo en sus propias palabras, que “no hay justicia perfecta y necesaria”. Por lo tanto, la famosa máxima de “hágase justicia, aunque perezca el mundo” es inmoral. Si no hay justicia perfecta, si siempre hay elementos arbitrarios e injustificados en los sistemas legales, no puede llegarse a una conclusión tan radical.
De esta manera, Perelman se opone a una concepción del mundo basada exclusivamente en el valor de la justicia y su operacionalización a través del sistema legal y de los tribunales. Un reino sólo justo sería curiosamente un reino lleno de arbitrariedades y de medidas insostenibles racional o argumentativamente. Da a entender que el “pereat mundus, fiat justitia” sería un lema que hoy llamaríamos fundamentalista, por más que el divino Kant lo haya recogido en su “Paz perpetua”.
Llegados a este punto, parecemos en un callejón sin salida. Perelman propone una solución: es necesario que el sistema legal se impregne “con valores más inmediatos y más espontáneos”. La página y media de su maravillosa conclusión en este ensayo termina con esta frase: “Todo sistema de justicia debería no perder de vista su propia imperfección y concluir que una justicia imperfecta, sin caridad no es justicia”.
El ensayo está datado el 1 de agosto de 1944. Perelman era judío, ya se tenían noticias del genocidio nazi y se escuchaban las voces de la venganza en forma de tribunales y organización de cacerías para los responsables. Pero Chaïm Perelman –el fundador de la nueva retórica y autor de la ya clásica “Teoría de la argumentación” – estaba llamando a tener consideraciones de caridad, a no olvidar los valores sin los cuales cualquier sistema legal puede ser simplemente un instrumento de enriquecimiento, de venganza o de instrumentalización política.
Publicado en El Colombiano, 21.03.11.
martes, 22 de marzo de 2011
miércoles, 2 de marzo de 2011
Gadafi, bastardo de Occidente
Hace pocos meses Estados Unidos había restablecido relaciones diplomáticas con Libia. El año pasado la justicia británica negoció con el régimen de Gadafi la repatriación sin pena cumplida del autor de la masacre de Lockerbie (270 personas muertas). España, Francia e Italia se convirtieron en cajeros de la fortuna que Gadafi y sus hijos les han robado a los pueblos de Libia. Y toda Europa en la sede de los congresos multitudinarios de difusión del pensamiento del “hermano líder”.
El año la Asamblea General de la ONU –ese portaestandarte magnífico de los ideólogos del gobierno global– eligió los 47 miembros del Consejo de Derechos Humanos (párrafo 7, Resolución 60/251) y el régimen del coronel ocupó uno de los cinco escaños africanos con el voto de 155 países. El 1 de marzo de 2011 decidieron suspenderlo.
Uno entiende que ese tridente de prohombres latinoamericanos que conforman Castro, Ortega y Chávez aplaudan y respalden a Gadafi. Pero su apoyo moral y sus discursos demagógicos son nada en comparación con el apoyo europeo al dictador, con el silencio estadounidense y con la complacencia de medio mundo. Los crímenes contra la humanidad se limpian con petróleo.
El año la Asamblea General de la ONU –ese portaestandarte magnífico de los ideólogos del gobierno global– eligió los 47 miembros del Consejo de Derechos Humanos (párrafo 7, Resolución 60/251) y el régimen del coronel ocupó uno de los cinco escaños africanos con el voto de 155 países. El 1 de marzo de 2011 decidieron suspenderlo.
Uno entiende que ese tridente de prohombres latinoamericanos que conforman Castro, Ortega y Chávez aplaudan y respalden a Gadafi. Pero su apoyo moral y sus discursos demagógicos son nada en comparación con el apoyo europeo al dictador, con el silencio estadounidense y con la complacencia de medio mundo. Los crímenes contra la humanidad se limpian con petróleo.
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